Hermanas de la tierra

Rani Manicka

Fragmento

NUTAN

NUTAN

El alba despuntaba sobre las colinas cuando abrí las minúsculas puertas de madera de nuestro altar ancestral. En el interior coloqué unos fruteros con hojas de coco, flores y dulces. Entre los árboles, los arbustos y la vegetación, todo estaba en silencio. Encendí unas barritas de incienso. Cerré los ojos en aquel lugar fresco y fragante y uní las palmas de mis manos… el mundo desapareció. Habría podido permanecer así durante una hora de no ser porque de pronto oí unas risas infantiles del otro lado de los muros del jardín. Durante un instante, ella resplandeció en aquel sonido. Desperté.

No era ella. Por supuesto que no.

Permanecí inmóvil, mirándome las manos cruzadas. Tenía los nudillos blancos. No podía ser ella… pero allí estaba yo, aferrándome a la tierra endurecida, trepando por el muro, buscando instintivamente los familiares huecos para apoyar los pies entre la piedra irregular. Las vi desde lo alto del muro. Eran dos niñitas; no tendrían más de cuatro o cinco años, y estaban deslumbrantes con sus vestidos de baile y los grandes gorros de pan de oro finamente trabajados que se balanceaban y resplandecían bajo el sol de la mañana. Al pasar ante la verja de entrada a nuestra casa sus pies desnudos pisaron las cáscaras de las bayas que las ardillas habían dejado caer por la noche. Luego volvieron la esquina y desaparecieron.

Me aupé al borde del muro y me senté, sin pensar, acariciando con los dedos el musgo aterciopelado que tapizaba las piedras, con los ojos puestos en unas minúsculas criaturas que se escabulleron por una grieta del muro, y de pronto el pasado regresó. Inocente, no derrotado aún por el día en que me desplomé sobre el sucio suelo de un piso miserable de Londres y morí, rodeada de extranjeros indiferentes.

Miré ese pasado, hechizada. Un pasado completamente ajeno a cualquier sentimiento de pérdida. Éramos tan extraordinarias… Un sol fundido se estaba poniendo, y mi hermana y yo bailábamos al compás del instrumento de cuerda de madre, el sape. Con su deforme pierna derecha bajo los glúteos y la otra doblada contra su cuerpo esbelto, Ibu, nuestra madre, tenía una belleza que se le negaba durante el día, cuando tenía que permanecer de pie y caminar.

También vi a padre, con su pelo largo y todavía negro, sujeto en el moñete de cura, en cuclillas junto a una hilera de jaulas con forma de campana. Con todo el cariño del mundo, alimentaba con grano a sus gallos de pelea. Era titiritero, y un hábil ventrílocuo. En realidad tenía cierto renombre. Sus espectáculos estaban tan solicitados que con frecuencia se ausentaba durante largas temporadas para viajar de pueblo en pueblo y actuar con sus aproximadamente doscientas marionetas de cuero. En aquel entonces yo estaba muy orgullosa de él. Sin embargo, en la burbuja centelleante, a quien vi con mayor claridad fue a Nenek, la abuela. Estaba sentada en los escalones de su pabellón. Sus insondables ojos negros medio apagados y sin embargo atentos observaban a través del humo gris y lechoso que se desprendía de sus cigarrillos de clavo.

Ah, el pasado, ese cuento de hadas encantado e inofensivo…

Algunas lágrimas cayeron sobre mis brazos. Las toqué. Lágrimas que brotaban de un pozo de pesar. Si pudiera tocar el pasado. Cogerlo. Lo había destrozado innecesariamente. Qué inconsciente. Qué grande había sido mi descuido. Y ahora mira lo que queda del ayer.

El sol se había levantado sobre las colinas. Una rana verde y gris brincó entre unos plátanos, y yo bajé del muro de un salto, inquieta. Sí, te lo contaré todo, pero no ahora. No en este jardín de coloridas flores y árboles que se inclinan bajo el peso de racimos de fruta madura. Se me acusaría de mirar hacia el pasado con sentimentalismo. No, debo contar mi historia en el templo de los muertos. Allí se me perdonará; la transitoriedad se da por supuesta. No está lejos, y es un lugar maravilloso donde el tiempo deja de existir. Sus verjas tienen intrincados grabados, y están guardadas día y noche por gigantescas figuras de piedra volcánica.

Pero espera, si te lo cuento todo, si no me dejo nada y tus viajes te traen algún día a mi isla paradisíaca, ¿me prometes que si ves mi figura triste, con mi sarong, no pronunciarás nunca mi nombre? Porque tu mirada de reconocimiento me haría daño, como un excremento en una flor, haría que se levantara el dedo acusador y la vergüenza, oh, Dios, tanta vergüenza… ¡Cómo hablaría la gente!

Porque, verás, en el paraíso, un nombre caído en desgracia tiembla sin remedio. Hay que hacer lo imposible para defender una reputación. Por supuesto, a estas alturas a mí ya no me preocupa demasiado, pero tengo que pensar en los demás miembros de la familia, tengo que protegerlos.

Ven; cuando dejemos atrás el mercadillo del centro del pueblo lo verás.

Ya hemos llegado. Mira. ¿No te había dicho qué maravillosa es la entrada del templo? Quítate los zapatos. Incluso a esta hora, las losas del suelo ya estarán tibias. Un perro nunca pondría los pies aquí, pero los gatos van y vienen como si estuvieran en su casa. Cuando éramos pequeñas veníamos a menudo, atraídas por su misterioso silencio. Mortales entre los dioses. Calladas, a causa de cierta ansiedad, recorríamos de puntillas pasillos bordeados por estatuas de tamaño natural de demonios con miradas grotescas y lascivas, con unas lenguas que les llegaban al ombligo. En cambio, ahora que soy mayor, se aparecen en mi mente como seres benignos, sonrientes y genuinos. La mortalidad es un juego.

Ven. Nos sentaremos aquí, que da el sol; así, cuando la desilusión resulte demasiado dolorosa, nuestros ojos podrán descansar en el esplendor del árbol de fuego en flor que hay allí. Acércate y coge mi mano, pero no olvides tu promesa.

Nací hace veinticuatro años en este remoto pueblecito. Los balineses creen que cada niño es un regalo de los cielos, y a mi hermana y a mí se nos consideró el regalo más preciado de todos. Gemelas idénticas. Nos idolatraban de tal manera que durante nuestros primeros meses de vida estuvimos permanentemente en contacto físico con Nenek o con Ibu, para que nuestros cuerpos no tocaran la tierra impura. Después, se hizo todo lo posible para que despertáramos a un mundo maravilloso.

Mi hermana y yo nos criamos recibiendo constantes besos en el pelo y con el nutritivo calostro de las vacas cuajado en una sartén con caramelo. Bebíamos limonada hecha con agua de lluvia y con limas que Nenek había trabajado con sus anchos pies para suavizar y realzar el sabor. Y, puesto que también tenemos la creencia de que la conexión de un niño con su cuerpo y con este mundo material es algo muy frágil, no hubo ni una sola ocasión en que se nos golpeara o tan siquiera se nos reprendiera.

¿Por qué entonces en esa época de deleite despertaba de sueños confusos y me encontraba ante una realidad que solo existía en la risa malvada de los animales nocturnos y en el sonido de las raíces de los árboles que se estiran para llegar al agua? Con un rumor ridículo e insistente que iba de una habitación a otra… «S

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