La tormenta (Archivos NUMA 10)

Clive Cussler
Graham Brown

Fragmento

PRÓLOGO

Océano Índico

Septiembre de 1943

El buque de vapor John Bury se sacudía de proa a popa mientras surcaba las aguas agitadas del océano Índico. Era conocido como una «nave de mercancías rápida», diseñado para acompañar buques de guerra y usado para viajar a una velocidad considerable; pero con todas las calderas funcionando a pleno rendimiento, el John Bury se desplazaba a una velocidad que no había alcanzado desde sus pruebas de navegación. Deteriorado, presa de las llamas y dejando una estela de humo, el John Bury corría como alma que lleva el diablo.

Cuando el barco coronó una ola de tres metros, la cubierta se inclinó hacia abajo y la proa se hundió en unas nuevas olas. Una ancha franja de espuma saltó por encima de la barandilla, azotó la cubierta y sacudió lo que quedaba del desbaratado puente de mando.

Sobre la cubierta, el John Bury estaba desvencijado. En las zonas donde los proyectiles habían alcanzado la superestructura, salían grandes bocanadas de humo del metal retorcido. La cubierta estaba sembrada de restos, y por todas partes yacían tripulantes muertos. Pero los daños se encontraban por encima de la línea de flotación, y si el barco evitaba más impactos, sobreviviría.

En el oscuro horizonte que se extendía detrás, otras embarcaciones que habían tenido menos suerte echaban humo. Una bola de fuego naranja estalló en una de ellas, brilló a través del agua e iluminó brevemente la masacre.

Se podían ver los cascos en llamas de cuatro barcos, tres destructores y un crucero, buques que habían formado la escolta del John Bury. Un submarino japonés y un escuadrón de bombarderos en picado habían dado con ellos al mismo tiempo. Mientras iba anocheciendo, el petróleo ardía alrededor de las embarcaciones hundidas en una mancha de un kilómetro y medio. El combustible ensombrecía el cielo con un denso humo negro. Ninguno de los barcos vería la luz del día.

Los buques de guerra habían sido atacados y destruidos con prontitud; sin embargo, al John Bury tras ser ametrallado y alcanzado por algunos proyectiles, se le permitió seguir con su rumbo. Solo podía haber un motivo para tal clemencia: los japoneses estaban al tanto del cargamento de alto secreto que transportaba y lo querían para ellos.

El capitán Alan Pickett estaba decidido a no permitir que eso ocurriera, incluso con la mitad de su tripulación muerta y el rostro lleno de cortes debido a la metralla. Cogió el tubo acústico y gritó a la sala de máquinas:

—¡Más velocidad!

No hubo respuesta. Según el último informe, el fuego se había propagado bajo la cubierta. Pickett había ordenado a sus hombres que se quedaran a combatirlo, pero lo invadió el pánico al oír aquel silencio.

—¡Zekes en la amura de babor! —gritó un centinela en alusión a unos cazas Mitsubishi A6M desde el alerón del puente de mando—. Seiscientos metros y bajando.

Pickett miró a través del cristal hecho añicos que tenía delante. A la tenue luz, vio cuatro puntos negros dando vueltas en el cielo gris y descendiendo hacia el barco. Unos destellos se encendieron en sus alas.

—¡Al suelo! —gritó.

Demasiado tarde. Las balas del calibre cincuenta trazaron una línea a través del barco, cortaron la torre de observación por la mitad y volaron lo que quedaba del puente de mando. Astillas de madera y esquirlas de cristal y de acero salieron volando por el compartimento.

Pickett cayó sobre la cubierta. Otro proyectil estalló delante de él, y una ola de calor brilló sobre el puente de mando. El impacto balanceó el barco y desprendió el techo metálico como un gran abrelatas.

La ola de destrucción pasó, y Pickett alzó la vista: el último de sus oficiales yacía muerto y el puente de mando estaba demolido. Hasta el timón del barco había desaparecido; solo quedaba un trozo de metal unido al eje. Y sin embargo, la embarcación seguía resoplando de algún modo.

Cuando Pickett volvió a levantarse, vio algo que le hizo albergar esperanza: nubarrones y amplias franjas de lluvia. Una línea de chubascos se acercaba rápidamente por la amura de estribor. Si consiguiera introducir el barco en ella, la oscuridad lo ocultaría.

Aferrándose al mamparo como soporte, alargó la mano para coger lo que quedaba del timón. Empujó con todas las fuerzas que le quedaban. El timón giró media vuelta, y el capitán cayó al suelo sujetándolo.

El barco empezó a cambiar de rumbo.

Presionando contra la cubierta, tiró del timón hacia arriba y lo levantó para realizar otro giro completo.

El buque de carga se inclinó hacia la dirección de viraje, trazando una blanca estela curvada sobre la superficie del mar y desviándose hacia los chubascos.

Delante de él, las nubes eran densas. La lluvia que caía de ellas estaba barriendo la superficie como una escoba gigante. Por primera vez desde que había comenzado el ataque, Pickett sintió que tenían una oportunidad de sobrevivir, pero mientras el barco surcaba el mar hacia los chubascos, el espantoso sonido de los bombarderos dando vueltas y precipitándose hacia él arrojó una sombra de duda.

Buscó el origen del ruido a través de las heridas abiertas del barco.

Descendiendo del cielo justo delante de él había dos bombarderos en picado Aichi D3A, Vals, el mismo modelo que los japoneses habían empleado con devastadores resultados en Pearl Harbor y meses más tarde contra la fota británica cerca de Ceilán.

Pickett observó cómo se acercaban lentamente y oyó cómo el silbido de sus alas aumentaba de volumen. Los maldijo y desenfundó el arma que llevaba en el cinto.

—¡Largo de mi barco! —gritó, disparándoles con el Colt 45.

Los bombarderos se elevaron en el último momento y pasaron con gran estruendo, acribillando la embarcación con más balas del calibre cincuenta. Pickett cayó hacia atrás sobre la cubierta, y una bala le atravesó la pierna y se la hizo añicos. Sus ojos se abrieron mirando hacia arriba. No podía moverse.

Olas de humo y cielo gris se extendían por encima de él. Estaba acabado, pensó. El barco y su cargamento secreto caerían dentro de poco en manos del enemigo.

Pickett se maldijo por no barrenar la embarcación. Esperaba que se hundiera sola antes de que pudiera ser abordada.

A medida que su vista empezaba a debilitarse, oyó el sonido de más bombarderos. El rugido se hizo más fuerte; el chillido de sus alas pregonaba y anunciaba lo inevitable del fin.

Y entonces el cielo se oscureció. El aire se volvió frío y húmedo, y el John Bury desapareció en la tormenta, engullido por un muro de bruma y lluvia.

La última información relacionada con la embarcación la proporcionó un piloto japonés, quien declaró que el barco estaba en llamas pero navegaba a toda potencia. No volvió a ser visto ni hubo más noticias de él.

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