Media guerra (El mar Quebrado 3)

Joe Abercrombie

Fragmento

cap-2

LA CAÍDA

—Estamos derrotados —dijo el rey Fynn sin apartar los ojos de su jarra de cerveza.

Skara dejó vagar su mirada por el salón vacío y comprendió que era innegable. El verano anterior, los héroes reunidos casi habían hecho saltar por los aires las vigas del techo con sus sanguinarias bravatas, sus gloriosas canciones y sus promesas de triunfo sobre la escoria que pudiera enviar contra ellos el Alto Rey.

Como sucede a menudo con los hombres, al final habían demostrado ser más feroces hablando que luchando. Después de unos pocos meses ociosos, improductivos y desprovistos de gloria, los guerreros se habían ido escabullendo de uno en uno, dejando atrás solo a unos pocos desafortunados que merodeaban en torno al gran hogar, que ardía en el centro del salón con una llama tan tenue como las esperanzas de Trovenlandia. El Bosque, que había albergado entre sus columnas a una hueste de guerreros, había quedado poblado únicamente de sombras. Atestado solo de decepciones.

Estaban derrotados. Sin librar siquiera una sola batalla.

Por supuesto, la madre Kyre veía las cosas de otro modo.

—Hemos conseguido alcanzar un acuerdo, mi rey —lo corrigió, y dio a la carne de su plato un mordisquito tan pulcro como el de una yegua vieja a un fardo de heno.

—¿Acuerdo? —Skara apuñaló con rabia su propia comida, que estaba sin tocar—. Mi padre entregó la vida defendiendo el cabo de Bail y tú has regalado su llave a la abuela Wexen sin cruzar un solo golpe. ¡Has prometido paso franco por nuestras tierras a los guerreros del Alto Rey! Si eso es un acuerdo, ¿qué aspecto tendría para ti una derrota?

La madre Kyre dirigió la mirada a Skara con su habitual e irritante calma.

—Vuestro abuelo muerto dentro de su túmulo, las mujeres de Yaletoft derramando lágrimas sobre los cadáveres de sus hijos, este salón convertido en cenizas y vos, princesa, con una argolla de esclava y encadenada a la silla del Alto Rey. Ese es el aspecto que tendría para mí una derrota. Por eso digo que hemos conseguido alcanzar un acuerdo.

Despojado de su orgullo, el rey Fynn flaqueaba como una vela sin su mástil. Skara siempre había creído que su abuelo era tan invencible como el Padre Tierra. No soportaba tener que verlo así. O quizá lo que no soportaba era darse cuenta de lo infantil que había sido al tener tanta fe en él.

Observó cómo el rey daba otro sorbo de oscura cerveza, eructaba y dejaba a un lado la jarra dorada para que se la rellenaran.

—¿Qué dices tú, Jenner el Azul?

—En tan majestuosa compañía como la presente, mi rey, lo mínimo posible.

Jenner el Azul era un viejo insolente y taimado, más saqueador que comerciante, con una cara igual de tallada, curtida y agrietada que la de una vieja bestia de proa. Si Skara hubiera estado al mando, no habría permitido ni que pisara los muelles, mucho menos que se sentara a la mesa del rey.

Por supuesto, la madre Kyre veía las cosas de otro modo.

—Un capitán es como un rey, solo que tiene un barco por país. Jenner, la princesa Skara podría beneficiarse de tu experiencia.

Lo que había que oír.

—Un pirata dando lecciones de política —murmuró Skara entre dientes—. Y para colmo, ni siquiera un buen pirata.

—No farfulléis. ¿Cuántas horas me he pasado enseñándoos la forma en que debe hablar una princesa, la forma en que debe hablar una reina? —La madre Kyre alzó el rostro y proyectó su voz hasta las vigas del techo sin el menor esfuerzo—. Si juzgáis que vuestras ideas merecen oírse, pronunciadlas con orgullo, empujadlas hasta el último rincón de la estancia, ¡llenad el salón con vuestras esperanzas y deseos, y contagiadlos a todo el que os oiga! Si os avergüenzan vuestros pensamientos, es mejor guardar silencio. Y las sonrisas no cuestan nada. Jenner, ¿qué decías?

—Bueno... —Jenner el Azul se rascó las pocas canas que le quedaban aún en la cabeza, que sin duda era territorio ignoto para los peines—. La abuela Wexen ha aplastado la rebelión en las Tierras Bajas.

—Con la ayuda de ese perro suyo, Yilling el Radiante, que no adora a más dios que la Muerte. —El abuelo de Skara levantó de nuevo la jarra mientras el esclavo aún la llenaba y manchó la mesa de cerveza—. Dicen que ha colgado cadáveres a lo largo de todo el camino a Casa Skeken.

—Los ojos del Alto Rey ahora miran hacia el norte —siguió diciendo Jenner—. Arde en deseos de doblegar a Uthil y a Grom-gil-Gorm, y Trovenlandia...

—Se interpone en su camino —concluyó la madre Kyre—. No os encorvéis, Skara, es impropio de una princesa.

Skara frunció el ceño pero enderezó un poco la espalda de todos modos, aproximándose a la postura rígida como un palo, de cuello estirado y espantosamente antinatural que tanto gustaba a la clériga. «Sentaos como si tuvierais un cuchillo contra el cuello —le decía siempre—. El papel de una princesa no consiste en estar cómoda.»

—Yo estoy acostumbrado a vivir en libertad y no tengo ningún aprecio por la abuela Wexen, ni por su Diosa Única, ni por sus impuestos y sus normas. —Jenner el Azul se frotó con gesto triste la mandíbula, que tenía un poco torcida—. Pero cuando la Madre Mar agita la tormenta, un capitán hace lo que sea necesario para salvar cuanto pueda. La libertad no sirve de nada a los muertos. El orgullo sirve de bien poco hasta a los vivos.

—Sabias palabras. —La madre Kyre levantó un dedo hacia Skara—. Los vencidos pueden ganar mañana. Los muertos están derrotados para siempre.

—A veces cuesta distinguir a un sabio de un cobarde —restalló Skara.

La clériga apretó los dientes.

—Estoy segura de haberos enseñado modales de sobra como para que insultéis a un invitado. La nobleza no se demuestra con el respeto que se recibe de los superiores, sino con el que se ofrece a los inferiores. Las palabras son armas. Deben manejarse con el debido cuidado.

Jenner desestimó con un leve ademán cualquier insinuación de ofensa.

—La princesa Skara está en lo cierto, de eso no hay duda. He conocido a muchos hombres más valientes que yo de largo. —Sonrió con tristeza, mostrando unos dientes torcidos entre los que había varios huecos—. Y he visto cómo enterraban a la mayoría, uno tras otro.

—La audacia y la longevidad rara vez están bien avenidas —dijo el rey, y apuró de nuevo su jarra.

—Los reyes y la cerveza no hacen mejores migas —replicó Skara.

—No me queda nada más que la cerveza, nieta mía. Mis guerreros me han abandonado. Mis aliados han desertado. Pronunciaron juramentos de día despejado, firmes como robles mientras brillaba la Madre Sol, pero propensos a marchitarse cuando se nubla el cielo.

Aquello no era ningún secreto. Skara había montado guardia a diario en el puerto, ansiosa por ver cuántos barcos enviaría el rey Uthil de Gettlandia, cuántos guerreros acompañarían al afamado Grom-gil-Gorm de Vansterlandia. Un día tras otro mientras brotaban las hojas de las ramas, y luego mientras moteaban el suelo de sombras, y luego mientras perdían vigor y caían marrones al suelo. No habían llegado barcos ni guerreros.

—La lealtad es habitual en los perros pero escasa en los hombres —comentó la madre Kyre—. Un plan que se base en la lealtad es peor que

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