La flecha de Poseidón (Dirk Pitt 22)

Clive Cussler
Dirk Cussler

Fragmento

1

Desierto de Mojave, California Junio de 2014

Llegó a la conclusión de que era un mito, un cuento chino. Había oído muchas veces que las temperaturas abrasadoras del desierto se volvían gélidas de noche, pero ahora podía afirmar que en aquella época, en pleno desierto del sur de California, no era así. El su dor empapaba su fino jersey negro en las axilas y se acumu laba por toda la zona lumbar. La temperatura persistía en no ba jar de los treinta y dos grados, como mínimo. Una mirada a su reloj con luz le permitió comprobar que eran las dos de la madrugada.

En realidad no podía decirse que le agobiase el calor. Nacido en Centroamérica, había pasado toda la vida en las selvas de la región, participando en más de una guerrilla. Pero el desierto era algo nuevo para él y no se esperaba aquel calor nocturno.

Miró hacia el fondo del secarral, donde un grupo de farolas encendidas señalaba la entrada a un gran complejo minero a cielo abierto que se extendía por las colinas.

—No debería faltar mucho para que Eduardo llegue a la caseta de los vigilantes —le dijo a un hombre con barba tendido boca abajo en una hondonada de arena.

Iban vestidos de modo similar, con ropa negra, botas militares y una gorra de punto muy calada. Su compañero, cuyo rostro brillaba de sudor, bebió de una botella de agua.

—Ojalá se dé prisa. Por aquí hay serpientes de cascabel.

El otro sonrió en la oscuridad.
—Es de lo que menos tenemos que preocuparnos, Juan.

Un minuto después, dos emisiones de estática hicieron crepitar la radio de su cinturón.

—Es él. Vamos.

Se levantaron y se pusieron unas mochilas ligeras. Toda la ladera de enfrente estaba salpicada por las luces de los edificios de la mina, cuyo resplandor bañaba el árido desierto. Caminaron un poco hasta la valla metálica que rodeaba el complejo. El más alto de los dos se puso de rodillas y buscó un cortaalambres en su mochila.

—No creo que haga falta cortar nada, Pablo —susurró su compañero.

Señaló un arroyo seco al lado de la valla. En medio del lecho la tierra arenosa estaba blanda, así que no le costó mucho apartarla con el pie. Con la ayuda de Pablo empezó a escarbar hasta hacer un pequeño agujero debajo de la valla. Pasaron las mochilas y se deslizaron al otro lado.

Un ruido sordo hacía vibrar el aire, la algarabía mecánica de una mina a cielo abierto que no descansaba ni un momento. Dejando a la derecha la caseta de los vigilantes, ascendieron por una suave cuesta que llevaba a la mina propiamente dicha. En diez minutos llegaron a un grupo de viejos edificios unidos entre sí por grandes cintas transportadoras. Al fondo había una excavadora que apilaba mena en una de las cintas, por la que la transportaban a un contenedor elevado.

Continuaron subiendo hacia otro grupo de edificios de la mis ma ladera. Como el pozo se interponía en su camino, tuvieron que atravesar la zona de operaciones, donde se trituraba y molía la mena. La rodearon corriendo, protegidos por la oscuridad. Después cruzaron la parte trasera de un gran edificio con funciones de depósito, y al llegar a un claro entre las edificaciones apretaron el paso y dejaron a su izquierda un búnker medio enterrado. De pronto se abrió una puerta en medio del edificio que tenían delante. Se separaron; mientras Juan se echaba a un lado y se parapetaba en el búnker, Pablo corrió hacia un lado de la construcción.

No pudo llegar.

De pronto se encendió una luz amarilla que le deslumbró. —Como no te quedes quieto te arrepentirás del próximo paso —dijo una voz ronca.

Pablo se detuvo a mitad de una zancada; fue una parada exagerada, durante la que aprovechó para sacar con habilidad de su cadera izquierda una minipistola automática que ocultó en la palma de su mano, cubierta por un guante.

El rollizo vigilante se acercó despacio, manteniendo la linterna enfocada en sus ojos. Vio que el intruso era un hombre corpulento y bien proporcionado, de más de metro ochenta. Su tez morena, tersa y flexible, contrastaba con unos ojos negros que ardían con malévola fiereza. Una franja de piel más clara, recuerdo de una antigua reyerta a cuchilladas, cruzaba su barbilla y su mandíbula izquierda.

Al guardia no le hizo falta mirar más para saber que no había entrado por casualidad, así que se detuvo a una distancia prudencial con una Magnum del 357 en la mano.

—Bueno, venga, pon las manos en la cabeza y dime dónde está tu amigo.

El traqueteo de una cinta silenció los pasos de Juan, que salió corriendo de detrás del búnker y le clavó un cuchillo en los riñones al vigilante. Tras una mirada de sorpresa, el guardia se quedó muy rígido, a la vez que se le disparaba la pistola. La bala silbó muy por encima de la cabeza de Pablo. Después, el vigilante cayó al suelo en una nube de polvo.

Pablo levantó la pistola en previsión de que acudiesen otros vigilantes, pero no vino nadie. El estruendo de las cintas y el martilleo de la trituradora habían hecho que el disparo pasara de sapercibido. Una rápida llamada por radio a Eduardo confirmó que no había actividad en la entrada principal. Nadie más había detectado su presencia en las instalaciones.

Juan limpió su cuchillo en la camisa del muerto. —¿Cómo nos ha visto?

Pablo echó un vistazo al búnker. Hasta entonces no se había percatado de que en la puerta había un letrero rojo y blanco donde ponía peligro: materiales explosivos.

—En este búnker hay explosivos. Deben de tenerlo vigilado.

Echó pestes contra su mala suerte. El búnker de los explosivos no salía en su mapa. Toda la operación estaba en jaque.

—¿Lo volamos? —preguntó Juan.

Les habían ordenado inutilizar el complejo, pero haciendo que pareciera un accidente, cosa que de repente era mucho pedir. Podían emplear los explosivos del búnker en su provecho, pero estaban demasiado lejos de su verdadero objetivo.

—No, déjalo.
—¿Y el vigilante? ¿Se queda donde está? —preguntó Juan. Pablo negó con la cabeza, desabrochó el cinto del muerto y le quitó los zapatos. Acto seguido registró sus bolsillos, de los que sacó una cartera y medio paquete de cigarrillos. Lo guardó todo en la mochila, incluida la Magnum del 357. Un charco de sangre se ensanchaba en torno a sus pies. Le echó un poco de arena. Después cogió uno de los brazos del vigilante, mientras Juan levantaba el otro, y arrastraron el cadáver en la oscuridad.

En treinta metros llegaron a una cinta elevada sobre la que corrían trozos de mena del tamaño de melones. Juntando sus fuerzas, arrojaron el cadáver a la cinta, y Pablo vio que se alejaba hasta quedar depositado en un gran contenedor metálico.

El mineral, un fluorocarbono llamado bastnasita, ya había pasado por la primera fase de troceo y criba. El cadáver del vigilante se sometió a otra fase de pulverización que reducía la mena a trozos del tamaño de pelotas de béisbol. La tercera molienda repetía el proceso, desmenuzando las piedras hasta convertirlas en una grava fina. Si alguien hubiera examinado el grueso polvo marrón que se acumulaba al final de la cinta, le habría llamado la atención un tinte rojo peculiar, señal de los despojos del vigilante.

Aunque el triturado y el molido constituyesen fases importantes del funcionamiento de la mina, no eran tan decisivos como el otro complejo, el del final de la cuesta. Pablo vio a lo lejos las luces de varios edificios donde se filtraba la mena triturada para separarla en varios componentes. Al no advertir vehículos en movimiento, salió deprisa en co

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