Cuchillo de agua

Paolo Bacigalupi

Fragmento

1

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El sudor contenía historias.

En nada se parecía el sudor de una mujer que se tiraba catorce horas con el espinazo encorvado mientras recogía cebollas en los cultivos, bajo un sol de justicia, al del hombre que le rezaba a la Santa Muerte para que los enemigos de los que huía no tuvieran en nómina a los federales que lo aguardaban en uno de los puestos de control en la frontera con México. El sudor de un niño de diez años tras el cañón de una SIG Sauer era distinto del de la mujer que se arrastraba por el desierto, elevando plegarias a la virgen para que la reserva de agua que buscaba resultara estar exactamente donde indicaba el mapa que le había proporcionado un coyote.

El sudor contenía la historia del cuerpo comprimida en forma de gemas, perlada en la frente, condensada en manchas salobres en las camisas. Conocía todos los detalles que explicaban por qué alguien había acabado en el lugar menos indicado en el momento más inoportuno, y si ese alguien iba a llegar con vida al día siguiente.

A Angel Velasquez, que desde su atalaya en lo alto de la torre de perforación principal de Cypress 1 observaba el fatigoso ascenso de Charles Braxton por Cascade Trail, el sudor que destilaba el ceño de ese abogado en concreto lo que le decía era que algunas personas distaban de ser tan importantes como creían.

Quizá a Braxton le gustara pavonearse por su conjunto de oficinas y desgañitarse con sus secretarias. Quizá estuviera acostumbrado a merodear por los juzgados como un asesino al acecho de nuevas víctimas para su hacha. Pero por mucho garbo que el abogado imprimiera a sus pasos, a la hora de la verdad Catherine Case lo tenía bien agarrado por las pelotas, y cuando Catherine Case te pedía que hicieras algo lo antes posible, no es que corrieras, pendejo, sino que te dabas con los pies en el culo hasta quedarte sin aire con el corazón reventado en el pecho.

Braxton caminaba agachado para esquivar los helechos, trastabillando con las enredaderas que estrangulaban a los banianos, mientras seguía la tortuosa vereda que se elevaba paulatinamente alrededor de la perforadora, todavía caliente. Se abrió paso a empujones entre los grupos de turistas que posaban para autorretratarse frente al telón de fondo que formaban las cataratas entrelazadas y los jardines colgantes que se desparramaban por los distintos niveles de la arcología. Aun con el rostro congestionado y resoplando sin resuello, estaba decidido a seguir adelante. No dejaban de adelantarlo deportistas uniformados de pantalón corto y vientres al descubierto bajo camisetas ceñidas al cuerpo, con la música de sus auriculares y el martilleo acompasado de sus robustos corazones retumbando en los oídos.

Se podían aprender muchas cosas del sudor de una persona.

El de Braxton anunciaba a gritos que aún tenía miedo. Y, para Angel, eso significaba que todavía podían fiarse de él.

Braxton divisó a Angel en lo alto del puente arqueado que cruzaba la amplia extensión de la torre de perforación principal. Agitó una mano, cansado, para indicarle que descendiera y se reuniese con él. Angel le devolvió el gesto sin moverse de su posición, con una sonrisa, haciendo como si no lo hubiera entendido.

—¡Baja aquí! —lo llamó Braxton.

Angel se limitó a saludar otra vez con la mano, sin perder la sonrisa.

El abogado se dio por vencido y, con los hombros hundidos, se dispuso a lanzar el último asalto sobre la atalaya de Angel.

Este se apoyó en la barandilla, disfrutando de las vistas. La luz del sol que se filtraba sobre su cabeza jaspeaba el bambú y los tamarindos, se reflejaba en el plumaje de las aves tropicales y proyectaba destellos sobre los frondosos estanques de koi como si alguien los estuviera apuntando con un espejo de bolso.

Muy lejos, a sus pies, las personas se veían más pequeñas que hormigas. No se distinguía ninguna persona, en realidad, sino tan solo las siluetas de los turistas, los residentes y los empleados del casino, como en las maquetas de los biotectos que se había encargado de desarrollar Cypress 1: figuritas humanoides a escala que se tomaban a pequeños sorbos sus cafés con leche a escala en las terrazas de los locales a escala. Niños a escala que perseguían mariposas por los senderos agrestes mientras los jugadores a escala duplicaban o dividían sus cartas en las mesas de blackjack a escala de las grutas subterráneas de los casinos.

Braxton llegó al puente arrastrando los pies.

—¿Por qué no has bajado? —jadeó, sin aliento—. Te pedí que bajaras. —Soltó el maletín en las tablas del suelo, derrengado, y se arrumbó contra el pasamanos.

—¿Qué me has traído? —preguntó Angel.

—Papeles —resolló Braxton—. Carver City. El juez acaba de dictar sentencia. —Señaló la valija con un gesto exhausto—. Los machacamos.

—¿Y?

Braxton intentó decir algo más, pero no le salieron las palabras. Tenía las facciones hinchadas y congestionadas. Angel se preguntó si no estaría a punto de sufrir un infarto, primero, y acto seguido se entretuvo sopesando hasta qué punto le importaría que lo sufriera.

Angel y Braxton se habían conocido en el bufete del abogado, sito en la sede de la Autoridad Acuífera del Sur de Nevada. El hombre disfrutaba de toda una pared de cristal con vistas a Carson Creek, el río para la pesca con mosca de Cypress 1, donde el caudal se precipitaba de forma escalonada por los distintos niveles de la instalación arcológica antes de que un nuevo ciclo de depuración lo bombeara de regreso a lo alto del sistema. Un gigantesco y caro mirador desde el que contemplar las truchas arcoíris y la infraestructura acuática, así como un recordatorio inmejorable de por qué era Braxton el que representaba a la AASN en los tribunales.

Braxton se había dedicado a mangonear a sus tres asistentes (todas ellas, casualidades de la vida, esbeltas muchachitas reclutadas directamente en la facultad de Derecho con la promesa de obtener el permiso de residencia que les permitiría convertir Cypress en su domicilio permanente) mientras hablaba con Angel casi sin prestarle atención. Solo era otro de los pit bulls de Catherine Case, nada más, tolerable siempre y cuando Angel continuara dejando un rastro de chuchos más grandes muertos a su paso.

Angel, por su parte, se había pasado la reunión intentando dilucidar cómo era posible que alguien como Braxton estuviese tan gordo. Sus dimensiones solían estar fuera del alcance de la gente fuera de Cypress. En toda su vida anterior Angel no se había tropezado jamás con un ser como Braxton, quien le fascinaba y a quien admiraba con su carnosa fachada, propia de alguien que se sentía seguro.

Si el fin del mundo llegaba a producirse tal como predecía Catherine Case, Angel pensó que Braxton daría para llenarse bien la barriga. Lo cual hizo que le resultara un poquito más fácil perdonarle la vida cuando el pendejo de la Ivy League arrugó la nariz al reparar en los tatuajes pandilleros y en la cicatriz de cuchillo que surcaba el rostro y la garganta de su interlocutor.

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