La crisis de la mitad de la vida

Hugo Cuesta

Fragmento

La crisis de la mitad de la vida

Primera llamada

En medio del camino de la vida
me encontré por una selva oscura…

Dante Alighieri.

La Divina Comedia,

Canto primero

“Este cierre debió haber sido en Los Pinos”, me comentó el notario que elegimos para protocolizar el que sería un acto histórico de coinversión entre nuestro cliente, Daimler Mercedes Benz, y Renault/Nissan. Pero no fue en Los Pinos, sino aquí: en el salón de un hotel en Campos Elíseos, en la Ciudad de México. Un salón que, por otra parte, no dejaba nada al azar: estaba perfectamente bien montado para 70 personas, con todos los servicios. Los nombres y los puestos de los funcionarios que aparecían en los caballetes permitían darse una idea de la importancia de la reunión. Destacaba un par de CEOS, que habían viajado más de 14 horas sólo para estar en este cierre.

Era un evento trascendente, que había sido anunciado por el presidente de la República a los medios y que suponía uno de los momentos más notables en la industria automotriz global. Al día siguiente la noticia aparecería en los diarios de todo el mundo.

No sólo era relevante para México y los otros países involucrados. También lo era para mí. Llevábamos trabajando en la firma dos años para lograr este cierre. Literalmente, miles de horas mías y de mi equipo estaban volcadas en el proyecto que hoy culminaba. Atrás quedaban las interminables juntas, viajes al otro lado del Atlántico y gran cantidad de videoconferencias semanales a altas horas de la noche, para empatar los husos horarios de los participantes, amén de álgidas negociaciones con las contrapartes, en las cuales hubo necesidad de atenuar diferencias no sólo comerciales y legales, sino causadas por la idiosincrasia de nacionalidades tan disímbolas entre sí, y tratar con funcionarios de alto nivel, acostumbrados a mandar y exigir.

Habíamos sido elegidos para representar a Daimler Mercedes Benz entre diversas firmas legales, todas de gran prestigio. Por si fuera poco, era la operación financiera más grande en la que yo hubiera participado. El negocio implicaba de forma directa la inversión de mil millones de dólares. De una forma u otra, en mi interior, la firma de este convenio representaba una meta importante en mi vida y en mi carrera. Este salón de Polanco era el escenario donde confluían años y años de trabajo y esfuerzo: era la actualización de mi éxito profesional, mi boleto de entrada al selecto grupo de abogados internacionales que podían presumir en su currículum una coinversión tan relevante. Sentía que por fin lo había logrado.

Poco a poco llegaron todos los asistentes y el moderador empezó a pasar lista. Una vez más, los nombres me impresionaron, aunque mantuve el rostro tranquilo. Alrededor de la mesa había una cantidad prácticamente incuantificable de experiencia, poder y recursos. La reunión comenzó y las diferentes empresas hicieron su esfuerzo por mostrar músculo, cada una a su estilo, pero todas mandando señales de fortaleza. Aunque las 500 páginas que integraban los siete documentos a firmar habían sido aprobadas y se encontraban listas, los ejecutivos jugaban en cada centímetro posible su juego, haciendo comentarios aparentemente inocuos que dejaban en claro el calibre de su experiencia negociadora.

Siendo ésta una operación que tendría sus principales efectos en México, el equipo legal mexicano que yo encabezaba tenía una responsabilidad especial. Cualquier error de último momento o cuestionamiento al que no diéramos adecuada respuesta podría ocasionar un desastre, y un gran fracaso no sólo para el conglomerado automotriz que representábamos, sino también para mí y para mi equipo. La habitación se sumergió en una tensa calma durante algunas horas hasta que, finalmente, se aprobaron los documentos de cierre y todos firmaron.

Por fin, después de varios meses, pude respirar.

Tras la firma hubo una sesión de fotografías. Después estaba prevista una impecable celebración, muy al estilo alemán. Brindaríamos por el cierre al que Daimler Mercedes Benz se refirió como “un hito en la historia moderna de la industria automotriz”. Era la suma del lujo alemán y la eficiencia nipona.

La relevancia de esta operación en el mundo legal corporativo también era incuestionable. Compitió entre las transacciones más representativas de ese año entre las revistas especializadas para el Deal of the year —La operación del año—.

Yo había esperado en ese momento experimentar una de las emociones más grandes de mi vida. Era la operación insignia por la que había trabajado tanto, la que imaginaba hace 25 años cuando vislumbraba mi vida futura como abogado. Esperaba sentirme extasiado y pleno. Esperaba sentir mariposas en el estómago, pero nada de eso llegó. Fuimos a cenar; después a dormir. “Quizá las mariposas lleguen mañana”, pensé.

Pero las mariposas no llegaron al día siguiente. Ni al siguiente. No sentí ninguna de las cosas que esperaba sentir, o que debería haber sentido. Por el contrario, el sol de la mañana trajo sus propios pendientes y llamadas; había otras operaciones en el horno que debía atender. Antes de que pudiera darme cuenta, y sin haber celebrado internamente el cierre más grande de mi vida, me encontraba preparando el siguiente. El de ayer se convir­tió en un cierre más, en un día más de trabajo. El momento más grande de mi carrera se transformó en rutina y pasó casi inadvertido.

Lo que sentí, más bien, fue una desilusión comparable con la que recuerdo el día que cumplí 15 años y me di cuenta de que mi cumpleaños era un día más, un día normal. Ni sonaban las trompetas ni cambiábamos realmente. Convertirnos en adultos llevaría aún muchos años, muchos errores y muchos retos. Algunos seguimos aún en el proceso.

En su autobiografía Open, Andre Agassi, uno de los más grandes tenistas de la historia, da cuenta de un momento similar. Después de años y años de extenuante trabajo y lucha, de comer y dormir mal, de vivir viajando de un lado a otro y de haber estado en la ruina tras alejarse de su familia siendo aún un niño, el joven Andre logró coronarse en su primer slam o gran torneo de tenis: el Campeonato de Wimbledon, contra el croata Goran Ivanisevic.

Ganar un slam (hay cuatro: Australian Open, US Open, Roland Garros y Wimbledon) era un logro que Andre conside­raba lejano y casi inalcanzable. Antes había jugado y perdido en varios de ellos. Perderlos era rutina, pero ganar Wimbledon en 1992 trajo a Agassi fama, fortuna y riqueza; lo convirtió por primera vez en ídolo de miles, y fue asediado por paparazzi y patrocinadores por igual. Poco después se casó con la estrella de Hollywood Brooke Shields. Tras ganar su primer slam Agassi estaba en las nubes. O debería haberlo estado.

Pero en sus propias palabras, Andre Agassi relata: “Siento como si me hubieran dejado formar parte de un pequeño y sucio secreto: ganar no cambia nada. Ahora que he ganado un slam, sé algo que muy poca

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