Un elefante bajo el parasol blanco

Elena Álvarez

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando recuperé la capacidad de raciocinio y miré a mi alrededor, lo primero que advertí fue el chorro de sangre; muy rojo, corría desde la nuca de Sukenori, superpuesto a los lamparones de sudor de la camisa.

Alguien gritaba y yo me uní.

Del morro del auto, extrañamente incrustado en el tronco del árbol, brotaba una columna de humo. Como un cigarro gigante.

Tosí y algo entre mis costillas protestó.

Miré a Sukenori de nuevo; quizá esperaba que se levantara y chasqueara la lengua, como cuando lo había hecho parar el coche. Pero la montura de las gafas se le había enredado y el alambre dorado le hilvanaba la carne bordándola con cristales.

Y, de pronto, había salido del vehículo —¿me habían sacado?— y corría carretera abajo, sin haber comprobado siquiera si aquel pobre hombre cubierto de sangre seguía respirando. Quise volver, pero por alguna razón seguí corriendo, sin mirar atrás, sin parar a cambiarme de zapatos, con las náuseas de nuevo reclamándome; no era capaz de detenerme.

Una alfombra de mangos, amarillos y maduros, me perseguía.

Me di cuenta de que algo —una mano, una mano firme— me guiaba justo por el límite entre la carretera y la tierra, al abrigo de los recortes de sombra. Y me dejé llevar por aquella mano que estaba unida a un brazo y a toda una persona, que de cuando en cuando se giraba y me miraba con unos ojos que yo conocía —¿de qué?— y seguía tirando de mí.

Parte 1: Mademoiselle

PARTE 1:

Mademoiselle

1940

Capítulo 1

1

Descubrí que Kun hablaba francés cuando, una mañana, interrumpió mi silenciosa discusión con las palmeras del jardín. Echaba terriblemente de menos a Nounou desde que se había vuelto a la aldea, pero no recordaba haber cruzado con su nieto más de diez palabras en todos los años que él llevaba trabajando en Villa Noël.

—Monsieur la espera en el estudio, mademoiselle —dijo.

Por un breve instante creí leer, en la casi borrosa línea de sus cejas, que lo que me aguardaba era la confirmación de que papá lo había descubierto todo, que tendría que esconderme en alguno de sus almacenes en Hanói durante meses hasta que hubiera pasado mi vergüenza. Que no podría volver a mirarlo a la cara.

Sin embargo, Kun esperaba sin decir palabra y, cuando me levanté de la butaca, la falda de lino me acarició las rodillas y me recordó que era imposible que papá supiera nada; aún no, porque era demasiado pronto y habíamos tenido cuidado, y nadie se habría enterado nunca de no haber sido por…

—Voy enseguida —respondí por fin. Con un carraspeo suave corté esa semilla de pánico que me trepaba desde el estómago cada vez que dejaba que la mente se me perdiera por caminos que no me convenía recorrer.

Kun me siguió por el pasillo mientras yo me convencía de que papá solo querría que leyéramos juntos la última carta de Jacques, de que no tenía que preocuparme antes de tiempo y de que la humedad que notaba en las axilas era debida exclusivamente al calor del mediodía.

Pero papá no tenía carta alguna cuando me besó la mejilla junto a la puerta del estudio. Me condujo frente a un hombre que esperaba dentro, con un coñac en la mano y la mirada serena tras unas gafas de cristales redondos.

—Querida Anne-Frédérique, déjame que te presente a uno de mis más estimados socios: monsieur Tokihiko Sukenori, del Gran Imperio del Japón.

En aquel momento, me permití tomar un poco de aire. Así que era eso: papá probablemente quería entretener a su nuevo amigo, hacer que se sintiera cómodo lejos de casa y bañarlo en atenciones para, a la hora de firmar cualquiera que fuera el contrato que tenían entre manos, obtener todas las ventajas posibles. No era la primera vez que me pedía que acompañara a sus invitados, aunque me habría gustado que me hubiera avisado antes para preparar una sonrisa más auténtica que la burda mueca que debí de dedicarle cuando le extendí la mano para que la besara.

—Encantada de conocerlo, monsieur Sukenori. Espero que su estancia en Indochina esté resultándole satisfactoria.

Una media sonrisa dejó entrever sus dientes blanquísimos mientras papá me servía otro vaso de licor.

—No tanto como me gustaría, mademoiselle Noël, aunque dados los tiempos que corren debo admitir que podría ser mucho peor. —Su francés era impecable. Me pregunté si habría empleado tiempo en perfeccionar su acento para ganarse a papá y al resto de los terratenientes de Indochina.

—¿Es usted soldado?

—Oh, no. Lamentablemente carezco de habilidad para las armas.

—¡No es así con los negocios, por fortuna!

Con un amplio gesto, papá nos indicó que tomáramos asiento en la zona más fresca del estudio, junto a las ventanas abiertas de par en par. De más allá del jardín llegaban algo amortiguados los ruidos de la calle. Aferrándome con fuerza al vaso de cristal reprimí un súbito impulso de echar a correr y no parar hasta llegar al río. Quizá bajo el agua consiguiera librarme de este vértigo que me asaltaba, pese a tener los zapatos bien clavados en el suelo de madera.

—Por suerte —concedió Sukenori, y alzó su vaso antes de dar un trago. Supuse que debía imitarlo, pero la simple idea del alcohol entrando en mi cuerpo hizo que se me enredaran las tripas.

Tragué saliva y dejé que el vaso descansara, intacto, en mi regazo.

—Y, dígame, monsieur Sukenori, ¿piensa prolongar mucho su viaje?

Su sonrisa se amplió, y lo que hasta ese momento me había parecido tan solo un gesto de sencilla cordialidad se me antojó de pronto calculador, medido a la perfección para hacerm

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