El camino a la claridad

Habib Sadeghi

Fragmento

Título

Prefacio

Si bien la medicina moderna ofrece muchos beneficios, para la mayoría de nosotros es claro que también tiene sus límites. A pesar de contar con una tecnología tan avanzada y tantos miles de millones de dólares invertidos cada año en investigación, en términos generales nuestro tratamiento de las enfermedades es ineficaz cuando se trata de curar padecimientos crónicos y trastornos neurodegenerativos, de hecho, muchas otras enfermedades. Aunque los diagnósticos han mejorado de manera notable en los últimos 60 años, la forma en la que atendemos las enfermedades diagnosticadas sigue siendo en esencia la misma.

Es claro que si el cuidado de la salud significa evitar el estancamiento y evolucionar para afrontar los desafíos del futuro, además de las enfermedades con las que hemos lidiado durante más de un siglo, tenemos que pensar la idea misma de enfermedad de manera diferente. Debemos replantear nuestra comprensión de todo, desde el sentido de la enfermedad y por qué ocurre hasta cómo interactuamos con ella. Dado el envejecimiento de nuestra población y la prevalencia de enfermedades crónicas, no tenemos opción. Simplemente debemos encontrar una forma de abordar la enfermedad que vaya más allá de la cirugía y los fármacos, o los hijos de nuestros hijos se enfrentarán a los mismos asesinos crónicos que sus bisabuelos enfrentaron.

Pensar de esta manera requiere ir en contra de muchas de las ideas establecidas e institucionalizadas que tenemos sobre la biología y la medicina. Significa que debemos atrevernos a cuestionar lo incuestionable. Puede incluso haber vacas sagradas que —a riesgo de que nos llamen locos o charlatanes— deben ser cuestionadas, una estrategia que en innumerables áreas de la medicina ha demostrado ser la clave de grandes avances. Si la medicina pretende lograr avances, debemos convertirnos en pioneros en una profesión donde apartarse levemente de lo aceptado puede significar la pérdida de la reputación e incluso de la carrera. Aun así, es un camino que debemos tomar si queremos que la humanidad y la medicina progresen.

Sin duda, el catalizador detrás de cada gran descubrimiento de la civilización humana, sobre todo en lo relativo a la ciencia y la medicina, ha probado ser la intuición. Es la convicción interna, el conocimiento inexplicable, que posee un investigador y convence a ese individuo de que la partícula, el proceso, el principio energético o la cura que busca existen en realidad, incluso si no hay evidencia física o investigación previa. Se trata de la habilidad de ver lo invisible antes de que se vuelva obvio para todos los demás, además de resistir el impulso de los pesimistas de ser “realistas” y vivir dentro de los límites de lo que podemos experimentar con nuestros sentidos.

Sólo una persona con una fuerza intuitiva curiosa y un espíritu audaz puede encontrar lo posible en lo imposible y, por lo tanto, cambiar la forma en que experimentamos la vida. Ignaz Semmelweis, un médico del siglo XIX, era una de esas personas. Creía con firmeza que un factor invisible, al que hoy nos referimos comúnmente como bacterias, estaba detrás de la muerte de miles de mujeres embarazadas. Él afirmaba que el simple hecho de lavarse las manos antes de realizar una cirugía o dar a luz a los bebés podría reducir en gran medida las muertes de pacientes por infección y fiebre puerperal. En un principio, el establishment médico lo humilló sin piedad, incluso perdió su trabajo por sugerir algo que ahora es una práctica común. Hoy la universidad más grande de Hungría lleva su nombre.

En la década de 1860 el químico ruso Dimitri Mendeléyev creó la tabla periódica de los elementos, con la cual organizó todas las piezas físicas de construcción del universo en un orden lógico coherente. La tabla incluía los elementos oro, plata, plomo, argón, neón, helio y cualquier otro mineral, metal y gas conocidos en ese momento. Si bien la tabla fue increíblemente útil para la ciencia, se halló con un problema. Cuando Mendeléyev no podía encontrar una sustancia de transición que conectara dos elementos que ya estaban en la mesa, dejaba el espacio entre ellos en blanco. Su tabla funcionaba bien para ciertos tipos de investigación, pero sus detractores se apresuraron a señalar los vacíos en el cuadro. En ese momento no había elementos conocidos con los pesos atómicos correctos para llenar esos espacios y terminar la tabla para que tuviera sentido. Cuando se le preguntó acerca de esos huecos, Mendeléyev afirmó que si bien había vacíos en la tabla, no era una prueba de que los elementos correspondientes no existieran. Dijo que simplemente teníamos que seguir buscando.

Con un gran trabajo metódico, Mendeléyev intuyó la presencia de elementos para los cuales no había evidencia tangible de su existencia. Hoy, cada uno de esos elementos ha sido descubierto y la tabla de Mendeléyev está completa. Su legado fue un ejemplo perfecto de cómo concentrarse en una perspectiva más amplia y no obsesionarse con los detalles más finos es lo que hace que una visión se pueda volver realidad. El hecho de que no tengamos pruebas de que algo exista no significa que no esté ahí.

En 1865 el químico alemán Friedrich August Kekule tuvo un sueño en el que veía a los átomos bailando y uniéndose entre sí. Al despertar, siguió su intuición y de inmediato dibujó la imagen que había visto en su sueño. En otro sueño vio que los átomos bailaban, luego formaban cuerdas circulares que parecían simular una serpiente que se comía su propia cola. En lugar de dudar del sueño, creyó en su instinto. Kekule llegaría a descubrir que sus imágenes nocturnas coincidían de forma casi perfecta con la composición química y la naturaleza cíclica del benceno.

Semmelweis, Mendeléyev y Kekule confiaron en su intuición, creyeron en lo invisible y demostraron tener la razón. Hoy en día hay en juego una fuerza igualmente poderosa e invisible alrededor de las enfermedades crónicas que aún no se ha reconocido e incorporado a los tratamientos. Esa fuerza es la conciencia.

La conciencia humana varía de persona a persona, pero está formada por pensamientos y sentimientos, tanto conscientes como inconscientes, que experimentamos respecto a todo, desde nuestro trabajo y nuestras relaciones hasta el mundo que nos rodea y cómo nos sentimos con nosotros mismos. Cada uno vive dentro de su propia frecuencia energética, la cual se genera a sí misma a partir de pensamientos y sentimientos específicos. Esta frecuencia es la que impregna todas las células del cuerpo y desempeña un papel relevante en su expresión física, ya sea como salud, enfermedad o algo intermedio.

Al mismo tiempo, nuestras frecuencias personales interactúan con las frecuencias energéticas de otras personas e incluso con la propia tierra para crear la frecuencia energética colectiva del planeta en el que existen todos los seres vivos. Esta energía colectiva, que todos aprovechamos y con la cual interactuamos, es lo que llamo el “campo”. Como el pez en el mar, la conciencia se mueve alrededor y a través de nosotros, incidiendo en nuestra vida todos los días. No sólo interactuamos c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos