Vixen 03 (Dirk Pitt 4)

Clive Cussler

Fragmento

I VIXEN 03

1

Colorado ptiembre de 1988

Dirk Pitt se desperezó, emitió un profundo y largo bostezo y cobró conciencia de lo que lo rodeaba. Había llegado al oscurecer a la cabaña en la montaña, y las llamas del fuego encendido en el gran hogar de piedra, y la luz que provenía de las lámparas de queroseno de olor acre no le habían permitido obtener una imagen muy favorable del interior, con sus superficies de pino rugoso.

Fijó los ojos en un viejo reloj Seth Thomas colgado de una pared. La noche anterior había dado cuerda al reloj, y lo había ajustado; le pareció que era lo que correspondía hacer. Después miró la maciza cabeza cubierta de telarañas de un ciervo, que lo miraba con ojos vidriosos y polvorientos. Un poco más lejos se abría una amplia ventana que ofrecía una impresionante imagen de la irregular cadena montañosa de Sawatch, en las profundidades de las Rocosas de Colorado.

Cuando al fin el sueño se disipó del todo, Pitt debió afrontar su primera decisión del día: permitir que sus ojos se regodearan con la grandiosidad del paisaje, o deleitarse con el cuerpo de suaves contornos de la representante por Colorado, la señorita Loren Smith, que estaba sentada, desnuda, sobre una alfombra de retazos, consagrada a sus ejercicios de yoga.

Por supuesto, Pitt optó por la representante Smith.

Ella estaba sentada, con las piernas cruzadas, en la postura del loto, inclinándose hacia atrás y apoyando en la alfombra los codos y la cabeza. Pitt llegó a la conclusión de que los tensos montículos sobre el pecho bien podían avergonzar a las cumbres de granito del Sawatch.

—¿Cómo llamas a esa contorsión indigna de una dama? —preguntó.

—El Pez —replicó ella, sin moverse—. El propósito de este ejercicio es endurecer los pechos.

—Desde un punto de vista masculino —dijo Pitt con expresión burlonamente pomposa—, no apruebo los pechos duros como piedra.

—¿Los prefieres caídos y flojos? —Los ojos violeta de la joven se desviaron hacia Pitt.

—Bien… no precisamente. Pero quizá un poco de silicona aquí y allá…

—Ese es el problema con la mentalidad masculina —replicó ella, mientras se sentaba y se echaba hacia atrás los largos cabellos color canela—. Los hombres creen que todas las mujeres deberían tener pechos grandes como globos, como esos insípidos ejemplares que aparecen en las páginas centrales de algunas revistas.

—Ojalá así fuera.

Ella lo miró con severidad.
—Pues lo siento. Tendrás que arreglártelas con los míos, que son talla pequeña. Es lo único que tengo.

Él extendió la mano, rodeó el torso de la joven con un brazo musculoso, y la arrastró, parte sobre la cama y parte fuera de ella.

—Colosales o pequeños —se inclinó y besó tiernamente cada uno de los pezones— que ninguna mujer acuse de discriminación a Dirk Pitt.

Ella se incorporó y le mordió la oreja.
—Cuatro días juntos y solos. Ni llamadas telefónicas, ni reuniones, ni cócteles, ni ayudantes que me apremien. Me parece increíble. —Su mano se deslizó bajo las mantas y acarició el vientre del hombre—. ¿Qué te parece un poco de deporte antes del desayuno?

—Ah, la palabra mágica.

Ella esbozó una sonrisa perversa.
—¿Cuál? ¿Deporte o desayuno?
—Pienso en lo que dijiste antes, cuando hacías yoga. —Pitt saltó de la cama y empujó a Loren; ella cayó hacia atrás y sus caderas esculturales golpearon la cama—. ¿Cuál es el lago más próximo?

—¿Lago?
—Por supuesto. —Pitt rió al ver la expresión confusa de Loren—. Donde hay un lago, hay peces. No podemos perder todo el día en la cama cuando una hermosa trucha está esperando que le ofrezcamos la carnada.

Ella inclinó la cabeza, dubitativa, y lo miró. Él estaba de pie, con su metro ochenta y cinco de altura, el cuerpo esbelto bien bronceado, excepto la faja blanca alrededor de las caderas. Los largos cabellos negros enmarcaban un rostro que parecía exhibir una permanente expresión de severidad, pero que al mismo tiempo era capaz de distenderse en una sonrisa que podía transmitir un sentimiento profundo. Pero ahora él no sonreía. Sin embargo, Loren conocía bien a Pitt, y podía leer el regocijo en las arrugas alrededor de sus ojos increíblemente verdes.

—Macho grande y engreído —le dijo—. Estás burlándote de mí.

Loren se incorporó bruscamente, con la cabeza golpeó a Pitt en el estómago y lo arrojó sobre la cama. Pero ella no se engañó ni un instante con su presunta fuerza. Si Pitt no hubiese relajado el cuerpo y aceptado el golpe, ella habría rebotado como una pelota.

Antes de que Pitt pudiese protestar, Loren se puso a horcajadas sobre él y sus manos le oprimieron los hombros. Él se puso tenso, colocó las manos alrededor de la cintura de Loren y pellizcó su cadera blanda y suave. Ella sintió la erección bajo su cuerpo, y el calor del hombre pareció irradiar a través de la piel femenina.

—Conque pescar —dijo ella con voz ronca—. La única caña que tú sabes manejar no tiene hilo.

Desayunaron a mediodía. Pitt se duchó y vistió, y regresó a la cocina. Loren estaba inclinada sobre el fregadero, frotando vigorosamente una sartén ennegrecida. Tenía puesto solo un delantal. Él permaneció de pie en el umbral, mirando el balanceo de sus pechos pequeños, y abotonándose lentamente la camisa.

—Me gustaría saber qué dirían tus electores si pudiesen verte ahora —dijo él.

—Al demonio con mis electores —respondió Loren, con una mueca perversa—. Mi vida privada no les concierne.

—Al demonio con mis electores —repitió solemne Pitt, y realizó unos trazos en el aire como si estuviera escribiendo—. Otra faceta de la vida escandalosa de la pequeña Loren Smith, representante de Colorado, uno de los estados agobiados por el pecado y la corrupción.

—Eso no me parece divertido. —Loren se volvió y lo amenazó con la sartén—. En mi estado no se hacen negocios turbios, y yo soy la última persona del Congreso a quien podría acusarse de aceptar sobornos.

—Ah… pero tus excesos sexuales. Piensa en lo que los periodistas podrían decir de eso. Yo mismo podría denunciarte y escribir un bestseller.

—Mientras no mantenga a mis amantes con dinero oficial, o los agasaje con mi cuenta de gastos del Congreso, nadie puede decir una palabra.

—¿Y qué dices de mí?
—Pagaste la mitad de las provisiones, ¿recuerdas? —Loren secó la sartén y la depositó en el armario.

—¿Cómo puedo vivir de las mujeres —dijo Pitt con tristeza—, si tengo por amante a una egoísta?

Ella le rodeó el cuello con los brazos y le besó el mentón. —La próxima vez que conozcas a una mujer en un cóctel en Washington, sugiero que pidas el estado de su cuenta.

«Santo Dios —recordó Loren—, esa terrible reunión organizada por el secretario de Recursos Naturales.» Loren odiaba la vida social de Washington. A menos que se celebrara una reunión que afectase los intereses de Colorado, o que se relacionara con sus propias tareas, ella solía volver a casa después del trabajo, para atender a un gato llamado Ichabod y sentarse frente al televisor.

De pie, a la luz parpadeante de las antorchas distribuidas por el jardín, había atraído magnéticamente hacia su persona los ojos de Loren. Ella lo miró descaradamente, mientras sostenía una conversación política con otro miembro del Partido Independiente, el señor Morton Shaw, de Florida. Loren sintió que el pulso se le aceleraba. Eso ocurría rara vez, y ella se preguntó por qué ahora. No era apuesto, por lo menos al estilo de Paul New

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