Condenados a entendernos

Arun Mansukhani

Fragmento

g-1

Prólogo

Una larga conversación

 

 

Tanto el espíritu como el sentimiento se forman por las conversaciones.

BLAISE PASCAL

 

 

Me encanta conversar, imagino que como a muchos de vosotros. Sentarme con amigos a tomar un café o un vino y charlar sobre cualquier tema. Durante la carrera, en época de exámenes, había tardes y noches en las que, en lugar de estudiar, nos dedicábamos a divagar largamente sobre cualquier asunto. Viéndolo desde la distancia, a lo mejor no era lo más sensato de cara al próximo examen, pero disfruté mucho de aquellas conversaciones. También aprendí mucho, tanto por lo que te aportan los demás como por el simple esfuerzo de ordenar las ideas para exponerlas ante otra persona. Pero nunca entendí del todo bien por qué nos gustaba tanto conversar hasta que, al final de la década de los noventa, me topé con un artículo del biólogo Robin Dunbar.

En aquel artículo, Dunbar comparaba los grupos sociales de los humanos con los de los chimpancés y los gorilas, nuestros primos más cercanos junto con los bonobos. Todas estas especies formamos parte de la familia de los homínidos, y somos animales sociales que vivimos en grupos. La vida con los otros, como sabemos todos por experiencia, genera tensiones, que tienen que resolverse para que los vínculos se mantengan. Tanto los chimpancés como los gorilas forman y mantienen los vínculos entre los miembros de su grupo mediante conductas de acicalamiento y desparasitación, que habréis visto muchas veces en documentales: se pasan horas quitándose bichos y peinándose unos a otros. Sabemos que lo hacen para mantener los vínculos porque el tiempo que dedican a ello es mucho mayor del necesario si atendemos solo a cuestiones de higiene. Además, dedican tanto más tiempo a estas conductas cuanto más grandes son sus grupos. Este tipo de comportamiento no solo les sirve para estrechar lazos; también para resolver conflictos. En algunas especies, cuando hay un combate entre dos machos, el macho ganador dedica luego más tiempo a desparasitar y peinar al perdedor; es una forma de reconciliarse y restablecer la armonía en el grupo. Casi todos los primates protagonizan este tipo de conductas, salvo los bonobos, que son más listos, pues usan además el sexo para vincularse y resolver disputas, lo cual hace, de hecho, que tengan menos conflictos que otras especies de primates. Los humanos no usamos la desparasitación ni tampoco, al menos que yo ande muy despistado, el sexo para vincularnos como grupo y resolver roces. ¿Cómo hacemos entonces los humanos? ¿Cómo reducimos las tensiones y resolvemos problemas? Eso mismo fue lo que se preguntó Dunbar. Se le ocurrió una manera de averiguarlo: si estos homínidos dedican aproximadamente el 20 por ciento del tiempo que permanecen despiertos a este tipo de actividades, ¿a qué dedicamos este tiempo los seres humanos? Y Dunbar encontró la respuesta: los humanos dedicamos el 20 por ciento del tiempo que estamos despiertos a… hablar.

Llevamos mucho tiempo haciéndolo, tenemos evidencias de que formas primitivas de comunicación oral ya se daban en nuestros ancestros hace tres millones de años. Hace tiempo que sustituimos acicalar por hablar, porque si nosotros tuviésemos que vincularnos de esa forma, con los grupos tan numerosos que formamos, no nos daría literalmente tiempo a hacer nada más en todo el día. A lo mejor no estaría mal probarlo una temporada, todo el día de masajes y cosas así. O la vía de los bonobos. O ambas. Pero, mientras tanto, es fundamental que cuidemos el lenguaje que utilizamos y cómo lo utilizamos.

La cuestión es que resolvemos conflictos y establecemos vínculos hablando, mediante la charla, el cotilleo, las ideas compartidas. Y estas ideas compartidas, copiadas, son las que nos han hecho progresar como especie. No solo compartimos ideas con personas cercanas, somos capaces de compartirlas con personas muy lejanas en el espacio, y también en el tiempo. Nuestra cultura es, a fin de cuentas, compartir y transmitir conocimientos, prácticas y formas de ver el mundo, por medios no genéticos. ¿Qué es un libro sino compartir ideas con personas a las que no conoceremos personalmente, charlar con ellas? Me puedo tomar un café y escuchar lo que tienen que decirme Hannah Arendt o Julio Cortázar. Puedo estar de acuerdo o en desacuerdo con ellas; puedo incluso enfadarme con ellas. Personas como yo, con las mismas inquietudes, pero que vivieron circunstancias muy distintas a la mía. Es una suerte poder oír lo que tienen que decirnos. Como le escuché en una conferencia al político francés Bruno Le Maire, nunca se está tan cerca de los demás como cuando se lee un libro.

Me encantaría que este libro fuese algo así como una larga conversación entre tú y yo, o entre varios de nosotros, como aquellas que tenía en la universidad, o las que aún mantengo con mis amigos cercanos o los miembros de mi equipo de trabajo. Y como en toda conversación, habrá veces que estés de acuerdo conmigo y otras en las que no. Habrá capítulos o temas que no te interesen o que te resulten tediosos. Espero que, en términos generales, el libro que tienes en las manos te resulte útil, tanto en sus aciertos como en sus errores, por los que te pido disculpas de antemano. Como en cualquier conversación, a mí me ha ayudado mucho el tener que ordenar mis ideas para escribirlo. Me ha obligado a leer y a releer muchos artículos y libros, la mayoría de tipo académico y especializado. Lo que pretendo también con estas páginas es compartir muchas de estas ideas que me han fascinado, y hacerlo de una manera menos técnica y más accesible. Por esa accesibilidad, no he incluido las referencias completas, pero he mantenido, siempre que he podido, los nombres de las autoras y los autores y algún otro dato, de manera que resulten fáciles de rastrear a quien le interese hacerlo. Me encantan los libros que me descubren a nuevos autores y pretendo que este sea igual para ti.

Sobre el autor

El libro que tienes en tus manos, como no podía ser de otro modo, no es una obra mía independiente; es una obra colectiva, interdependiente. Es fruto de todas esas conversaciones con todas esas personas, expertas y no expertas, con las que he tenido la posibilidad de hablar, a las que he escuchado en conferencias o a las que he leído. Una lista de agradecimientos a estas personas sería interminable; no lo voy siquiera a intentar.

Pero, por encima de todas esas ideas que he leído o escuchado, hay otras: aquellas a las que he llegado, a lo largo de estos casi treinta años, gracias a las conversaciones con mis pacientes. Soy una persona afortunada, tengo una profesión fascinante. He tenido la ocasión de acompañar diariamente a personas que estaban pasando por situaciones problemáticas y difíciles. He presenciado cómo muchas de ellas encontraban soluciones a esas dificultades, a veces a través de las charlas que manteníamos o de los ejercicios que hacíamos. Esto ha sido un regalo para mí: ver cómo las personas son capaces —somos capaces— de resolver nuestros problemas y encontrar nuevos recursos. Ver esto me ha hecho darme cuenta de que, muchas veces, podemos influir sobre la dirección de nuestro cambio. Y que la consciencia de ese ca

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