El secreto de la autoestima

Antoni Bolinches

Fragmento

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Introducción autobiográfica

De mis dolores saco yo mis alegrías.

RICARDO LEÓN

Tengo sesenta y ocho años y creo que, durante el transcurso de mi vida, me han ocurrido suficientes cosas como para sacar algunas conclusiones que pueden resultarte de utilidad. Todo lo que voy a decirte es fruto de mi experiencia vital, aunque no tengo claro si hablo más en función de lo que he vivido como persona o de lo que he aprendido como psicólogo. Me temo que, a estas alturas de mi existencia, ambos aspectos son indisociables e incluso sinérgicos porque, seguramente, las cosas que me han ocurrido como persona son las que me llevaron a tomar la decisión de estudiar Psicología, y luego ha sido mi condición de psicólogo la que me ha permitido afrontar las dificultades vitales de una manera que ha posibilitado mi maduración personal.

Sea por una cosa o por la otra, o por la suma de ambas, el hecho es que me considero facultado para analizar mi biografía con la suficiente perspectiva como para afirmar que todo lo que he conseguido en mi trayectoria profesional está enormemente influido por una decisión crucial que tuve que tomar cuando tenía veinticuatro años. A esa edad, mi novia quedó embarazada cuando ambos ya habíamos decidido que la relación no era viable porque nuestros caracteres no eran suficientemente compatibles. Naturalmente, la nueva situación podía resolverse interrumpiendo el embarazo, pero ella no era partidaria del aborto, de modo que su decisión me planteaba una triple posibilidad: desentenderme de mi novia y del embarazo, asumir la futura paternidad sin mantener la relación de pareja, o intentar la convivencia aceptando las dificultades que ello implicaba. Evidentemente, mi parte egoísta me recomendaba dar por acabada la relación, pero, como siempre he sido muy responsable, decidí aceptar lo que la convención social aconsejaba y me casé con mi novia con total convicción, pero con poca ilusión. Por tanto, a los veinticinco años me encontré con un hijo querido pero no deseado, una mujer con la que convivía pero a la que no amaba, y un trabajo al que ni quería ni amaba ni deseaba.

En esa encrucijada fue cuando experimenté, por primera vez, que toda situación mala puede permitir una solución buena, y decidí estudiar Psicología, que era lo que necesitaba para aclarar mis contradicciones internas. Como consecuencia de ello, dejé un trabajo tan seguro como frustrante en un banco para dedicarme al teatro, que era algo mucho más estimulante pero menos seguro, porque empecé a practicar un diálogo psicológico que, treinta años más tarde y adecuadamente sistematizado, se convertiría en una parte importante de mi método terapéutico. Escuché a todas las partes que oí en mi interior y le di a cada una lo que necesitaba. A mi parte que reclamaba ilusión, la dejé dedicarse al teatro. Mi parte que necesitaba clarificarse, empezó a estudiar Psicología. Y mi parte responsable, siguió cumpliendo con sus obligaciones familiares. Pero como una pareja no puede funcionar solo desde el deber, sino que necesita también el placer, cinco años después me encontré con una carrera terminada, una pareja separada y un hijo al que quería seguir unido.

Suerte que entonces ya sabía lo suficiente de la psicología de la vida y de la psicología científica como para estar en condiciones de invertir todo ese conocimiento en ser un buen padre para mi hijo, un buen marido para mi futura o futuras parejas y un buen terapeuta para los clientes que empezaba a tratar, porque había experimentado
—en mí mismo— que todos podemos aprender de la experiencia y que esa experiencia puede convertirse en una competencia que sirve para ayudar a los demás.

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Algunas cosas que he aprendido como psicólogo

Todo hombre recibe dos educaciones: la que le dan y la que él se da; esta última es la más importante.

EDWARD GIBBON

En la universidad aprendí que un señor que se llamaba Paulov había creado la Reflexología, otro que se llamaba Watson, el Conductismo, y otro que se llamaba Freud, el Psicoanálisis. De los tres, el que más me interesó fue Sigmund Freud, por eso me leí sus obras completas y las de muchos otros autores de orientación psicoanalítica, aunque no encontré lo que buscaba hasta que di con la obra de Maslow y Rogers, que fueron los creadores de la Psicología humanista. Desde entonces, me convertí en divulgador de sus enseñanzas y ellos me sirvieron de referente para iniciarme como terapeuta.

De todos modos, el principal aprendizaje de aquella época no lo encontré en la lectura, sino en la toma de conciencia de que los mejores profesores eran los más exigentes y que, en las asambleas de estudiantes, no se decidía lo que opinaba la mayoría sino lo que deseaba la minoría que era capaz de aguantar hasta el final. Fueron tiempos de gran agitación política, en los que había poco espacio para el estudio y mucho para la reivindicación. Y mientras moría Franco y nacía la democracia, yo intentaba encontrar la manera de que aquello que estaba aprendiendo en las aulas me sirviera luego para la vida.

En ese sentido, lo primero que pude comprobar es que era capaz de sacar buenas notas en aquellas materias que me permitían profundizar en las motivaciones del comportamiento humano. Aparte de eso y de las amistades establecidas, poca cosa más. Quizá, la lección más notable fue entender que las cosas importantes no se aprenden en la universidad, aunque para llegar a esa conclusión necesité pasar cinco años en tan digna institución.

Suerte que, como ya era aficionado a los aforismos, recordaba aquel de Miguel de Unamuno que dice «quien venga a mi tahona que no busque pan sino fermento» y di por bien empleados el tiempo y el esfuerzo invertidos en la carrera, porque conocí a unos profesores que me han servido de modelo por lo bien que lo hacían, y a otros que todavía me resultaron de mayor utilidad porque llegué a la conclusión de que si ellos, con sus limitadas capacidades pedagógicas, podían ejercer la docencia universitaria, no era descabellado pensar que yo también lograría desarrollar, algún día, esa misma actividad. Así que, gracias a los conocimientos que adquirí con los buenos profesores y a la confianza que me dio compararme con los malos, en octubre de 1977 empecé a impartir clases de Introducción a la Psicología en una academia de Barcelona que preparaba a las personas mayores de veinticinco años para los exámenes de acceso a la universidad.

Son, por lo tanto, casi cuarenta años de ejercicio profesional que han dado para bastante. Trabajo como profesor de Psicología, Sexología y Terapia de Pareja, he escrito doce libros y he impartido centenares

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