Déjame que te cuente

Jorge Bucay

Fragmento

Prólogo a esta edición, por Demián Bucay

PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

Durante mucho tiempo no comprendí qué clase de impulso le llevó a mi padre a llamar al protagonista de este libro Demián, al igual que su primer hijo (es decir: yo). Es cierto que había un antecedente: ya había hecho lo mismo en su primer libro con el nombre de mi hermana, Claudia.

Déjame que te cuente... fue escrito cuando yo tenía tan solo diez años, hace ya treinta, y durante todo este tiempo se me han ocurrido diversas razones que le llevaron a tomar esta decisión...

Quizá lo empujaba el sentido de la justicia: dado que Cartas para Claudia obviamente llevaba el nombre de mi hermana pero estaba dedicado a mí, llamar al personaje de este libro Demián y dedicarle el libro a mi hermana terminaba por equiparar las cosas de modo incuestionable. (De hecho en la primera edición, en Argentina, este libro se llamó Recuentos para Demián.)

Quizá lo animaba el mismo espíritu que lo llevó a llamarme Demián para comenzar, cuando, inspirado por el libro de Hermann Hesse, según me contó, decidió ponerme ese nombre. Una clara intención, a mi entender, de ligar mi destino al mundo de la literatura.

Alguien, seguramente menos romántico, podría pensar también que le faltó imaginación para poner nombres nuevos a más criaturas. Como si dijese: «Ya he pensado dos buenos nombres y se los puse a mis hijos, no vengáis ahora a pedirme más».

Por último, pensando en el lado más oscuro de la paternidad, quizá su pretensión fuera conjurar toda posibilidad de que no me llegara su legado. Dado que llevamos el mismo apellido y que, según decían algunos, mi rostro se asemejaba al suyo cada vez más, el hecho de que mi nombre de pila estuviera atado a su obra literaria podría terminar de garantizar su herencia y su influencia.

Sonrío y descarto todas estas posibilidades.

La primera por no corresponderse con su carácter.

La segunda por egocéntrica.

La tercera por improbable y simplista.

La cuarta sencillamente por ser producto de esa «paranoia» propia de los hijos que tantas veces he visto en la consulta y que implicaría una intención deliberada de mi padre de imponerse sobre mí, cosa que no es lógico suponer en él y que no es coherente con su actitud posterior.

Sin embargo, la pregunta sobre qué motivó su elección permaneció sin respuesta hasta que hace algunos años me di cuenta de lo que posiblemente le había ocurrido. Sucedió poco después de haber sido padre yo mismo. Sin pretenderlo y sin poder evitarlo, desde entonces, cuando me siento delante de un teclado a volcar mis ideas o cuando intento pensar en cómo ayudar a otro a lidiar con determinado conflicto, si quiero inspirarme, si quiero sacar lo mejor de mí, me encuentro pensando: «¿Qué les diría a mis hijos?».

No sería extraño que a mi padre le haya sucedido lo mismo.

Creo comprender hoy que, conscientemente o no, poner los nombres de sus hijos a los protagonistas de sus libros fue, para mi padre, un modo de canalizar lo mejor que había en él. Un modo de empujarse a dar el máximo, de motivarse para hablar no solo con su intelecto sino también con su corazón.

No tengo dudas de que lo ha conseguido.

Cualquiera que haya leído algo de la obra de mi padre podrá secundar esta aseveración. Está bien claro que, más allá de la solidez y la claridad de sus ideas, su forma de comunicar está absolutamente atravesada por la emoción. El humor, el amor, la calidez e incluso el dolor están siempre allí, a flor de piel.

Mi padre habla en sus libros con la misma honestidad con la que le hablaría a sus hijos, con la misma vehemencia, con el mismo ferviente deseo de que sus palabras te alcancen.

Y es muy posible que, de todas sus obras, Déjame que te cuente... sea aquella en la que esa cualidad se expresa en mayor medida. Es, de algún modo, el más personal de los libros de mi padre y, por eso mismo, me parece, constituye la mejor puerta de entrada para introducirse en su obra.

A menudo me han preguntado si el personaje del libro soy yo. Solía responder que no. Ahora respondo que sí. Porque creo que todos lo somos. Todos somos un poco Demián; todos nos sentimos tocados por sus inquietudes, por sus inseguridades, por sus conflictos. A todos nos caben los cuentos con los que su terapeuta, el Gordo, le responde. Ahí radica el enorme mérito de este libro y, estoy convencido, la clave de su éxito, de su popularidad y del lugar que ocupa en las vidas de sus lectores.

¿Qué se siente al leer un libro en el que tú mismo eres el protagonista? Dímelo tú. Lee (o relee) este libro. Deja que el Gordo te cuente, una vez más, esa vieja historia que fue escrita hace tanto tiempo, en algún lugar remoto del mundo, solo para ti.

DEMIÁN BUCAY,
marzo de 2016

El elefante encadenado

EL ELEFANTE ENCADENADO

—No puedo —le dije—. ¡No puedo!

—¿Seguro? —me preguntó él.

—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento... Pero sé que no puedo.

El Gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles sillones azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente, me dijo:

—Déjame que te cuente...

Y sin esperar mi aprobación, Jorge empezó a contar.

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.

Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.

El mist

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