Cómo mandar a la mierda de forma educada

Alba Cardalda

Fragmento

Hace unos años viví en un pueblito de Bolivia donde trabajaba como psicóloga voluntaria en un orfanato. Habitualmente, además de mis labores como psicóloga, era la encargada de ir a comprar a la ciudad la comida para toda la semana. En una de las ocasiones en que me dirigía al mercado, me encontré con que la carretera que siempre tomaba se encontraba cortada debido a las inundaciones que habían dejado las lluvias torrenciales y tuve que optar por una ruta secundaria que no conocía. No tenía ningún mapa ni señal de GPS, así que mi única manera de llegar a la ciudad era siguiendo las señales.

Llevaba ya veinte minutos conduciendo bajo la intensa lluvia cuando me percaté de que no había visto aún ninguna señal de tráfico: ni indicaciones de alguna localidad, ni límites de velocidad, ni cruces de vías, ni stops, ni distancia hasta la ciudad... Ni siquiera las líneas de los carriles estaban señalizadas. Aquello parecía más una interminable pista de aterrizaje que una carretera.

De repente, divisé un coche dirigiéndose hacia mí a toda velocidad en sentido contrario. El pánico se apoderó de mí, mi cuerpo entero se tensó y mis manos agarraron con fuerza el volante mientras lo hacía girar hacia mi derecha para intentar no chocar con el vehículo que venía de frente.

Aun no sé cómo, pero nos esquivamos.

Me detuve en la cuneta para calmar mis nervios al tiempo que miles de preguntas asaltaban mi mente: ¿era yo quien estaba circulando en dirección contraria? ¿Había invadido yo el carril contrario o el otro coche había invadido el mío? ¿Dónde estaba mi salida? ¿Cuántos kilómetros me quedaban para llegar? ¿A qué velocidad podía circular?... Estaba completamente confundida.

Una carretera sin indicaciones es igual que una relación sin límites: nadie sabe lo que está permitido y lo que no, o qué esperar de los demás o si los demás esperan algo de uno; no existen códigos sencillos que establezcan lo que está bien o mal; tampoco puede saberse si uno respeta el espacio del otro ni este sabe si respeta el de uno, ni está claro dónde empieza y dónde termina la responsabilidad de cada individuo... y así, es altamente probable que ocurra un accidente.

Del mismo modo que las señales de tráfico nos ayudan a conducir con seguridad para arribar sanos y salvos a nuestro destino, los límites en las relaciones ejercen esa misma función: garantizar que los vínculos sean sanos y seguros para proteger la integridad de todos.

Sin embargo, no nos han educado para que entendamos los límites de esta manera, sino que nos han criado en la creencia de que poner topes es un gesto egoísta y que cuando uno ama de verdad debe hacerlo incondicionalmente. Estas ideas que hemos ido adquiriendo desde nuestra infancia forman ahora parte de la base de nuestra conducta y de nuestra forma de asimilar e interpretar las relaciones y hacen que nos culpemos cuando establecemos límites para los demás y que los consideremos como una falta de afecto cuando los demás nos marcan los suyos. Esta interpretación errónea nos lleva a mantener relaciones tóxicas, dependientes o abusivas, a decir «sí» cuando queremos decir «no» y a no sentirnos libres de expresar nuestras necesidades y emociones aun con las personas que más queremos.

De la mano de estas creencias totalmente equivocadas sobre lo que son los límites está la ausencia en educación emocional y en comunicación asertiva. Hoy en día, en algunas escuelas ya están empezando a ofrecer educación emocional a los niños y las niñas desde una tierna edad, pero la mayoría de los que nacimos antes de los 2000 no recibimos ningún tipo de pautas para desarrollar herramientas que nos permitan identificar y poner nombre a nuestras emociones, darles valor y transmitirlas de forma empática y asertiva. Por ello, cuando ya somos adultos y queremos expresar cómo nos sentimos, decir «no» o mostrar nuestra disconformidad nos cuesta encontrar las palabras adecuadas. Jamás nos enseñaron a comunicarnos de una manera sincera y honesta a la vez que respetuosa con las otras personas; no nos enseñaron de qué forma exteriorizar nuestro enfado sin atacar al otro, ni cómo podemos ser más elocuentes a la hora de manifestarle a otra persona nuestras necesidades.

En consecuencia, solemos callar lo que nos gustaría decir porque no encontramos una manera asertiva de hacerlo. Nos decimos «no tiene importancia» o «no quiero causar un conflicto» o «no me gustaría hacer enfadar a la otra persona», es decir, nos autorreprimimos. Pero cuando nos reprimimos, lejos de reducir la intensidad de nuestras emociones, esta aumenta en nuestro interior y vamos acumulándola hasta que un día explotamos como un volcán y terminamos expresándonos de la peor forma. Es entonces cuando causamos daño y nuestras relaciones se deterioran.

Tenemos derecho a establecer límites, pero no de cualquier modo. Saber hacerlo teniendo en cuenta las emociones de los demás y las nuestras propias, con las palabras precisas y en el momento adecuado, es clave para que tales límites sean sanos y nos ayuden a construir, no a destruir, relaciones tanto con los demás como con nosotros mismos. Para ello hace falta no solo ser asertivos, sino también conocer estrategias de comunicación efectiva y claves de comunicación no verbal que nos faciliten esta ardua tarea con eficacia y sin menoscabar nuestras relaciones.

Pero empecemos por el principio.

1. Los límites: ¿qué son y qué no son?

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LOS LÍMITES:

¿QUÉ SON Y QUÉ NO SON?

Todos nos transformaríamos si nos atreviéramos a ser lo que somos.

MARGUERITE YOURCENAR

¿Qué son los límites?

Un límite se define como una línea real o simbólica que m

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