El complejo de Di

Dai Sijie

Fragmento

9788415630241-3

1

Un discípulo de Freud

Una cadena de hierro forrada de plástico traslúcido rosa se refleja, cual lustrosa serpiente, en la ventanilla de un coche de viajeros, tras la cual las luces de las señales van encogiendo hasta convertirse en puntos esmeralda y rubí y desaparecer en la neblina de una calurosa noche de julio.

(Hace sólo unos minutos, en la destartalada cantina de una pequeña estación de las inmediaciones de la Montaña Amarilla, en el sur de China, esa misma cadena, atada a una de las patas de una mesa de falsa caoba, sujetaba una maleta Delsey azul claro con ruedas, provista de un asa desplegable de metal cromado, propiedad del señor Muo, aprendiz de psicoanalista de origen chino, recientemente llegado de Francia.)

Para ser un hombre tan desprovisto de encanto y belleza, con su metro sesenta y tres, su delgadez mal conformada, sus ojos saltones y un tanto desorbitados (que las gafas de culo de vaso inmovilizan en una fijeza muy «muosiana»), y su pelo hirsuto y rebelde, el señor Muo se comporta con un aplomo sorprendente: se quita los zapatos de fabricación francesa, que dejan al descubierto unos calcetines rojos con sendos rotos por los que asoman dos dedos huesudos y blancos como la leche descremada; se sube al asiento (una especie de banco de madera sin relleno) para dejar la Delsey en el portaequipajes; le coloca la cadena, pasa el asa de un pequeño candado por dos de los eslabones y se pone de puntillas para comprobar que el cierre está bien echado.

Tras volver a ocupar su sitio en el banco, alinea los zapatos bajo el asiento, se pone unas chancletas blancas, limpia los cristales de las gafas, enciende un cigarrillo, le quita el capuchón a la estilográfica y se pone a «trabajar», es decir, a anotar sueños en un cuaderno escolar comprado en Francia, tarea que se impone como deber de aprendiz de psicoanalista. A su alrededor, el desorden se apodera del vagón de asientos duros (el único para el que aún quedaban billetes): apenas suben, unas campesinas que llevan grandes cestos bajo el brazo o cuévanos de bambú a la espalda inician su menudo comercio, que interrumpirán para bajarse en la siguiente estación. Tambaleándose por el pasillo, venden huevos duros y buñuelos, fruta, cigarrillos, latas de Coca-Cola, botellas de agua mineral china y hasta de agua de Évian. Empleadas en uniforme de los ferrocarriles chinos se abren paso por el único pasillo del abarrotado vagón empujando carritos en fila india y ofreciendo muslos de pato picantes, costillas de cerdo asadas y condimentadas con especias, y periódicos y revistas sensacionalistas. Sentado en el suelo, un chaval de unos diez años y cara pícara embetuna con esmero los zapatos de tacón de aguja de una viajera de edad madura, que llama la atención por llevar unas gafas de sol azul marino, demasiado grandes para su cara, en el tren nocturno. Nadie se fija en el señor Muo ni en la maniática vigilancia de que hace objeto a su Delsey modelo 2000. (Días antes, en un tren diurno —e igualmente en un coche de asientos duros—, cuando se disponía a poner el broche de oro a sus notas cotidianas con una contundente cita de Lacan, al levantar los ojos del cuaderno escolar, había visto, como en una película muda pasada a cámara lenta, a unos viajeros que, intrigados por las medidas de seguridad de que rodeaba a su maleta, se habían subido al banco para olerla, palparla y golpearla con manos de negras y melladas uñas.)

Aparentemente, cuando está absorto en sus notas, nada puede quitarle la concentración. En el banco de tres plazas, su vecino de la derecha, un buen hombre de unos cincuenta años, espalda ancha y cara alargada y morena, lanza miradas curiosas sobre el cuaderno, disimuladamente al principio y luego con insistencia.

—Señor... gafitas, ¿escribe usted en inglés? —le pregunta al fin con un respeto casi servil—. ¿Puedo pedirle consejo? Mi hijo, que va al instituto, es un ceporro, pero un auténtico ceporro, en inglés.

—Faltaría más —le responde el señor Muo, muy serio, sin mostrar el menor enfado al oírse llamar «gafitas»—. Voy a contarle una historia relacionada con Voltaire, un filósofo francés del siglo dieciocho. Un día, Boswell le preguntó: «¿Habla usted inglés?» A lo que Voltaire respondió: «Para hablar inglés hay que morderse la punta de la lengua con los dientes. Yo ya soy muy mayor, y he perdido los míos.» ¿Lo ha comprendido? Se refería a la pronunciación de la th. Yo, como el viejo Voltaire, tampoco tengo los dientes lo bastante largos para practicar la lengua de la mundialización, aunque me encantan algunos escritores ingleses y uno o dos norteamericanos. Lo que estoy escribiendo, caballero, es francés.

Aunque inicialmente sorprendido por tan larga respuesta y superado por el discurso, el hombre, una vez recobrado el aplomo, clava en su vecino una mirada torva. Como todos los trabajadores de la época revolucionaria, odia a la gente que posee conocimientos de los que él carece y que, por su saber, simbolizan un enorme poder. Decidido a darle una lección de modestia, saca del bolso un juego de ajedrez chino y lo invita a jugar.

—Lo siento —dice Muo en el mismo tono serio—. No juego, aunque conozco perfectamente el origen de ese juego. Sé de dónde viene y de qué época data…

—¿De verdad escribe usted en francés? —le pregunta su vecino, totalmente desconcertado, antes de dormirse.

—Sí.

—¡Oh, en francés! —repite el hombre varias veces, y la palabra resuena en el coche nocturno como un débil eco, una sombra, una reminiscencia de la gloriosa palabra «inglés», mientras una mueca de decepción invade su rostro de buen padre de familia.

Desde hace once años, en París, Muo pasa todas las noches en la buhardilla convertida en estudio de un edificio de siete pisos sin ascensor (una alfombra roja cubre la escalera hasta el sexto), un lugar húmedo con grandes grietas en el techo y en las paredes, anotando sueños; en primer lugar, los suyos, pero también los de otros. Redacta sus notas en francés, consultando un diccionario Larousse para comprobar cada palabra que intenta cerrarle el paso. ¡Ah, cuántos cuadernos no habrá emborronado! Los guarda todos en cajas de zapatos sujetas con gomas elásticas, apiladas en lo alto de una estantería de estructura metálica; cajas cubiertas de polvo idénticas a las que los franceses utilizan y utilizarán siempre para guardar las facturas de la compañía eléctrica y de France Telecom, las nóminas salariales, las declaraciones de renta, los extractos de cuentas bancarias, las cuotas de los seguros, las mensualidades de los créditos para pagar muebles, coches, reformas... En definitiva, las cajas del balance de una vida. Desde 1989, año de su llegada a París, y durante más de una década (en la actualidad, acaba de cruzar el umbral de los cuarenta, la edad de la lucidez según el antiguo sabio Confucio), esas notas redactadas en un francés arrancado palabra a palabra al Larousse lo han ido transformando, del mismo modo que sus gafas de cristales redondos —enmarcados en una montura tan fina como las del último emperador en la película de Bertolucci— han ido estropeándose con el tiempo, y ahora están renegridas de sudor y salpicadas de manchas de grasa amarilla, y tienen las patillas tan torcidas que ya no caben en ningún estuche. «¿Tanto ha cambiado la forma de mi cráneo?», escribió Muo en su cuaderno tras la fiesta del año nuevo chino de 2000. Ese

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