El aroma de la rosa del desierto

Beatrix Mannel

Fragmento

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Contenido

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En lugar de un epílogo

Glosario

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Para mis padres Ilse y Werner Mannel,
que me han dado mucho más que abalorios
a lo largo de mi vida...

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Podemos entender la vida hacia atrás, pero tenemos que vivirla hacia delante.

SØREN KIERKEGAARD

Yo te señalé la luna y tú no viste nada más que mi dedo.

Proverbio de los sakumba (Tanzania)

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1

Fanny se ató la cinta del sombrero, plantó cara al intenso viento y echó a andar por la cubierta hasta alcanzar la borda a la que tuvo que agarrarse con ambas manos para no perder el equilibrio. Bueno, al menos después de treinta y un días de viaje por mar no se mareaba ya por mucho que se balanceara el barco. Contempló con curiosidad la costa del África del Sudoeste Alemana cuyas dunas despuntaban de las aguas bajo la luz del atardecer en un tono rojizo anaranjado, como llamas petrificadas, y que desataron en su interior una mezcla de ilusión y de familiaridad que ella era incapaz de explicar.

Aspiró el aire entremezclado de brisa marina lo más profundamente que se lo permitía su corsé, y se lamió a continuación la sal de los labios que las fatigas de la travesía habían agrietado.

A primera hora de la mañana alcanzarían la costa donde iba a cambiar toda su vida. Y ese cambio iba a ser, ciertamente, más drástico de lo que se había imaginado al comienzo de su viaje. Ella había dado su palabra. Una promesa que ya no tenía marcha atrás después de la muerte de Charlotte.

El viento se coló por su vestido y le levantó las enaguas, pero Fanny no hizo el menor ademán de bajárselas. Le gustaba hacer ahora todas aquellas cosas que habrían desatado el más puro horror entre las monjas del convento, decir por fin en voz alta lo que pensaba realmente, llevar un corsé y parecer una mujer, ser libre por fin y hacer solo aquello que considerara oportuno.

Con la mirada ausente contempló cómo ondeaban las cintas de encaje de sus «impronunciables» y volvió a dirigir una mirada nostálgica a tierra firme. Probablemente cambiaría todo mañana en Swakopmund, pero eso ya no dependía solamente de ella.

Consumida hasta los huesos, Charlotte se había aferrado a ella y le había suplicado que hiciera todo lo posible para que Ludwig, el prometido de Charlotte, no fuera en vano a buscarla al barco. Y Fanny se lo prometió, pensando, naturalmente, que ese caso no se daría y que Charlotte volvería a ponerse buena, pues Fanny no podía imaginarse por nada del mundo una vida sin la risa contagiosa de Charlotte, ni sin su lúcida inteligencia.

En los dieciocho años que Fanny había pasado en el convento siempre había soñado con tener una amiga de verdad, alguien a quien poder confiar sus pensamientos más secretos sin tener que temer una traición. Sin embargo, tuvo que esperar veinte años hasta conocer a Charlotte, de una manera completamente inesperada, en la Escuela Colonial Femenina de Witzenhausen, donde ellas asistieron a un curso de preparación de economía doméstica para las colonias.

La Sociedad Misionera envió a Fanny a Witzenhausen, mientras que a Charlotte la había enviado allí su madre, que tenía miedo de que una chica de buena familia no pudiera estar a la altura del duro trabajo cotidiano en calidad de esposa de un granjero, en el África del Sudoeste Alemana.

Ya en la primera tarde, durante una conferencia sobre «la educación de los paganos para su conversión en buenos sirvientes y buenos cristianos», Charlotte le guiñó un ojo y tapándose la boca con la mano había bostezado de una manera tan ostentosa que Fanny tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir la risa. Desde ese instante quedó claro que iban a ser muy buenas amigas.

No obstante, Fanny se preguntaba ahora en qué demonios andaba pensando cuando le hizo a su hermana del alma una promesa tan difícil de cumplir, una promesa que, ahora que Charlotte estaba muerta, ya no podía romper así como así. A pesar de todo, Fanny no era capaz de imaginarse que se iba a hacer pasar realmente por Charlotte y que se iba a casar con el prometido de ella.

De pronto ardió en llamas aquella costa árida a la luz del atardecer. Incluso el mar destellaba en tonalidades anaranjadas y rosadas. Involuntariamente, Fanny se palpó la pulsera de abalorios que no se quitaba nunca. Era su única propiedad, su bien más preciado. Mantuvo el brazo en alto y constató que, en efecto, algunas de las cuentas brillaban exactamente igual que la tierra que tenía enfrente a la luz del crepúsculo. Con toda seguridad, aquella era una buena señal. «Conseguiré tomar la decisión correcta», se dijo a sí misma para tranquilizarse.

El viento le tiró el sombrero hacia atrás a pesar de la cinta que lo mantenía atado y Fanny pensó unos instantes si quitárselo y dejarse la melena suelta al viento. Eso solo le habría deparado una alegría en presencia de Charlotte; estando sola le pareció una bobada. Charlotte no la habría imitado, por supuesto, sino que habría hecho un gesto reprobatorio con la cabeza y le habría dicho por enésima vez que se comportaba más como un cachorro de perro loco que como una señora de mundo. Y eso es precisamente lo que le habría gustado escuchar a Fanny. Se pasó la mano por los ojos que se le habían llenado involuntariamente de lágrimas. Echaba muchísimo de menos a Charlotte.

¿Cómo reaccionaría cuando la llamaran por el nombre de ella? A pesar de que Franziska era solo el nombre con el que las monjas habían bautizado hacía veinte años al bebé desconocido hallado a las puertas del convento, ella se había acostumbrado a ese nombre.

De pronto, una gigantesca aleta caudal de color gris azulado surgió de las aguas justo al lado del barco. Fanny contuvo la respiración por la sorpresa y deseó en lo más íntimo ver por fin una ballena entera, pero la aleta volvió a desaparecer en el océano con un impo

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