El complejo de Cenicienta

Colette Dowling

Fragmento

Prólogo a la edición castellana

Prólogo a la edición castellana

El feminismo ha pasado de moda, y lo que en los años setenta fueran verdades recién dichas, descubrimientos heroicos, hoy son obviedades que da vergüenza repetir. El feminismo ha dejado de ser un proyecto revolucionario, un futuro prometedor, y hoy se ha convertido en una realidad que, lejos de ser «ideal», es triste y dura. La realidad atestigua que el feminismo no ha pasado en vano. Igual que los huracanes tropicales arrasan las costas americanas, el feminismo ha arrasado la familia, y las rupturas o crisis matrimoniales están a la vista. Las jóvenes generaciones se distancian —y con razón— de sus mayores. La imagen que los mayores ofrecemos no es ciertamente muy linda; también nuestras esperanzas están en las generaciones futuras. Sabemos, por algo somos más viejos, que no basta con criticar ni con «llevar la contraria»; que el cambio conlleva tiempo y que el tiempo es vida. Cambiar el mundo interno —no digamos el externo— no es fácil, supone dolor y esfuerzo. No basta con decirlo, hay que vivirlo para lograrlo. Pero los padres ya no somos un ejemplo para los hijos y ellos se encuentran solos; obligados a inventarse su propio ejemplo, necesitados de descubrir en sí mismos qué significa «hombre», «mujer», «padre», «madre», «familia»... No es fácil inventarse ideales, pero menos aún ponerlos en práctica. La Historia está sembrada de buenas intenciones y de «malos ejemplos»...

Pero si el feminismo ha pasado a la historia, algo ha quedado en nosotras. No quedan (casi) opresiones por delatar o derechos por exigir y, sin embargo, queda todo (o casi todo) por hacerse. Ya no nos manifestamos las mujeres con aquella ingenuidad de entonces: sabemos que los cambios son costosos y lentos, y que afectan profundamente la intimidad. Nosotras, las que éramos feministas, ya no somos las mismas y las reuniones feministas congregan hoy a toda clase de mujeres. Por encima de diferencias de edad, de clase social, de profesión o de intereses, las mujeres hablan de sí mismas, discuten y descubren entre ellas qué es ser mujer.

El feminismo ha calado en las mujeres y hoy es una lucha sorda y callada que no se da ya en las calles, sino dentro de cada mujer. El feminismo es ahora un conflicto interno y doloroso, una batalla sin tregua contra una misma, una auténtica revolución personal. El libro de Colette Dowling es un testimonio de ello y una excelente respuesta a la pregunta: ¿qué es el feminismo hoy?

Porque las mujeres siguen estando encerradas en casa y atrapadas por sus problemas, pero no están solas ni resignadas. Corre por entre nosotras, como si del virus de la gripe o de un sabroso chisme se tratara, la buena nueva que el feminismo sembrara en la mujer. Son conscientes —y esa es, hoy, la diferencia— de que el problema está en ellas y, por lo tanto, en ellas la solución. El hábito de muchos siglos pesa en nuestras cabezas y tenemos miedo de romper con el pasado y tomarnos, sin pedir permiso y por derecho propio, la libertad.

Betty Friedan habló del «problema sin nombre» que agobia al ama de casa. Colette Dowling lo analiza y le da un nombre: «complejo de Cenicienta». Pone al alcance de todas nosotras (con esa frescura de las escritoras norteamericanas no sujetas a ningún supuesto saber y no comprometidas sino con ellas mismas) una serie de reflexiones acerca de la guerra que libra la mujer contra sí misma (porque la guerra, nos recuerda la autora, es contra nosotras mismas). Cuando dejamos de responsabilizar al sistema o de pretender que el hombre nos entienda y, manos a la obra, nos ocupamos de nosotras mismas, las preocupaciones, las quejas, las denuncias ya no se pierden en disputas abiertas sino que nos llevan a ahondar en el dolor: en nosotras mismas. Cuando vemos que el problema está dentro, comprendemos que o hacemos de hadas madrinas de nosotras mismas o nadie va a venir a salvarnos del fogón.

Colette Dowling se explica y, al hacerlo, da voz a muchas otras mujeres que comparten su experiencia y que, como ella, nos hablan del miedo, de la inseguridad, de la nostalgia enorme de un padre o una madre que velara por ellas... Por un lado, la voz de la niña abandonada, de la mujercita que no puede dar un paso sola, que necesita, para sobrevivir, la aprobación del otro, su halago, su mano, su compañía. Por otro, la voz de la mujer guerrera. Las mujeres hablan de su coraje, de la rabia que sintieran contra sí mismas, del gran esfuerzo que les supusiera asumir su vida y reorganizarse sin más amor, protección o guía que la que ellas mismas se dieran... No es fácil. En cada mujer existe una niña enamorada y temerosa, y un «hombrecito» valiente que también suspira, que quiere vivir. Simone de Beauvoir, como señala Colette Dowling, es un buen ejemplo. Cuando más enamorada estaba de Sartre, Simone se dio cuenta de que, en aras del amor, se traicionaba a sí misma y renunciaba a su verdadera vocación, de modo que decidió separarse y andar sola por el mundo. Al cabo de algún tiempo, la vagabunda errante se convirtió en audaz y feliz aventurera. De feliz aventurera, en dueña y señora de su vida y su amor. Volvió con Sartre y, como sabemos, compartió con él buena parte de su vida.

El libro de Colette Dowling hallará un eco en cada lectora que al leerlo se busque y se encuentre reflejada a sí misma. Y hay que leerlo con atención, pues el «complejo de Cenicienta» no solo revela importantes aspectos de la actual lucha de la mujer, sino que señala un camino que, siendo muy distinto al de los cuentos de rosas, apunta también a un final feliz.

Con todo, y antes de dar paso al texto, quisiera hacer una breve consideración acerca del papel que juega el otro sexo. El hombre ya no es el «blanco» del feminismo. No ocupa en nuestro discurso el lugar del «otro»: ha dejado de ser «el malo», «el enemigo». Y, sin embargo, es un hecho que está ahí. El hombre es un padre, o un marido, un hermano, o un hijo. Está presente en nuestras vidas y es amor lo que nos une a él.

Las mujeres somos (a la que nos descuidamos) madres, y la vida de nuestros hijos está en nuestras manos. Sabemos que queremos criar niñas distintas y que para ello hace falta una familia y una educación también distintas. Pero ¿y los niños? Los hombres nos vienen con el cuento de que «los han hecho así» y de que, por consiguiente, ellos nada pueden hacer... Así pues, la pregunta no será: ¿Qué más podemos hacer las madres?, sino: ¿Qué podemos dejar de hacer? Por ejemplo: ¿Podemos dejar de hacerles todo cuando chicos...? ¿Podemos dejarlos solos en la cocina, llorando a gritos en medio de un montón de platos sucios, rotos? ¿Podemos? ¿Podemos abandonarlos y que a fuerza de errores y fracasos aprendan a coserse sus dobladillos? ¿Podemos dejar que se sientan solos y que aprendan a bastarse por sí mismos? ¿Podemos exigir a los hombres lo mismo que a una mujer? ¿Compartir con ellos la casa como compartimos, ya, los trabajos, los esfuerzos? A fuerza de sudor y lágrimas las mujeres hemos aprendido a «hacernos hom

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