Prólogo
Cuando recuperé la capacidad de raciocinio y miré a mi alrededor, lo primero que advertí fue el chorro de sangre; muy rojo, corría desde la nuca de Sukenori, superpuesto a los lamparones de sudor de la camisa.
Alguien gritaba y yo me uní.
Del morro del auto, extrañamente incrustado en el tronco del árbol, brotaba una columna de humo. Como un cigarro gigante.
Tosí y algo entre mis costillas protestó.
Miré a Sukenori de nuevo; quizá esperaba que se levantara y chasqueara la lengua, como cuando lo había hecho parar el coche. Pero la montura de las gafas se le había enredado y el alambre dorado le hilvanaba la carne bordándola con cristales.
Y, de pronto, había salido del vehículo —¿me habían sacado?— y corría carretera abajo, sin haber comprobado siquiera si aquel pobre hombre cubierto de sangre seguía respirando. Quise volver, pero por alguna razón seguí corriendo, sin mirar atrás, sin parar a cambiarme de zapatos, con las náuseas de nuevo reclamándome; no era capaz de detenerme.
Una alfombra de mangos, amarillos y maduros, me perseguía.
Me di cuenta de que algo —una mano, una mano firme— me guiaba justo por el límite entre la carretera y la tierra, al abrigo de los recortes de sombra. Y me dejé llevar por aquella mano que estaba unida a un brazo y a toda una persona, que de cuando en cuando se giraba y me miraba con unos ojos que yo conocía —¿de qué?— y seguía tirando de mí.
PARTE 1:
Mademoiselle
1940
1
Descubrí que Kun hablaba francés cuando, una mañana, interrumpió mi silenciosa discusión con las palmeras del jardín. Echaba terriblemente de menos a Nounou desde que se había vuelto a la aldea, pero no recordaba haber cruzado con su nieto más de diez palabras en todos los años que él llevaba trabajando en Villa Noël.
—Monsieur la espera en el estudio, mademoiselle —dijo.
Por un breve instante creí leer, en la casi borrosa línea de sus cejas, que lo que me aguardaba era la confirmación de que papá lo había descubierto todo, que tendría que esconderme en alguno de sus almacenes en Hanói durante meses hasta que hubiera pasado mi vergüenza. Que no podría volver a mirarlo a la cara.
Sin embargo, Kun esperaba sin decir palabra y, cuando me levanté de la butaca, la falda de lino me acarició las rodillas y me recordó que era imposible que papá supiera nada; aún no, porque era demasiado pronto y habíamos tenido cuidado, y nadie se habría enterado nunca de no haber sido por…
—Voy enseguida —respondí por fin. Con un carraspeo suave corté esa semilla de pánico que me trepaba desde el estómago cada vez que dejaba que la mente se me perdiera por caminos que no me convenía recorrer.
Kun me siguió por el pasillo mientras yo me convencía de que papá solo querría que leyéramos juntos la última carta de Jacques, de que no tenía que preocuparme antes de tiempo y de que la humedad que notaba en las axilas era debida exclusivamente al calor del mediodía.
Pero papá no tenía carta alguna cuando me besó la mejilla junto a la puerta del estudio. Me condujo frente a un hombre que esperaba dentro, con un coñac en la mano y la mirada serena tras unas gafas de cristales redondos.
—Querida Anne-Frédérique, déjame que te presente a uno de mis más estimados socios: monsieur Tokihiko Sukenori, del Gran Imperio del Japón.
En aquel momento, me permití tomar un poco de aire. Así que era eso: papá probablemente quería entretener a su nuevo amigo, hacer que se sintiera cómodo lejos de casa y bañarlo en atenciones para, a la hora de firmar cualquiera que fuera el contrato que tenían entre manos, obtener todas las ventajas posibles. No era la primera vez que me pedía que acompañara a sus invitados, aunque me habría gustado que me hubiera avisado antes para preparar una sonrisa más auténtica que la burda mueca que debí de dedicarle cuando le extendí la mano para que la besara.
—Encantada de conocerlo, monsieur Sukenori. Espero que su estancia en Indochina esté resultándole satisfactoria.
Una media sonrisa dejó entrever sus dientes blanquísimos mientras papá me servía otro vaso de licor.
—No tanto como me gustaría, mademoiselle Noël, aunque dados los tiempos que corren debo admitir que podría ser mucho peor. —Su francés era impecable. Me pregunté si habría empleado tiempo en perfeccionar su acento para ganarse a papá y al resto de los terratenientes de Indochina.
—¿Es usted soldado?
—Oh, no. Lamentablemente carezco de habilidad para las armas.
—¡No es así con los negocios, por fortuna!
Con un amplio gesto, papá nos indicó que tomáramos asiento en la zona más fresca del estudio, junto a las ventanas abiertas de par en par. De más allá del jardín llegaban algo amortiguados los ruidos de la calle. Aferrándome con fuerza al vaso de cristal reprimí un súbito impulso de echar a correr y no parar hasta llegar al río. Quizá bajo el agua consiguiera librarme de este vértigo que me asaltaba, pese a tener los zapatos bien clavados en el suelo de madera.
—Por suerte —concedió Sukenori, y alzó su vaso antes de dar un trago. Supuse que debía imitarlo, pero la simple idea del alcohol entrando en mi cuerpo hizo que se me enredaran las tripas.
Tragué saliva y dejé que el vaso descansara, intacto, en mi regazo.
—Y, dígame, monsieur Sukenori, ¿piensa prolongar mucho su viaje?
Su sonrisa se amplió, y lo que hasta ese momento me había parecido tan solo un gesto de sencilla cordialidad se me antojó de pronto calculador, medido a la perfección para hacerme bajar la guardia, calibrado al milímetro para darle la vuelta a la estrategia de papá sin que este se diera cuenta de que era la oveja y no el lobo, como seguro pensaba.
Me erguí un poco más en el asiento mientras me esforzaba por mantener una expresión neutra. ¿Por qué papá no me habría avisado antes? Podría haberme asegurado de que no tenía un cabello fuera de lugar ni una arruga en el vestido antes de presentarme ante esta ave de presa. Justo lo que me hacía falta en un día como aquel.
Para mi sorpresa, fue papá quien contestó.
—En realidad, piensa abandonar Luang Prabang este mismo sábado, ¿no es así, monsieur Sukenori?
—Si todo sale según lo planeado —concedió él. Me miraba fijamente, como leyéndome el alma, sin mover un músculo.
«Lo sabe», me dije antes de tragarme la idea, porque no podía permitirme pensar en eso con este hombre delante. Porque no era posible que lo supiera, pero si me dejaba llevar, no solo él, sino también papá terminaría por averiguar que había algo que saber, y no habría vuelta atrás.
De repente, no me parecía tan mala la idea de dejar que el alcohol me quemara la garganta y di un largo sorbo a mi bebida sin apartar los ojos de los de Sukenori.
—¿Vuelve a casa? —pregunté.
—Sí, así es. Hai Phong, Hainan, Taiwán y, finalmente, Nagoya.
—Le deseo un buen viaje, en tal caso.
—Ah, querida. Sobre eso… Tengo que darte una noticia. —El bigote de papá se curvó en una tímida sonrisa—. Vas a acompañar a monsieur Sukenori hasta Japón.
—¿Cómo?
No.
Bebí de golpe todo el coñac que me quedaba y me levanté de súbito con la excusa de rellenarme el vaso.
Conocía a papá y sabía de sobra que el tono con el que acababa de anunciar su flamante decisión era el que utilizaba cuando los contratos ya estaban cerrados y a la otra parte no le quedaba más remedio que aceptarlos. Hasta cierto punto, podía incluso entender qué lo habría llevado a decidir que algo así era una buena idea.
—Una gran aventura, como siempre has querido. Sé que es algo repentino, querida, pero es lo mejor en estos momentos.
—¿Lo mejor para quién? —Por el rabillo del ojo podía ver que Sukenori intentaba ocultar tras el vaso de coñac su expresión, más que probablemente teñida de cualesquiera que fueran sus razones para querer llevarme consigo.
—Anne-Frédérique.
«Compórtate», quería decir. «No eres una niña. No es momento para arrebatos. Obedece y vuelve a sentarte. Estás dando un espectáculo».
Y tenía razón. Me tomé un momento más para observarme la punta de los zapatos a través del dedo de licor, que lo teñía todo del color de las túnicas de azafrán de los monjes, antes de vaciar definitivamente el vaso y dejarlo con firmeza sobre la mesita.
—Y tú no vienes, ¿verdad, papá? —pregunté, con más suavidad, retomando toda la dignidad que había perdido mientras recorría con la mayor confianza que pude reunir los pocos pasos que me separaban del sillón.
—Todavía tengo negocios que atender aquí, querida. —Una leve inclinación de cabeza como aquiescencia, una sutil vacilación al terminar la frase que prometía más explicaciones cuando estuviéramos a solas.
Asentí.
—Por supuesto.
Sukenori carraspeó casi en silencio. Parecía divertido.
—En principio, mademoiselle Noël, se trata de algo provisional. Hasta que la situación se calme, al menos.
—¿Hasta que Hitler sea derrotado por Francia?
Sukenori dejó escapar una breve carcajada.
—Es una posibilidad que debe ser considerada, sin duda. Sin embargo, monsieur Noël está más preocupado por lo que puedan hacer los chinos y los siameses que por el destino de Hitler en Europa.
—Imagino. —A veces llegaba a pensar que las minas eran más importantes para papá que el destino de Jacques en el ejército en Francia.
—En cualquier caso, querida, en Japón estarás mucho más segura que aquí. Monsieur Sukenori se encargará de ello y, además, será una oportunidad única para visitar ese gran país y alejarte un poco de este asfixiante clima tropical. —Riendo entre dientes al sacar su pañuelo, papá se limpió el sudor de la frente con grandes ademanes.
No dije que me importaba poco la temperatura ante la perspectiva de tener que viajar con aquel desconocido que tan poca confianza me inspiraba.
—Será una ocasión perfecta para renovar mi ropero, en tal caso —comenté en cambio.
—Mi hermana Otoha estará encantada de ayudarla en esa tarea —ofreció Sukenori—. De hecho, antes de retirarme me veo en la obligación de pedirle un favor concerniente a mi hermana, mademoiselle Noël.
No tuve que cruzar una mirada con papá para saber que no tenía otra opción más que aceptar.
—Diga usted.
—Me ha acompañado durante varias semanas, aunque planea extender un tiempo más su visita a estas tierras y se reunirá con nosotros en Nagoya más adelante. Sin embargo, acabamos de llegar a Luang Prabang y a Otoha la agotan terriblemente todas las reuniones de negocios a las que se ve obligada a acompañarme. ¿Sería usted tan amable de presentarle a alguna de sus amigas? Sin duda se sentirá mucho más cómoda entre mujeres, y yo me veré tremendamente aliviado si sé que cuenta con algunas amistades para entretenerse cuando nos vayamos.
—Cómo no, monsieur Sukenori. —Respiré hondo para enterrar la punzada de pánico que me asaltó cuando comencé a comprender que tardaría mucho en volver a ver las palmeras que me saludaban, inmóviles, desde el jardín—. Organizaré una merienda para mañana.
Sukenori asintió y se levantó con eficiente rapidez. Se despidió con igual presteza, sin abandonar en ningún momento su impoluta cortesía, y se atusó la americana color blanco roto antes de marcharse. Tardé unos momentos en darme cuenta de que lo que había tomado por el eco de aquellas pisadas firmes eran en realidad los acordes desafinados de mi corazón, cuyo latido retumbaba por todo el estudio.
—¿Qué significa todo esto, papá?
—Lo creas o no, querida, me duele que tengas que marcharte lejos.
Casi podría habérmelo creído, de no haber sido por el leve temblor de su mano cuando sacó su pipa del primer cajón del escritorio.
—Pero ¿por qué tengo que irme? ¿Y quién es este hombre?
—Una feliz casualidad.
Un fósforo encendido con precisión, una mano experta que se acerca al tabaco, unos labios rugosos y cargados de medias verdades que succionan una boquilla.
Pese al bochorno, de pronto tenía los tobillos helados.
—¿De qué lo conoces?
—Negocios, hija. Los japoneses necesitan todas las herramientas que puedan conseguir, especialmente para continuar luchando contra los chinos, y en estos momentos son el mejor aliado que podríamos haber encontrado. Créeme, querida, cuando te digo que el mundo se está volviendo loco.
—Francia no es aliada de Japón.
Papá exhaló una gran bocanada de humo y se detuvo durante unos instantes, observándola.
—No, claro que no. Pero cuando tu hermano empiece a disparar cañones contra los alemanes, a nadie le importará lo que ocurra con este paraíso. Venderán Indochina al mejor postor y, para entonces, lo más conveniente es que estés bien lejos de aquí. En este momento, Japón es uno de los lugares más seguros del mundo.
No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Es que crees que vamos a perder?
Me miró, sorprendido sin duda por mi vehemencia.
—Cariño…
—Jacques está en Francia. Si crees que vamos a perder, ¿por qué dejaste que se fuera?
—Anne-Frédérique… —La condescendencia con la que me había estado hablando se le escurrió por entre los pelos del bigote—. Si hubiera podido convencerlo, tu hermano habría sido el que te acompañase a Japón.
—Pero a mí no necesitas convencerme para dejarme a cargo de un hombre del que te niegas a darme más señas y al que ni siquiera tú conoces. Porque ya está todo decidido, ¿verdad?
—Anne-Frédérique, esas presunciones están totalmente fuera de lugar. Si crees que tu seguridad no es la mayor de mis prioridades, estás muy equivocada. —Poco a poco elevaba la voz y agitaba además la pipa enfáticamente, como retándome a gritar también, a dejarme llevar a una discusión que sabía que perdería, puesto que nunca había tenido la habilidad de papá para manipular las conversaciones.
Y, de haber sido otras las circunstancias, quizá habría caído en la trampa. Habría esgrimido orgullosa mis argumentos como si se tratase de una partida de naipes, donde no importa ganar o perder porque lo único en juego es el orgullo, y habría acabado el día enfurruñada en mi dormitorio porque papá habría terminado por convencerme de cualquiera que fuera su punto de vista, pues él siempre tenía más información que yo. Se guardaba los ases en la manga para el final, cuando ya había desbaratado mi tesis por completo y solo conseguía hacerme tropezar con opiniones del todo deshechas hasta que le daba la razón.
Pero de repente estábamos en guerra, aunque Jacques y los periódicos aseguraran que de momento Hitler estaba demasiado ocupado con Polonia y el norte de Europa como para atacarnos, y en unos pocos meses mi percepción del mundo había cambiado completamente. Primero se había ido Jacques, y después Giang, y de la noche a la mañana las minas de papá, que hasta ese momento no habían influido en mi vida más que para condenarme a cenas aburridas en compañía de alguno de sus socios, me obligaban a irme a un lugar lejano con absolutos extraños.
Me levanté del sillón con una calma que minutos antes me había parecido inalcanzable y me asaltó la certeza de que papá me había traicionado. Aunque él no lo sabía, yo lo había traicionado antes.
—No lo estoy, papá —respondí ya en la puerta del estudio—. Porque si fuera una cuestión de seguridad, vendrías conmigo. No son más que negocios.
—¡Hija!
—Descuida, empezaré a preparar el equipaje. Y le pediré a Boupha que haga éclairs para mañana.
Dos completos hipócritas, eso es lo que éramos, representando el papel de ofendida víctima con el poder que solo otorga el creerse moralmente superior. Pero papá había cedido ante el dinero, y yo…
Disimulé una sonrisa al pasar junto a Kun, que aguardaba aún en el pasillo. Los ojos de Nounou volvían a encontrarme después de tantos años, igual de sabios y afilados que siempre, completando un rostro que no les correspondía.
2
Boupha había construido una torre de éclairs sobre los cimientos floridos de una bandeja de porcelana de Limoges. La había transportado con extrema pericia hasta la mesa del porche trasero, donde el susurro de la levísima brisa entre las hojas de las palmeras nos hacía caer en la ilusión de que el sofoco de la tarde se desvanecía y el crepúsculo nos traería algo más que mosquitos. La había depositado con cuidado entre la tetera humeante y el azucarero, interrumpiendo por un instante la vacía perorata de Jeannine.
—¿Más café? —ofrecí a mis invitadas, aunque la taza de Jeannine apenas había sufrido la visita de sus labios rojos y madame Hirazakura había optado por llenar la suya del té de jazmín que tanto le gustaba a papá.
Ante la negativa de ambas, rellené mi propia taza y escuché tan solo a medias cómo Jeannine hablaba sobre el hijo mayor de monsieur Lémieux y sus estrategias para conseguir que la llevara a bailar.
—Madame Hirazakura —interrumpí cuando mi amiga se decidió por fin a hacer una pausa para llevarse a la boca el éclair que acababa de sumergir en su café.
—Por favor, llámeme Otoha. Al fin y al cabo, va usted a vivir en mi casa. —Su francés era mucho más basto que el de su hermano, como si la lengua se le enredara entre aquellos dientes algo torcidos y la hiciera duplicar el número de sílabas de cada palabra.
—Madame Otoha —asentí—. Entiendo que su hermano ha venido a Indochina por asuntos de negocios, pero ¿qué la trae a usted tan lejos de su tierra?
—Es cierto. No solemos recibir muchas visitas desde Japón.
Con mucha mayor gracilidad de la que Jeannine o yo podríamos nunca soñar siquiera con alcanzar, Otoha se tapó la boca con una mano blanquísima para ocultar la sonrisa dulce que le adivinamos en el color de la voz.
—Mi marido está destinado en Yunnan. Hace poco más de un año que no nos vemos y no pude resistirme cuando Tokihiko me contó que planeaba viajar hasta aquí: voy a reunirme con él en las obras del ferrocarril. Ha sido sin duda una aventura interesante. —La seda de sus mangas crujió cuando depositó la taza vacía sobre el platillo.
—¡Qué romántico! —suspiró Jeannine acariciándose las perlas del collar—. Dos amantes reunidos después de un largo tiempo separados en una tierra desconocida y lejana tras un apasionante viaje lleno de peligros… ¡Yo no podría! Cuando el invierno pasado fui con mi padre a Saigón creí que moriría en aquel barco horrible durante tantos días por el río… No quiero ni imaginar lo que tiene que haber sido venir desde Japón. Debe usted de querer mucho a su marido, madame.
Otoha ladeó la cabeza y alargó una de esas manos etéreas para elegir un dulce mientras la otra recogía el exceso de tela con un nuevo crujido.
—No es el amor lo que me mueve, mademoiselle Dupont, sino el deber —sentenció con la voz suave pero firme de la institutriz que reprende a sus pupilos. Jeannine dejó que las perlas le cayeran muertas sobre los lazos color salmón del vestido y escondió su rubor tras la servilleta.
Cuando Otoha dio un pequeño mordisco a su éclair, no supe distinguir si su expresión satisfecha se debía a que había conseguido hacer callar a mi amiga o a que disfrutaba del relleno de crema.
—El deber de su marido ha de ser, primero, para con el ejército en el que se ha alistado, y después para su esposa —dije recostándome aún más sobre la butaca. Apenas había probado mi dulce, pero no me apetecía seguir comiendo.
Otoha asintió.
—Por supuesto. Pero asimismo es nuestro cometido tener hijos que crezcan fuertes y sanos para servir también al Imperio. —Arqueé las cejas, pero no respondí más que frunciendo levemente los labios. Otoha sonrió de nuevo, esta vez sin preocuparse por afectar timidez o modestia—. Disculpen mis terribles modales. Son ustedes aún muy jóvenes y quizá estoy abrumándolas con mis preocupaciones de esposa impaciente. Cuando se casen, como sin duda harán muy pronto, comprenderán tal vez mis inquietudes, pero no querría estropearles una tarde tan agradable con mis imprudencias. —Inclinó la cabeza, sin que se le moviera un solo cabello del recogido bajo en el que los llevaba anudados. Noté cómo Jeannine se relajaba lo suficiente como para volver a depositar la servilleta en su regazo.
—No hay nada de lo que deba disculparse, madame Hirazakura. Tanto Fred como yo esperamos que disfrute de esa reunión con su marido, ¿verdad, Fred?
—Sin duda.
Se me estaban ocurriendo un par de comentarios en referencia al tal soldado Hirazakura, pero me los tragué cual píldora amarga. No quería darle la satisfacción a aquella señora de tener algo que echarme en cara cuando volviéramos a vernos en su casa en Japón.
Reprimí un escalofrío al pensar que tendría que vivir rodeada de seres tan deleznables como ella y su hermano por quién sabía cuánto tiempo y me obligué a ser pragmática mientras Jeannine retomaba la charla preguntando tímidamente por las costumbres matrimoniales japonesas.
Giang no estaba. Se había ido en busca de gloria a luchar en una guerra que no debería de haberle importado, y me había dejado atrás. Y yo ni siquiera había tratado de detenerlo, pues cuando me había dicho que cogería un barco en Hai Phong ya tenía el equipaje hecho. Haber intentado convencerlo habría supuesto admitir que todas aquellas promesas, bañadas por la luz dorada que se reflejaba en la estupa frente a la casa de Liên, habían significado mucho más para mí que para él.
Pero ahora todo eso daba igual; para cuando quisiera regresar ya no estaría aquí, esperándolo. También yo viajaría, también yo recorrería el mundo e intentaría entender por qué Laos se le había quedado pequeño, a pesar de que todavía no habíamos encontrado nuestro millón de elefantes.
Por eso daba sorbos a mi café y asentía cuando Jeannine parecía querer incluirme en la conversación, porque al fin y al cabo estábamos en mi casa y yo las había invitado, hasta que conseguí serenarme lo suficiente como para preguntarle a Otoha por Nagoya, que aparentemente se convertiría en mi nuevo hogar.
—Ah. Es un lugar hermoso para vivir, sin duda. Carece por supuesto del encanto exótico de estas tierras, aunque cuenta con todas las comodidades que cualquiera podría esperar de una ciudad moderna. —Con la misma elegancia con la que tomaba té, Otoha comenzó a describirnos con su acento empalagoso un sitio novelesco, maravilloso, cruzado por amplios bulevares como los que papá me contaba que había en París, que se llenaban de flores de cerezo en primavera—. Le gustará, se lo aseguro, mademoiselle Anne-Frédérique. Eso sí, deberá insistirle a mi hermano para que deje de trabajar de vez en cuando y la acompañe a visitar la ciudad.
—Ay, Fred, no puedo creer que te vayas de verdad. ¡Lo que te echaré de menos!
Probablemente fuera cierto, quizá solo porque había pocas jóvenes francesas de nuestra edad en Luang Prabang y a Jeannine le gustaba demasiado hablar del hijo de monsieur Lémieux como para perder a una de sus pocas confidentes.
—También yo —mentí.
—Tendré que insistirle a Tokihiko para que encuentre formas de mantenerla entretenida. La nostalgia busca aposentarse en las mentes ociosas.
Otoha dejó caer estas palabras con la misma máscara de serenidad que había demostrado llevar adherida a aquel rostro de facciones bien proporcionadas, que solo habría necesitado de algunos toques de maquillaje para resultar atractivo. Algo en la manera en la que dejó vagar los ojos por las palmeras me dijo que la indirecta tenía toda la intencionalidad del mundo.
Muy a mi pesar, no pude evitar ruborizarme mientras Jeannine dejaba escapar una risita nerviosa como las que habitualmente reservaba para hablar de besos robados al joven Lémieux de camino al tocador de señoras.
—Oh, pero, madame, no estará insinuando que su hermano tiene en mente ese tipo de… —Dejó la frase colgando en el aire, con un leve tintineo excitado como el de las lágrimas de cristal de una lámpara zarandeada sin piedad por el plumero.
—¡Jeannine! —exclamé segura de que la mirada aguda de Otoha habría descubierto ya mis orejas coloradas.
—Lo único que tiene en mente es su seguridad, mademoiselle. Lo que no puede negarse es que mi hermano tiene ya veinticinco años y pronto deberá empezar a pensar en cumplir con su deber para con nuestra familia y, claro está, el Imperio.
—Oh…
El suspiro soñador de Jeannine me confirmó que ahora era ella la que se veía acariciando el paño de la americana de Sukenori en lugar de las perlas del collar, rodeada de pétalos rosados.
—Jeannine, apenas conocemos a madame Hirazakura ni a su hermano —le recordé—. No creo que sea apropiado que le robemos más tiempo, seguro que está ansiosa por aprovechar en compañía de monsieur Sukenori las horas que les quedan en Luang Prabang, ¿no es así?
Otoha asintió comprensiva.
—Tiene razón, lamentándolo mucho, pues créanme cuando les aseguro que he disfrutado enormemente de haber podido pasar esta tarde con ustedes. —Como si sus ropas tradicionales no reprimieran los movimientos, se levantó y nos hizo una rápida reverencia en agradecimiento a la invitación.
—Ha sido un placer conocerla —murmuró Jeannine cuando nos levantamos.
Tomé un éclair de los que habían sobrevivido al asalto y esperé a que Boupha regresara de acompañar a mi invitada hasta la puerta para pedirle una copa de brandy.
—¿Quieres?
Jeannine se atusó el moño, se apartó el flequillo de la frente y resopló como si hubiera subido a la carrera las escaleras del monte Phousi.
—Cielos, sí.
3
Nunca llegué a preguntar de dónde había sacado Sukenori aquel sucio coche militar del color del té verde, porque antes de poder hacerlo, cuando me abrió la puerta del acompañante con una flamante sonrisa, me percaté de que solo tenía tres asientos. Como parecía obvio que el techo de lona no serviría para llevar las maletas y baúles donde Hina había metido toda mi ropa, me giré, casi tropezándome con los tacones de los zapatos, para encarar a papá, que había salido a despedirme.
—Aquí no cabe mi equipaje —dije después de carraspear ligeramente para que no me temblara la voz.
Aquella mañana, tras abrir las contraventanas de mi dormitorio para mirar al río Nam Khan por última vez en no sabía cuánto tiempo, tomé la firme decisión de copiarle la máscara de indiferencia absoluta a Otoha Hirazakura. ¿Que me iba a Japón? Pues excelente. ¿Que de todas las personas que trabajaban para papá en Villa Noël había escogido a Kun —aquel muchacho con los ojos acusadores de Nounou— para que me acompañara por las Rutas Coloniales enlatados en aquel automóvil del ejército? Soberbio. ¿Que no había salido todavía de mi casa y ya estaba deseando volver y robarle a Boupha uno de los trozos de mango amarillo que había estado cortando para el khao-nyao mak-mouang cuando había pasado por la cocina para despedirme? ¡Maravilloso! ¿Que aparentemente mi ropa y yo no viajaríamos en el mismo vehículo? Pues muy bien también, pero al menos quería una explicación.
—Ah, no, verás, querida, tus maletas saldrán esta misma tarde y calculo que no tardarán mucho más que tú en llegar a Nagoya. Vamos a aprovechar un cargamento que partirá de Hanói la próxima semana.
—¿De carbón de tus minas? —Me esforcé por esbozar una levísima sonrisa, como imaginé que habría hecho Otoha. Ella probablemente habría sabido ocultar mejor la tirantez de la voz y, si me paraba a pensarlo, ni siquiera había sonreído al insinuar que su hermano podría querer más que mi agradable compañía en una travesía por los mares de China. Lo cual, por otra parte, estaba fuera de toda consideración y pensaba dejárselo claro a Sukenori en cuanto se atreviera a sacar el tema.
—Entre otras muchas cosas. Arroz, principalmente.
De carbón, pues.
—¿Supone algún problema, mademoiselle Noël? —Solícito, como no podía ser de otra manera, Sukenori dejó la puerta del coche abierta cuando se nos acercó a papá y a mí.
—Deberé preparar algo para llevar conmigo durante el viaje. —Quizá me diera tiempo hasta a pasarme a por esos trozos de mango. Aliviada por tener una excusa para alejarme de Sukenori, aunque fuera por unas horas, comencé a caminar de vuelta hacia Villa Noël.
—Mademoiselle. —Kun era el último obstáculo que superar antes de llegar al porche. Incluso con los ojos de Nounou leyéndome las entrañas, no debería de ser muy difícil sortearlo.
—¿Sí?
—Hina ya se ha ocupado de tener lista su bolsa de viaje —dijo señalando la más voluminosa de las dos maletas que descansaban a sus pies.
De pronto, las puertas blancas de la entrada parecieron cerrarse de golpe.
Por supuesto, seguían abiertas, pero para mí era como si estuvieran atrancadas y aseguradas con diez mil cerrojos. Los siete pasos que había dado y me separaban de papá, Sukenori y el coche se me hicieron larguísimos, como si estuviera caminando sobre charcos de caucho pegajoso que quisieran abrazárseme a los tacones; como si cada gota de sudor que me bajaba desde la nuca se convirtiera en una perla de hierro macizo que, incrustada entre las flores bordadas de mi vestido, me imposibilitara totalmente el seguir avanzando.
Pero, por mucho que quisiera alargar el momento de la despedida, Sukenori seguía esperándome, con el flequillo bien repeinado y una mano en el bolsillo del chaleco.
—¿Está