Hora cero (Archivos NUMA 11)

Clive Cussler
Graham Brown

Fragmento

cap-1

Prólogo

18 de abril de 1906

Condado de Sonoma, norte de California

Un trueno sacudió la oscura caverna cuando una inmensa chispa blanco azulada saltó entre un par de elevadas columnas metálicas. En lugar de apagarse, la reluciente descarga se dividió en dos, y los chorros de plasma empezaron a rodear sus respectivos pilares. Se movían como llamas persiguiendo el viento, corriendo alrededor de las columnas y ascendiendo sinuosamente hacia la parte inferior de una bóveda metálica curva. Allí se arremolinaron como los brazos de una galaxia espiral y volvieron a unirse antes de desaparecer en un último destello deslumbrante.

A continuación todo quedó a oscuras.

En el aire flotaba un olor a ozono.

En el suelo de la caverna, un grupo de hombres y mujeres permanecía inmóvil, cegados por la demostración. El destello había sido impresionante, pero todos estaban familiarizados con la electricidad. Cada uno de ellos esperaba algo más.

—¿Eso es todo? —preguntó una voz ronca.

Las palabras correspondían al general de brigada Hal Cortland, un hombre con figura fornida y achaparrada. Las dirigía a Daniel Watterson, de treinta y ocho años, un hombre rubio y delgado situado junto a los mandos de la gran máquina de la que había salido el rayo artificial.

Watterson examinó una hilera de indicadores tenuemente iluminados.

—No estoy seguro —susurró para sus adentros.

Nadie había llegado tan lejos, ni siquiera Michael Faraday ni el gran Nikola Tesla. Pero si Watterson estaba en lo cierto —si sus cálculos y su teoría y los años que había trabajado como ayudante de Tesla le habían ayudado a entender lo que estaba a punto de ocurrir—, la demostración luminosa que acababan de presenciar debería ser solo el principio.

Apagó la corriente principal, se apartó de los mandos y se quitó las gafas de montura metálica. A pesar de la oscuridad, podía distinguir el tenue brillo azul que provenía de las columnas. Alzó la vista a la bóveda de encima y alcanzó a ver un tono efervescente corriendo por su cara interior.

—¿Y bien? —preguntó Cortland.

En la consola, una de las agujas se movió. Watterson la vio con el rabillo del ojo.

—No, general —dijo en voz queda—. Creo que no ha terminado del todo.

Mientras Watterson hablaba, un rumor grave recorrió la cueva. Era un sonido parecido al de unas piedras pesadas cayendo en una cantera lejana, amortiguado y distorsionado, como si la vibración tuviera que atravesar kilómetros de roca sólida para llegar hasta ellos. Se hizo más fuerte durante varios segundos y luego se apagó y cesó.

El general se rió por lo bajo. Encendió una linterna.

—El tío Sam no va a pagar unos fuegos artificiales mojados, hijo.

Watterson no contestó. Estaba escuchando, buscando a tientas algo, cualquier cosa.

El general pareció darse por vencido.

—Vamos, la fiesta ha terminado —anunció—. Salgamos de esta madriguera.

El grupo empezó a moverse. El ruido de sus pies al arrastrarse y sus murmullos hacían imposible oír.

Watterson levantó la mano.

—¡Por favor! —gritó fuerte—. ¡Que todo el mundo se quede donde está!

Los observadores se pararon en seco, y Watterson se acercó lentamente al punto donde las columnas de acero penetraban el suelo de roca. Desde allí, descendían ciento cincuenta metros «para afianzarse en la Tierra», en palabras de Tesla.

Al posar la mano en una de las columnas, Watterson notó una vibración fría. El temblor le recorrió el cuerpo como si se hubiera convertido en parte del circuito. No le dolió como la electricidad ni le provocó espasmos en los músculos, ni tampoco llegó hasta el suelo y lo electrocutó. Era casi relajante, y lo dejó ligeramente aturdido, incluso un poco eufórico.

—Ya viene —susurró.

—¿Qué viene? —preguntó el general.

Watterson miró atrás.

—El retorno.

Cortland esperó unos segundos antes de fruncir el entrecejo.

—Los científicos son como charlatanes de feria: se creen que si dicen algo lo bastante alto y lo bastante a menudo, el resto de la gente empezaremos a creerlo. Pero yo no oigo ningún…

El general se tragó sus palabras cuando el profundo rumor apareció por segunda vez. En esta ocasión recorrió la caverna más enérgicamente, y el brillo azul que rodeaba las torres se intensificó, palpitando y sincronizándose exactamente con las ondas acústicas.

Esta vez cuando las ondas se apagaron todo el mundo se quedó quieto. Esperaban algo más. Cuarenta segundos más tarde obtuvieron su recompensa. Una tercera onda llegó como si hubiera pasado un tren de mercancías. Sacudió la cueva bajo sus pies e hizo que el remolino de rayos volviera a la superficie pulida de la bóveda. La espiral de energía visible empezó a descender por las columnas y llegó a mitad de camino hasta el suelo antes de desaparecer.

Watterson se apartó, alejándose de la zona de peligro.

Momentos más tarde, una cuarta reverberación penetró en la caverna. Las columnas llamearon cuando las alcanzó. Destellos de luz saltaron entre ellas de un lado a otro. La caverna empezó a temblar. Polvo y pequeñas esquirlas de piedra cayeron de arriba, y los testigos corrieron para ponerse a cubierto.

Watterson vio al general Cortland bañado de luz y sonriendo como un loco. Sus papeles se habían invertido. Ahora era Cortland el que parecía satisfecho mientras que Watterson empezaba a preocuparse. El científico se dirigió al panel, volvió a ponerse las gafas y examinó la pantalla. No se explicaba la vibración.

Antes de que pudiese averiguar algo, una quinta onda sacudió la caverna. La vibración y los rayos artificiales se volvieron tan intensos que hasta el general pareció darse cuenta de que algo iba mal.

—¿Qué está pasando?

Watterson apenas podía oírle, pero se estaba preguntando lo mismo. Los indicadores de potencia —prácticamente apagados momentos antes— se estaban acercando al límite.

Un breve respiro dio paso a un sexto retorno armónico, y las agujas se dispararon al máximo. Las vibraciones eran insoportables. Caían rocas de arriba. Una enorme grieta empezó a abrirse zigzagueando a través de la pared reforzada en la que el ejército había echado hormigón para apuntalarla. Watterson tuvo que agarrarse al panel para evitar caerse.

—¿Qué está pasando? —repitió el general.

Watterson no estaba seguro, pero no podía ser bueno.

—Saque a todo el mundo —gritó—. Sáquelos… ¡vamos!

El general señaló el ascensor con forma de jaula que los subiría ciento veinte metros hasta la superficie. El grupo corrió hacia él como un rebaño en estampida. Pero los temblores se intensificaron, y la pared del fondo cedió antes de que pudieran subir.

Mil toneladas de roca y hormigón cayeron sobre ellos. Los que se encontraban demasiado cerca fueron aplastados en el acto. Otros se apartaron justo a tiempo cuando el armazón con aspecto de andamio del ascensor se dobló y se desprendió.

A Watterson le entró pánico. Sus manos se movían de acá para allá sobre los mandos, activando interruptores y dando golpecitos a indicadores. La vibración era constante. El sonido, ensordecedor.

Cortland lo agarró por el

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