El libro del ego (Fundamentos para una nueva humanidad)

Osho

Fragmento

1 El ego

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El ego

¿QUÉ ES EL EGO?

EL EGO es justo lo contrario de tu verdadero ser. El ego no eres tú, sino el engaño creado por la sociedad para que te entretengas con esa baratija y no te plantees preguntas sobre lo verdadero. Por eso insisto tanto en que, a menos que te liberes del ego, jamás llegarás a conocerte.

Naciste con tu auténtico ser. Después empezaron a crearte un falso ser: eres cristiano, eres católico, blanco, alemán, perteneces a la raza elegida por Dios, estás destinado a dominar el mundo, etcétera. Crean una falsa idea de quién eres. Te ponen nombre y en torno a ese nombre crean ambiciones, condicionamientos.

Y poco a poco —porque lleva casi una tercera parte de la vida— actúan sobre el ego en el colegio, en la iglesia, en el instituto, en la universidad... Cuando acabas la universidad has olvidado por completo tu ser inocente. Eres un gran ego que ha superado la universidad con matrícula de honor y está preparado para salir al mundo.

Ese ego tiene toda clase de deseos y ambiciones, y quiere estar siempre por encima de todo. Ese ego se aprovecha de ti y no permite ni que vislumbres tu auténtico ser, cuando tu vida está precisamente ahí, en la autenticidad. De ahí que el ego solo produzca tristeza, sufrimiento, lucha, frustración, locura, suicidios, asesinatos... toda clase de crímenes.

Quien va en pos de la verdad tiene que empezar por este punto: descartar cuanto la sociedad le ha dicho que es. Tú no eres eso, porque nadie sino tú puede saber quién eres; ni tus padres, ni tus profesores, ni los sacerdotes. Salvo tú mismo, nadie puede penetrar en la intimidad de tu ser, nadie sabe nada de ti, y todo lo que han dicho sobre ti es falso.

Déjalo a un lado. Desmantela todo ese ego. Al destruir el ego, descubrirás tu ser, y ese descubrimiento es el mayor que se puede dar, porque supone el inicio de una nueva peregrinación hacia la felicidad absoluta, hacia la vida eterna.

Se puede elegir, entre la frustración, el sufrimiento, la tristeza, seguir aferrándose al ego y alimentándolo, o la paz, el silencio y la felicidad; pero para eso hay que recobrar la inocencia.2

Los niños nacen sin ego

Los niños nacen sin ego. El ego lo enseñan la sociedad, la religión, la cultura. Seguramente habréis observado a los niños pequeños. No dicen: «Tengo hambre». Si el niño se llama Bob, dirá: «Bob tiene hambre. Bob quiere ir al baño». No tiene sentido del «yo». Se refiere a sí mismo en tercera persona. Bob es como la gente lo llama, y él se llama a sí mismo Bob. Pero llegará un día... Cuando empiece a hacerse mayor le enseñaréis que eso no está bien. «Bob es como te llaman los demás; tú no tienes que llamarte Bob a ti mismo. Tienes una personalidad distinta y tienes que aprender a decir “yo”.»

El día en que Bob se convierte en «yo» pierde la realidad del ser y cae en el oscuro abismo del delirio. En cuanto empieza a referirse a sí mismo como «yo» se pone en funcionamiento una energía completamente distinta. El «yo» quiere crecer, fortalecerse; quiere esto, lo otro. Quiere elevarse cada vez más en el mundo de las jerarquías, siente el imperativo de conquistar más y más territorios.

Si alguien tiene un «yo» mayor que el tuyo, te crea un complejo de inferioridad. Haces todos los esfuerzos posibles por demostrar que «yo soy superior a ti», «yo soy más santo que tú», «yo soy más grande que tú». Dedicas tu vida entera a algo absurdo, que ni siquiera existe. Inicias un sendero de sueños, y seguirás avanzando por él, haciendo crecer tu «yo» cada día más, lo que te creará la mayor parte de tus problemas.

Incluso Alejandro Magno tenía enormes problemas. Su «yo» interno quería ser el conquistador del mundo, y casi llegó a conquistarlo. Digo «casi» por dos razones. En su época, no se conocía la mitad del mundo, por ejemplo América. Y además, entró en la India, pero no la conquistó; tuvo que retirarse.

No era muy mayor, solo tenía treinta y tres años, pero durante aquellos treinta y tres años se había limitado a pelear. Se había puesto enfermo, aburrido de tanta batalla, de tanta muerte, de tanta sangre. Quería volver a su patria para descansar, y ni siquiera logró eso. No llegó a Atenas. Murió en el camino, justo un día antes de llegar allí, veinticuatro horas antes.

Pero ¿y la experiencia de toda su vida? Cada vez más rico, más poderoso, y después su absoluta impotencia, al no ser capaz ni siquiera de retrasar su muerte veinticuatro horas... Había prometido a su madre que una vez que hubiera conquistado el mundo volvería y lo pondría a sus pies como regalo. Nadie había hecho semejante cosa por una madre, de modo que era algo único.

Pero aun rodeado de los mejores médicos se sintió impotente. Todos dijeron:

—No sobrevivirás. En ese viaje de veinticuatro horas morirás. Será mejor que descanses aquí, y quizá tengas alguna posibilidad. Pero no te muevas. Ni siquiera creemos que el descanso te sirva de mucho... Te estás muriendo. Te acercas cada vez más, no a tu patria, sino a tu muerte, no a tu hogar, sino a tu tumba.

»Y no podemos ayudarte. Podemos curar la enfermedad, pero no la muerte. Y esto no es una enfermedad. Eres casi como un cartucho descargado. En treinta y tres años has gastado tu energía vital en luchar contra esta nación y contra la otra. Has desperdiciado tu vida. No es enfermedad, sino simplemente que has gastado tu energía vital, inútilmente.

Alejandro era un hombre muy inteligente, discípulo del gran filósofo Aristóteles, que fuera su tutor. Murió antes de llegar a la capital. Antes de morir le dijo a su comandante en jefe:

—Este es mi último deseo, que debe cumplirse.

¿Cuál era aquel último deseo? Algo muy extraño. Consistía en lo siguiente:

—Cuando llevéis mi ataúd a la tumba, debéis dejar mis manos fuera.

El comandante en jefe preguntó:

—Pero ¿qué deseo es ese? Las manos siempre van dentro del ataúd. A nadie se le ocurre llevar un ataúd con las manos del cadáver fuera.

Alejandro replicó:

—No tengo muchas fuerzas para explicártelo, pero para abreviar, lo que quiero es mostrar al mundo que me voy con las manos vacías. Pensaba que era cada día más grande, más rico, pero en realidad era cada día más pobre. Al nacer llegué al mundo con los puños apretados, como si sujetara algo en mis manos. Ahora, en el momento de la muerte, no puedo irme con los puños apretados.

Para mantener los puños apretados se necesita vida, energía. Un muerto no puede mantener los puños cerrados. ¿Quién va a cerrarlos? Un muerto deja de existir, se le ha escapado toda la energía, y las manos se abren por sí solas.

—Que todo el mundo sepa que Alejandro Magno va a morir con las manos vacías, como un mendigo.

Pero me da la impresión de que nadie ha aprendido nada de esas manos vacías, porque en las épocas posteriores a Alejandro la gente ha seguido haciendo lo mismo, si bi

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