El secreto maya (Las aventuras de Fargo 5)

Clive Cussler
Thomas Perry

Fragmento

cap-1

1

Rabinal, Guatemala, 1537

Después de medianoche fray Bartolomé de las Casas seguía en su estudio alumbrado con velas en la misión maya de Rabinal. Antes de acostarse tenía que escribir la entrega diaria de su informe para el obispo Marroquín. Convencer a la jerarquía eclesiástica del éxito de las misiones dominicas en Guatemala solo sería posible si el trabajo estaba bien documentado. Se quitó la túnica negra y la colgó de un perchero junto a la puerta. Se quedó un momento escuchando los sonidos nocturnos: el suave arrullo de los pájaros y el chirrido de los insectos en medio del silencio.

Se acercó al armario de madera de la pared, lo abrió y sacó el preciado libro. Kukulcán, un hombre de linaje real famoso por sus grandes conocimientos, había llevado a fray Bartolomé ese y otros dos libros para que los examinara. De las Casas dejó el libro sobre la mesa. Había estado estudiándolo durante meses, y el trabajo de esa noche iba a ser importante. Colocó una hoja de pergamino sobre la mesa y abrió el maravilloso libro.

La página en cuestión se dividía en varias partes. Había unos dibujos de seis criaturas fantásticas de aspecto humano que suponía eran deidades, sentadas y mirando a la izquierda, y seis columnas verticales con complejos símbolos escritos debajo, que según le había dicho Kukulcán era la escritura maya. Las páginas eran de un blanco inmaculado, y los dibujos estaban hechos en color rojo, verde y amarillo, con algún que otro toque de azul. La escritura era negra. Fray De las Casas sacó punta a su pluma para hacerla lo más fina posible, dividió la hoja en seis columnas verticales y empezó a copiar los símbolos. Era una tarea difícil y laboriosa, pero la consideraba parte de su trabajo. Era tan consustancial a su vocación dominica como su ropa: el hábito blanco que representaba la pureza y la túnica negra de encima que representaba la penitencia. No tenía ni idea de lo que significaban los símbolos ni los nombres de las deidades míticas, pero sabía que las imágenes contenían unos profundos conocimientos que la Iglesia necesitaría para entender a sus nuevos conversos.

Para De las Casas, ocuparse de la delicada y paciente conversión de los indios mayas era un deber personal, una penitencia. Bartolomé de las Casas no había ido al Nuevo Mundo en son de paz. Había ido armado con una espada. En 1502 había zarpado de España a La Española con el gobernador Nicolás de Ovando y había aceptado una encomienda, una tierra conquistada, y el derecho a esclavizar a todos los indios que hallase en ella. En 1513, después de una década de crueldad por parte de los conquistadores, y tras haber sido ordenado sacerdote, participó en la conquista de los indios de Cuba, al mismo tiempo que aceptaba otra concesión real de tierra e indios como parte del botín. Al pensar ahora en su juventud le mortificaban la vergüenza y los remordimientos.

Cuando por fin reconoció que había incurrido en un grave pecado, inició su programa personal de arrepentimiento y reforma. De las Casas siempre recordaría el día de 1514 en que había dado la cara y había denunciado sus acciones pasadas y había devuelto sus esclavos indios al gobernador. Recordar aquel día era como tocar la cicatriz de una vieja quemadura. Después había regresado a España para reclamar a los poderosos la protección de los indios. De eso hacía veintitrés años, y desde entonces trabajaba sin descanso, dedicando sus escritos y sus esfuerzos a compensar las injusticias que había cometido y tolerado.

Trabajó varias horas hasta que hubo terminado la página. Colocó la copia en el fondo de una caja de sermones con el resto de las páginas que ya había copiado. La llama de la vela parpadeó mientras el fraile se movía por la pequeña estancia. Dispuso otra hoja en blanco sobre la mesa, esperó a que la vela se quedase quieta y volviese a desprender una llama amarilla continua, y acto seguido emprendió la siguiente tarea. Mojó la pluma en el tintero y empezó por la fecha: 23 de febrero de 1537. Entonces detuvo la pluma, suspendida sobre el papel.

Oyó unos sonidos que le resultaban familiares y lo enfadaron en el acto. Oyó pies de soldados que marchaban en un pelotón, botas que pisaban la tierra mojada, espuelas que hacían ruido metálico y empuñaduras de espadas que tintineaban al chocar contra el acero de la parte inferior de las corazas.

—No —murmuró—. Otra vez, no, Señor. Aquí, no.

Era una violación, una felonía. El gobernador Maldonado había roto su promesa. Si los frailes dominicos conseguían apaciguar y convertir a los indígenas, no habría colonizadores que vinieran a reclamar sus encomiendas... y, por encima de todo, no habría soldados. Los soldados que no habían podido conquistar a los indios de aquellas regiones luchando contra ellos no debían llegar y esclavizarlos ahora que los frailes habían entablado amistad con ellos.

De las Casas se puso la túnica negra, abrió la puerta de golpe y echó a correr por la larga galería, taconeando con sus sandalias de piel sobre el enladrillado. Vio la tropa de soldados de caballería españoles, armados para la batalla con espadas y lanzas, con sus corazas y morriones de acero de Toledo relucientes a la luz de la hoguera que estaban haciendo en la plaza de enfrente de la iglesia.

De las Casas corrió hacia ellos agitando los brazos y gritando:

—¿Qué estáis haciendo? ¿Cómo osáis encender fuego en medio de la plaza de la misión? ¡Los tejados de estos edificios son de paja!

Los soldados lo vieron y lo oyeron, y dos o tres se inclinaron educadamente ante él, pero eran guerreros profesionales, conquistadores, y sabían que discutir con el jefe de una misión dominica no les iba a granjear más riqueza ni más poder.

Cuando el fraile arremetió contra ellos, se apartaron o retrocedieron un paso, pero no se enfrentaron a él.

—¿Dónde está vuestro comandante? —preguntó—. Soy el padre Bartolomé de las Casas. —Casi nunca empleaba su título sacerdotal, pero después de todo era un sacerdote, el primero ordenado en el Nuevo Mundo—. Exijo ver a vuestro comandante.

La pareja más cercana se volvió en dirección a un hombre alto de barba morena. De las Casas se fijó en que la armadura de ese hombre era un poco más elaborada que la de los otros hombres. Tenía filigranas grabadas en la superficie, con incrustaciones de oro.

Cuando De las Casas se acercó, el hombre gritó: «En filas», y sus hombres formaron cuatro filas de cara a él. De las Casas se situó entre él y los soldados.

—¿Qué hacen sus soldados irrumpiendo en una misión dominica en plena noche? ¿Qué pintan aquí?

El hombre lo miró con aire cansado.

—Tenemos un trabajo que hacer, fraile. Quéjese al gobernador.

—Él me prometió que nunca vendrían soldados.

—Eso sería antes de que se enterase de lo de los libros del diablo.

—El diablo no tiene nada que ver con los libros, idiota. No tienen derecho a estar aquí.

—Pero aquí estamos. En esta misión se han visto libros paganos, y se ha dado parte a fray Toribio de Benavente, quien ha pedido ayuda al gobernador.

—¿Benavente? Él no tiene autoridad sobre nosotros. Ni siquiera es dominico. Es un franciscano.

—Las disputas internas son asunto suyo. El mío es encontrar y destruir los li

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