Capitanes intrépidos

Rudyard Kipling

Fragmento

1

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Por la puerta del fumadero, expuesta al viento, entraba a bocanadas la niebla del Atlántico Norte, en tanto que el gran paquebote seguía navegando, avisando con su sirena a la flota pescadora.

—Este pequeño Cheyne es la peste de a bordo —dijo, cerrando la puerta de un puñetazo, un pasajero vestido con un gabán afelpado y rizoso—. ¡Maldita la falta que hace aquí! ¡Es muy impertinente!

Un alemán de blancos cabellos, alargó la mano para tomar un sándwich, y dijo entre dientes:

—Como este mozalbete hay muchos en América. ¡No le estarían mal unos cuantos azotes!

—¡Bah! En el fondo no es mala persona y más bien es digno de lástima —arguyó un neoyorquino, tendido cuan largo era en los cojines, bajo la claraboya—. Desde que le dejó la nodriza ha ido rodando de hotel en hotel. Esta mañana hablé con su madre, una mujer encantadora, pero que no pretende educarle. El chico va a Europa a completar su educación.

—Educación que aún no ha empezado —observó un filadelfiano acurrucado en un rincón—. Ese muchacho dispone de doscientos dólares al mes y todavía no tiene dieciséis años.

—Por las minas de hierro de su padre, ¿verdad? —puntualizó el alemán.

—Sí; por las minas, por los bosques de cedros y por los buques. Su padre tiene una casa en San Diego y otra en Los Ángeles; posee media docena de ferrocarriles, la mitad de las madereras en la vertiente del Pacífico, y deja que su mujer gaste dinero —repuso el filadelfiano—. Ella pasea de un lado a otro a su hijo y a sus nervios, tratando de inquirir lo que pueda gustarle: Florida, Adirondack, Lakewood, Hot Springs, Nueva York, etcétera. Por el momento, el chico está a la altura de un cazador de segunda clase, pero cuando regrese de Europa será un santo objeto de horror.

—Pero ¿no cuida de él el padre? —preguntó el del gabán.

—El viejo cuida solamente de amontonar escudos; no quiere molestarse en otra cosa. Dentro de algunos años comprenderá su error. Es una lástima porque el chico es de buena pasta y podría sacar buen partido de él.

—¡Azotes! ¡Azotes! —replicó el alemán.

Volvió a abrirse la puerta y entró, esbelto e impetuoso, un jovencito de apenas quince años, con un cigarrillo colgado del labio. Su cara amarilla y arcillosa prevenía poco en su favor, y su mirada era una mezcla de reto y de malicia; vestía un chaquetón de color cereza, pantalón bombacho, medias encarnadas y zapatos de ciclista, ciñendo un casquete de franela encarnada sobre la nuca.

Después de haber silbado entre dientes, mientras atalayaba la reunión, dijo con voz chillona:

—Fuera no se ve ni gota. Se pueden oír las maniobras de los barcos pesqueros en torno a nosotros. ¡Tendría que ver que echáramos a pique alguno!

—¡Cierra la puerta, Harvey! —gritó el neoyorquino—. Ciérrala y quédate fuera. ¡Maldita la falta que haces aquí!

—Es inútil prohibirme que haga lo que me dé la gana —respondió el muchacho con aire resuelto—. ¿Acaso me ha pagado usted el pasaje, mister Martín? Tengo el mismo derecho de estar aquí que cualquiera de ustedes.

Y tomando los dados de un juego de chaquete, se puso a jugar con ellos, pasándolos de la mano derecha a la izquierda.

—Señores —acabó diciendo—, aquí se está muy triste. ¿Qué les parece si organizáramos una partida de póquer?

Como nadie le contestó, echó una bocanada de humo, balanceó las piernas y tamborileó con los dedos sucios sobre la mesa. Enseguida sacó del bolsillo un fajo de billetes de cinco dólares y empezó a contarlos.

—¿Cómo está tu mamá? —le preguntó alguien—. No la he visto en el lunch.

—Supongo que estará en su camarote. Cuando viaja por mar, casi siempre está enferma. Voy a dar a la doncella de a bordo quince dólares para que la cuide bien; porque yo no voy a verla sino cuando se me apura. ¡Todo, menos sentar plaza de enfermero! ¡Caramba! Es la primera vez que viajo por mar.

—Harvey, es en balde que te excuses.

—No me excuso. Es la primera vez que navego y, salvo el primer día, no me he mareado. No, señor.

Se dio en el pecho un golpe triunfante con el puño y continuó contando billetes.

—Eres una máquina de gran precio, con una buena marca de fábrica —bostezó el filadelfiano—. Por poco que pongas de tu parte, llegarás a honrar a tu país.

—Lo sé. Soy americano, y eso basta. Lo demostraré cuando llegue a Europa. ¡Puf! Mi cigarrillo se ha apagado. No quiero fumar la pacotilla que vende el camarero. ¿Tendría alguno de ustedes un verdadero cigarro turco?

En esto apareció el primer maquinista, rojo, sonriente y enteramente mojado.

—Dígame, Mac —le gritó Harvey en tono regocijado—, ¿cómo va eso?

—Como de costumbre —le contestó el otro con gravedad—. Los jóvenes, siempre tan corteses con los mayores, y los mayores siempre dispuestos a estimar esta cortesía.

Una risa apagada salió de uno de los rincones de la sala. El alemán sacó su petaca y dio a Harvey un cigarro negro y destripado.

—Esto es la canela del tabaco, amiguito —le dijo—. Tienes que probarlo y me darás la razón.

Harvey encendió la tagarnina con aire fanfarrón, sintiéndose ascendido a un grado más en la escala social.

—Es preciso algo más para que me maree —dijo ignorando que encendía un terrible Weelingstogie.

—Eso lo veremos —replicó el alemán—. ¿Dónde estamos en este momento, mister Macdonald?

—Aquí, precisamente, o muy cerca, señor Shaefer —repuso el maquinista, señalando un punto en el mapa—. Esta tarde llegaremos al Gran Banco; pero ya estamos entre la flotilla pesquera y vamos camino del Estrecho.

—Te enternece mi cigarro, ¿eh? —preguntó el alemán a Harvey, viéndole con los ojos lagrimeantes.

—¡Es una delicia! —respondió el joven apretando los dientes—. Voy a echar un vistazo afuera, porque parece que andamos más despacio, y preguntaré la causa al timonel.

Harvey salió dando tumbos por el puente, hasta la barandilla más próxima. Se sentía muy desgraciado; pero vio al camarero del puente que amarraba juntas las sillas, y como delante de él se había vanagloriado de no marearse nunca, su orgullo le hizo mantenerse en pie y pasear el puente hasta el salón de segunda clase, que terminaba en lomo de tortuga.

El puente estaba desierto y se arrimó al palo trinquete. Allí no pudo más y se doblegó agónico, porque la tagarnina infernal del vaivén de las olas y la vibración de la hélice parecían arrancarle el alma. Le pareció que la cabeza se le hinchaba, que bailaban chispas delante de él, que su cuerpo disminuía de peso y que sus pies flotaban a merced del viento. Iba perdiendo el conocimiento por efecto del mareo, y un balanceo del barco le levantó sobre la borda y le precipitó en el vacío.

Le despertó el ruido de uno de esos cuernos con que se anuncia la comida; ni más ni menos que en la Escuela de Verano, de la que fuera alumno en Adirondack. Poco a poco fue acordándose de que era Harvey Cheyne, ahogado en pleno océano; pero se sentía incapaz de coordinar dos ideas. A sus narices llegaba un olor nuevo; una especie de humedad viscosa le hacía estremece

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