Tu mente es extraordinaria

Gregory Cajina

Fragmento

MenteExtraordinaria.html

PRÓLOGO

Decidiendo el viaje

Era de madrugada y acababa de aterrizar apenas unas horas antes, ya entrada la noche. De camino al hotel, miraba por las ventanillas del taxi el paisaje urbano de una ciudad que visitaba por primera vez, tratando de reconocer los diferentes monumentos y edificios que la búsqueda que hice en Google la semana anterior me propuso como más relevantes. Pensé que era una lástima tener que partir al día siguiente, pues era una ciudad lo bastante atractiva como para prometerme regresar con calma otra vez. Durante el camino decidí absorber las respuestas que mi paciente conductor me regalaba en mi esfuerzo por intentar completar la foto mental que me había hecho de aquel lugar antes de despegar de nuevo la tarde siguiente.

Al llegar al hotel, me despedí del conductor no sin antes acordar con él que vendría a recogerme pronto por la mañana. Apenas me quedaban un par de horas para un último repaso antes de intentar arrancar un tiempo siempre precioso de sueño antes de la cita. Tras el protocolario proceso de check-in en el hotel, subí a mi habitación rezando al santoral en pleno para que no me tocara otra pareja vecina con el mismo ímpetu y fogosidad olímpicos como la del anterior viaje, que se encargó de demostrar a medio barrio que el mítico desenfreno de Genghis Khan era, en comparación, una vulgar fábula.

Después de cerciorarme de que las paredes tenían una composición sólida debajo del papel neokitsch y descifrar el funcionamiento de una ducha diseñada por un ingeniero de la NASA con una resaca épica, repetí las mismas rutinas que siempre había seguido en otros cientos de noches durmiendo fuera de casa: preparar la ropa del día siguiente, cenar algo ligero en la habitación, leer unas páginas de un libro y del periódico local, escribir unas líneas y responder a los mensajes que no soliciten donar dinero para rescatar un banco desvalido. Por fin, oficializando que el día se daba por bueno, apagué la luz y me dejé atrapar por las sábanas, profesionalmente almidonadas y compresivas, que más que arropar a los huéspedes los envasan al vacío.

Sin saber muy bien el motivo, desperté del sueño que me había vencido tras el viaje en una habitación que, según parpadeaba, representaba la más fidedigna definición de oscuridad absoluta. Desorientado, me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de dónde me encontraba: mis sentidos, habituados no a ver, sino a querer encontrar lo que debía estar ahí porque siempre estuvo ahí antes, no reconocían lo que me rodeaba. Mi mente tardó unos segundos de frenética actividad en un intercambio fulminante de preguntas y respuestas entre el subconsciente (la entidad que reconoce) y el consciente (la que ve lo nuevo) hasta que llegó por fin a una respuesta plausible para ambos: ¿dónde estoy?; ¿qué es esa luz del techo?; ¿qué es ese zumbido como de minibar?

Ahora recuerdo, concluyó el consciente, estoy en un, en este, hotel desde hace unas horas, en una ciudad diferente a la de esta mañana.

Y en la habitación de al lado, Genghis Khan cargando con toda su caballería.

Nuestro proceso perceptivo no se sustenta en ver - entender, sino que se basa en ver - reconocer - entender. Únicamente cuando hallamos esa explicación por la que la lucecita roja del techo es el detector de incendios de la habitación, cuando recalculamos nuestras coordenadas en el planeta y nuestro propio GPS mental nos devuelve al hotel y al zumbido de su minibar, estamos en disposición de tomar una decisión efectiva ante el entorno que nos rodea (arrojar un zapato a la pared o vitorear a los contendientes de la habitación contigua).

Nuestro proceso perceptivo funciona de esta manera porque es la que menos energía emplea: nuestro cerebro, que apenas pesa un 2 % de nuestra masa corporal, consume sin embargo más del 20 % de las calorías que ingerimos cada día. Sería como si, por cada 80 litros de capacidad de combustible que tiene un Ferrari, 16 de ellos los consumiera el ordenador de a bordo. Nuestra maquinaria mental es rápida, pero también costosa, por lo que buscará los modos de ahorrar lo máximo posible en cualquier proceso mental, comenzando por automatizar esos procesos hasta cerca del 95 %.

Así, quizá no nos movamos por la vida zombificados (al menos, no todos y no siempre), pero cerca del 95 % de las veces podría parecerlo:

Estamos permanentemente tomando decisiones que ni siquiera sabemos que, o por qué, estamos tomando.

No es de sorprender entonces que nuestra tendencia natural y primaria, cuando nos enfrentamos a un obstáculo nuevo, sea intentar resolverlo con aquello que nos es conocido, independientemente de si funcionó o no en nuestro pasado.

Las respuestas para abordar un problema nuevo —ahí reside el reto— se hallan únicamente cuando planteamos preguntas, es decir, formulamos hipótesis que nos expulsan de un vergel lleno de ideas conocidas pero obsoletas hacia la incertidumbre de terrenos aún no cartografiados. Plantear, cuestionar, reenfocar, dinamitar lo que asumimos debe ser —es— una de las vías para continuar improvisando de modo efectivo en el camino siempre imprevisible de la vida.

Y una de las preguntas que antes o después preocupará a cada individuo en este planeta será:

¿Para qué estoy aquí?

El libro que tiene en sus manos plantea algunas respuestas que he tomado como reto proponerle.

Homero es, quizás, el poeta más importante que Grecia ha alumbrado al mundo. El autor de la Ilíada y la Odisea, en sus textos, nos revela el conocimiento de la areté, una noción que, traducida libremente, subsume las más nobles aspiraciones en la expansión de una vida humana y los caminos que nos guían hacia la mayor grandeza que podemos alcanzar en esta vida:

La excelencia, el coraje, la fortaleza, la capacidad de pensar, actuar, hablar y cooperar en nuestro entorno con efectividad para alcanzar nuestros objetivos.

Pero no para lograr cualquiera de esas toscas metas asociadas con el poder, como el prestigio, el dinero o la posición, que nos entretienen corriendo como ratas en la rued­a de la rutina, sino la culminación de un —el— propósito de nuestra existencia aquí:

Vivir acorde al desarrollo máximo posible de nuestro potencial, de lo que somos capaces de conseguir.

Lograr la maestría.

La culminación de un arte.

Alcanzar lo extraordinario.

Requiere un coraje extraordinario revisar aquellas premisas que considerábamos inapelables: nuestras creencias arraigadas, los derechos adquiridos, las trampas del ego, que nos ciegan hasta creer que nos merecemos todo aun sin mover nada. Exige una fortaleza extraordinaria hallar modos diferentes de negociar los obstáculos fuera de los caminos que sigue la masa de individuos desorientados que creen aún que las pistas señalizadas por otros héroes los llevarán a los mismos destinos de gloria.

Al principio de este viaje, llenos de esperanza o quizá de incertidumbre, no tendremos la seguridad de cómo proceder, como aquel que despierta en la noche tanteando a ciegas lo que le rodea en una remota habitación que no acierta a reconocer, pu

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