Río maldito (Inspector Pendergast 19)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

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1

Ward Persall paseaba por una playa angosta, un tramo deliciosamente fresco en el que las olas avanzaban y retrocedían por la reluciente arena. Tenía solo diecisiete años y era bajo y delgado para su edad, y consciente de ambas cosas. No había nubes en el cielo y la marea llegaba desde el golfo de México. Se le hundían las chancletas en la superficie húmeda, una presión extrañamente agradable, y a cada paso lanzaba un puñadito de arena con el dedo gordo del pie.

—Eh, Ward. —El que hablaba era su padre. Al darse la vuelta, Ward lo vio sentado en una silla plegable a unos cinco metros del agua, con una gorra de los Nationals y una toalla cubriéndole las piernas. En el regazo tenía una gruesa libreta Boorum & Pease que siempre parecía llevar con él—. Vigila a tu hermana, ¿vale?

—Claro.

Como si no llevara prácticamente una semana haciéndolo. Además, Amanda no iría a ninguna parte y, desde luego, no se metería en el agua. Estaba buscando conchas un poco más adelante, agachada en lo que, según descubrió Ward, llamaban La inclinación de Sanibel.

Ward observó a su padre, que volvió a concentrarse en la libreta, escribiendo ecuaciones, notas u otras cosas que nunca le dejaba ver. Su padre trabajaba para un contratista de defensa privado en Newport News, y siempre recalcaba que durante la cena no podía hablar con su familia de cómo le había ido el día y qué había hecho porque era todo extremadamente secreto, lo cual solo sirvió para agrandar la brecha entre ellos. Era curioso que Ward empezara a darse cuenta de cosas como aquella, cosas que siempre habían estado allí pero que nunca había podido precisar con exactitud, como el motivo por el que su padre siempre llevaba gorra (para disimular su calvicie) o cómo se tapaba aquellas piernas pálidas con la toalla (para evitar el cáncer de piel, que era un mal de familia). Imaginaba que su madre había visto todo aquello y mucho más, y que sin duda había contribuido al divorcio tres años antes.

Su hermana corrió hacia él con un cubo en una mano y una pala de plástico en la otra.

—¡Mira, Ward! —dijo entusiasmada, y luego soltó la pequeña pala, metió la mano en el cubo y sacó algo—. ¡Un caracol rojo!

Ward lo cogió para examinarlo con detenimiento. A su izquierda, el incesante y repetitivo sonido de las olas.

—Qué bonito.

Su hermana volvió a cogerlo y lo introdujo en el cubo.

—Al principio pensaba que era un cantharus por todas esas protuberancias alisadas, pero la forma no cuadra.

Acto seguido, sin esperar respuesta, reemprendió la búsqueda de caracolas.

Ward la observó unos instantes. Hacerlo le hacía sentirse mejor que cuando miraba a su padre. Luego echó un vistazo rápido para cerciorarse de que no habían llegado nuevos tesoros mientras hablaba con ella, pero aquella zona de la playa de Captiva era tranquila y la competencia, mínima. No había más de una docena de personas caminando junto al agua en la misma curiosa posición que habían adoptado su hermana y él.

Ward se había sentido profundamente decepcionado cuando llegaron a la isla de Sanibel, cinco días antes. Hasta entonces, sus vacaciones en la playa habían sido en destinos como Virginia Beach y Kitty Hawk. Sanibel parecía el fin del mundo, sin paseo marítimo y con pocas tiendas o servicios y, lo peor de todo, una pésima conexión a internet. Pero con el paso de los días se había acostumbrado a la calma. Había descargado suficientes películas y libros para toda la semana y no necesitaba acceso a la red para recopilar nuevas versiones del juego de desplazamiento lateral que estaba desarrollando para su clase de programación Python. Desde el divorcio, su padre no tenía demasiadas oportunidades de llevarlos de vacaciones —con la pensión y todo lo demás no le sobraba mucho dinero—, y cuando un amigo del trabajo le ofreció pasar una semana en su casita de la playa en Sanibel, cerca de Gulf Drive, aceptó. Ward sabía que hasta eso le suponía un esfuerzo económico, teniendo en cuenta los billetes de avión, los restaurantes y otros gastos, así que había procurado no quejarse.

Las caracolas ayudaban.

Las islas de Sanibel y Captiva, situadas en la costa sudoeste de Florida, eran famosas porque allí podían encontrarse algunas de las mejores conchas del mundo. Las dos islas se adentraban en el golfo de México como una red y atrapaban toda clase de moluscos, muertos y vivos, y los esparcían por la arena. La noche antes de su llegada había caído una pequeña tormenta, lo cual fue un golpe de suerte. Por lo visto, las tormentas siempre traían más conchas. Su primer día de playa había arrojado un botín casi increíble de especímenes inusuales y hermosos —no las pinzas de cangrejo, las conchas rotas de vieira y demás bazofia que encontrabas en las Outer Banks—, y la fiebre de las caracolas los había cautivado a los dos, sobre todo a Amanda. Ya se había convertido en una especie de experta, capaz de distinguir cauris de buccinos y bígaros. La fascinación de Ward se enfrió al cabo de unos días y su ojo se había vuelto mucho más exigente. No solo recogía buenos especímenes aquí y allá. Para el vuelo de regreso, su padre les había impuesto un límite de una bolsa de conchas por cabeza, y Ward sabía que la selección de la noche siguiente y las protestas de Amanda serían un infierno.

La marea estaba subiendo, el viento había arreciado y las olas golpeaban la arena con algo más de energía. Una rompió sobre el pie de Ward e hizo rodar una concha rosa con forma de espiral por encima de sus dedos. Al recogerla, apareció otro buscador de caracolas detrás de él; los colores llamativos en las aguas poco profundas los atraían como moscas. Con la respiración entrecortada, miró por encima del hombro de Ward.

—¿Es un pétalo de rosa? —preguntó el hombre con excitación.

Ward se volvió hacia él. Rondaba los cincuenta años y tenía sobrepeso. Llevaba una visera Ron Jon y gafas de sol baratas, y tenía los brazos quemados de los codos para abajo. Por supuesto, era un turista, como todos los demás. Los lugareños sabían qué horas eran las mejores para rebuscar en la playa, y Ward casi nunca los veía.

—No —respondió Ward—. Es solo un cono. Un cono morado.

Su hermana, cuyo instinto la alertó de un posible hallazgo, se acercó a toda prisa y Ward se lo lanzó. Amanda lo observó unos instantes e hizo ademán de tirarlo al agua, pero se lo pensó mejor y lo metió en el cubo.

El hombre de la visera se alejó y Ward salió detrás de Amanda, aplastando los huesos de ancestrales criaturas marinas con sus chanclas. La idea de hacer la maleta le recordó que estaría en casa en dos días, lo cual significaba retomar su vida: terminar su penúltimo año de instituto y luego empezar con el trajín de los exámenes y las solicitudes de acceso a la universidad que se sucederían. Hacía poco había empezado a preocuparle la posibilidad de acabar como su padre, trabajando como un burro sin terminar de salir adelante, superado por gente más joven con titulaciones más lustrosas y aptitudes más vendibles. No creía que pudiera soportarlo.

Otra ola rompió a sus pies y Ward corrigió el rumbo de forma automática para dirigirse al interior de la isla. Con la resaca empezaron a rodar nuevos ejemplares: una concha de barrena, una caracola, otra concha de barrena y luego otra. Ya había recogi

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