El amor del capitán Gaviota

Agatha Allen

Fragmento

Creditos

1.ª edición: octubre, 2017

© 2017, Agatha Allen

© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-884-6

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Juan Gaviota había nacido en Ciutadella en 1755, un año antes de que la isla de Menorca pasase de manos de los ingleses a los franceses. Era hijo del pescador Ramón Gaviota, y su madre, Ángela, solía recoger la ropa sucia de los señores para lavarla en las fuentes de Baixamar. Su hermana, Fara, que tenía siete años más que él, había recibido clases de catecismo de Sor María, una monja del convento de las clarisas, que también le había enseñado a bordar, a hacer suspiros y confites y a leer y escribir; pero en no siendo de buena cuna y no habiendo de gozar del privilegio de un matrimonio ventajoso, ayudaba desde pequeña a su madre en las faenas del lavadero. Fara era una niña alegre, muy bonita, y Juan siempre la había tratado con respeto. Tenía una serie de amigas que la dejaban jugar con ellas en el huerto de los Miranda, que era un huerto señorial desde donde se veía el puerto de Ciutadella.

Juan tenía pocos recuerdos de los franceses; sabía que iban muy bien vestidos y que hacían buenas migas con un cura de la parroquia, mosén Galana, que venía a bendecir las empanadas cuando llegaba la Pascua, y a quien siempre traía presentes cuando su padre hacía una buena pesca. También recordaba a Gallarte, que era un letrado francés larguirucho que a veces había venido en la barca a pescar langostas con nasa. Parecía un hombre débil y muy nervioso. Juan le veía gesticular para acompañar sus frases, directamente traducidas del francés en un catalán rudimentario; le veía tocar los hombros de su interlocutor como queriendo suplir con el contacto físico las deficiencias de su vocabulario; a veces se frotaba las manos y mascullaba algo entre dientes, y luego soltaba la carcajada como si se tratara de la cosa más graciosa del mundo. Un tipo curioso, el tal Gallarte.

Izaban las nasas cuando despuntaba el alba. Eran como unos cestos de mimbre en los que la langosta entraba para comerse el cebo y quedaba at

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