INTRODUCCIÓN
Por John Green
Escritor superventas de BAJO LA MISMA ESTRELLA y uno de los creadores del canal Vlogbrothers de YouTube
Mi amistad con Esther Earl comenzó, al igual que muchas grandes historias de amor, en una convención de fans de Harry Potter. Mi hermano Hank es un músico de wizard rock (es decir, escribe canciones acerca del universo del joven mago), y en 2009 lo acompañé a regañadientes a la LeakyCon, una celebración de todo lo relacionado con Harry Potter que tuvo lugar en Boston. La primera noche se ofreció un banquete, y también un concierto que, desde luego, entrañaba una buena sesión de baile.
La mayor virtud de dicha comunidad de fans es que no se juzga a nadie. Ser nerd no se considera un defecto. Se valora la espontaneidad, y en ningún lugar tanto como en la pista de baile. En un concierto de wizard rock da igual si se es un bailarín fantástico o pésimo, siempre que se esté entregado a los movimientos.
Y yo no pertenezco a esa clase de personas. Me resulta imposible bailar como si nadie estuviese mirándome, incluso cuando nadie está mirándome. De modo que, cuando todos corrieron a la pista, yo me quedé rezagado. Mi estrategia para ese tipo de ocasiones consiste en apoyarme contra una columna o pared y observar con gesto pensativo a los músicos y bailarines, fingiendo reflexionar sobre ideas sumamente inteligentes. Así, si da la casualidad de que alguien se fija en mí, pensará que no debe molestarme.
Pero resulta que aquella noche me interrumpió una vocecita que me preguntaba: «¿Es usted John Green?». Al girarme vi a dos chicas casi idénticas, por lo que supuse que eran hermanas: una de ellas llevaba una cánula nasal y la otra sostenía una bombona de oxígeno. «Sí, hola», respondí. Lo que siguió fue algo de lo más habitual: a aquella chica llamada Esther le gustaba el videoblog que hacemos Hank y yo, y quería hacerse una fotografía conmigo. Su hermana nos la hizo y tras una breve conversación volví a apoyarme contra la pared.
Un par de minutos más tarde, un amigo tiró de mí para tratar de arrastrarme a la pista de baile. Me di la vuelta presa del pánico y vi a Esther y a su hermana Abby sentadas a una mesa que había detrás de la pista. «Hum, tengo que ir a hablar con esas chicas», aduje.
Aquella fue la primera vez, aunque no la última, que Esther Earl me salvó de una catástrofe. Me senté junto a ellas y entablé conversación. Resultó que Esther no solo veía nuestros vídeos, sino que era una nerdfighter muy comprometida (los nerdfighters son personas que luchan a favor de los nerds y celebran el intelectualismo; la comunidad nació gracias a los vídeos que mi hermano y yo empezamos a colgar en 2007). Esther llevaba siguiéndonos muchos años. Más adelante ella misma ayudaría a sacar adelante la mayor página web de fans nerdfighter (effyeahnerdfighters.com) junto con un reducido grupo de amigos que se hacía llamar Catitude. Además, dicho grupo colabora cada año en un proyecto benéfico nerdfighter denominado Project for Awesome, y Hank y yo hemos acudido con frecuencia a Catitude en busca de consejo y ayuda. De manera que, en cierto modo, Esther y yo ya nos conocíamos.
Aquella noche en Boston charlamos durante un buen rato —y seguro que aburrimos a la pobre Abby— sobre bromas internas de los nerdfighters, la música de Hank y nuestros grupos favoritos de wizard rock.
A partir de entonces seguí en contacto con Esther. De cuando en cuando hablaba con ella por Skype y alguna vez participaba en el chat de Catitude para hacer comentarios acerca de su página de fans, de cómo moderaban el foro o simplemente para pasar el rato. Es imposible describir la velocidad a la que escribían en esos chats de Skype: diez o doce personas podían teclear miles de palabras al minuto, y Esther, a pesar de ser uno de los miembros más jóvenes de Catitude, no se quedaba atrás.
Yo ya sabía que ella tenía cáncer, pero también que la mayoría de los jóvenes enfermos de cáncer se recuperan. Nunca quise ser indiscreto, sobre todo porque había estado trabajando durante años en un libro sobre niños con cáncer y no deseaba que mi amistad con Esther se convirtiera en un proyecto de investigación. Durante mucho tiempo nuestra relación se basó en una especie de negación: yo no quería ni pensar en el hecho de que aquella admiradora tan leal y divertida podía morirse, y Esther buscaba amistades que no estuviesen definidas y limitadas por su enfermedad. Sus problemas físicos hacían que aquella fuese una tarea difícil en la vida real, pero en internet no era la Esther Earl que tenía cáncer e iba con una bombona de oxígeno: era Esther Crazycrayon, la chica graciosa de Catitude.
Un buen día, mientras chateaba con Esther, me confesó que estaba escribiéndome desde la cama del hospital y, tras entrometerme un poco, me contó que se encontraba en la UCI, con unos tubos que le salían del pecho y que se encargaban de drenar el líquido que se le había acumulado en los pulmones. Incluso entonces hizo que la situación pareciera algo normal y corriente, como si a todos los jóvenes de catorce años les hiciera falta un drenaje torácico de vez en cuando. Sin embargo, me quedé tan preocupado que contacté con sus amigos, quienes a su vez me pusieron en contacto con Lori y Wayne, los padres de Esther. Poco tiempo después, todos sus amigos de internet empezaron a ser conscientes de que ella sufría una enfermedad terminal.
Acabo de darme cuenta de lo que he estado haciendo: he tratado de distanciarme de mi dolor, utilizando frases frías y técnicas como «enfermedad terminal» y describiendo los hechos en lugar de los sentimientos. La verdad es que me enfadé mucho: conmigo mismo, por todas las veces en las que interrumpí nuestras conversaciones para seguir trabajando; y también con el mundo, por ser una especie de lugar repudiable donde los niños que no han hecho nada malo se ven obligados a vivir con miedo y dolor durante años para finalmente morir.
Me disgusta la frase «amigos de internet», porque implica que las personas conocidas en la red no son amigos de verdad; es decir, que de alguna manera la amistad es menos real o significativa porque sucede mediante Skype o mensajes de texto. Yo considero que la amistad no debe medirse por su cualidad física, sino por su importancia. Los buenos amigos, sean de internet o no, nos empujan a ser más empáticos, nos reconfortan y también nos liberan de nuestras prisiones interiores. Imagino que a Esther en parte le entristeció tener que renunciar a la ilusión de que iba a estar bien con sus amigos de la red, pero lo que sucedió a continuación resultó ser una revelación para todos. Nuestras amistades de internet eran reales y poderosas, y se hicieron aún más reales y poderosas cuando Esther y sus amigos por fin pudieron reconocer su enfermedad y hablar abiertamente y con sinceridad sobre ella.
Unos meses antes de que Esther muriera, esos amigos de internet se vieron en persona, ya que algunos miembros de Catitude fueron a visitarla a Boston. Yo pasé un día con ellos. Me gustaría decir que me mantuve sereno y fuerte, pero la verdad es que estuve llorando casi todo el tiempo y apenas fui capaz de articular alguna que otra frase. Preferiría haberme comportado como un adulto con ellos, haber sido, al igual que sus padres, una presencia que la reconfortara, la tranquilizara y le diera cariño, en lugar de una magdalena asustada. Pero así es la vida.
De todos modos, fue un día fantástico. Hablamos de nuestras esperanzas y miedos para el futuro, de la última película de Harry Potter (lamentablemente, Esther nunca llegó a verla) y de nuestros mejores recuerdos. Ella me confesó que el suyo había tenido lugar un año antes, cuando la ingresaron con neumonía y pensó que iba a morirse. Me contó que estuvo rodeada de su familia, que se cogieron de la mano y que sintió que estaba conectada a aquellas personas, que le profesaban un amor infinito. En algún momento utilizó esa palabra, «infinito», para referirse al amor de su familia, y pensé que no era un número muy alto. Para mí se trata de algo completamente distinto: se trata de lo ilimitado. Vivimos en un mundo definido precisamente por los límites: no se puede viajar más rápido que la luz; debemos morir y moriremos. No hay modo de escapar de esos límites. Pero el milagro y la esperanza de la conciencia humana es que aún podemos concebir lo ilimitado.
Vimos un vídeo que Wayne y Lori habían preparado sobre la vida de Esther. Comimos comida china. Lloramos mucho todos juntos. De cuando en cuando Esther hacía pausas (para echarse la siesta, para vomitar, para que le inyectaran medicamentos en la sonda del vientre), pero estaba plenamente con nosotros, tan viva como los demás, igual de capaz de amar, divertirse, enfadarse y sufrir. Y, por mucho que yo no deseara que nuestra amistad tuviera algo que ver con el hecho de que yo escribiera, no pude evitar que ella me influyera como escritor y como persona. Esther era divertida, mordaz y segura de sí misma. Su capacidad para empatizar era insólita. Pero, por encima de todo, era una persona, completa y compleja. Tendemos a pensar que los moribundos son radicalmente distintos a los sanos. Los consideramos héroes y creemos que tienen unas reservas de fuerza vedadas a los demás. Nos decimos a nosotros mismos que las historias de su sufrimiento nos servirán de acicate, que aprenderemos a dar las gracias por todos los días o a ser más empáticos. Esas reacciones, aunque bienintencionadas, acaban por deshumanizar a los moribundos. Esther era especial, pero no porque estuviese enferma, sino porque era Esther, y no existió para que el resto de nosotros aprendiéramos importantes lecciones de vida. El sentido de su vida, al igual que el sentido de cualquier otra vida, es una cuestión enloquecedoramente ambigua envuelta en incertidumbre.
Aquella misma noche, un poco más tarde, acompañé a Esther y a sus amigos a dar un paseo por Boston y, haciendo turnos para empujar la silla de ruedas, buscamos un lugar donde tomar café y helado. Jamás lograré explicar lo bien que lo pasamos, la sensación que teníamos de estar viviendo una gran aventura similar a escalar el Everest, al serpentear por calles con siglos de antigüedad en busca de un postre.
Unas semanas más tarde hice un vídeo sobre Esther, y pronto ella se convirtió en una especie de celebridad en la comunidad nerdfighter. Durante los últimos meses de vida, llevó con gracia la atención que acababa de suscitar (después de todo, Grace era su segundo nombre). Incluso comenzó a hacer sus propios videoblogs, y aunque ya estaba muy enferma y le quedaban pocas semanas de vida, sus vídeos eran divertidos, graciosos y captaron el interés de muchos internautas. Mantuvimos el contacto, y Esther continuó charlando con sus amigos en el chat de Catitude, a pesar de que le resultaba cada vez más difícil seguir el ritmo de la conversación a medida que su salud empeoraba.
La última grabación de Esther fue parte de un vídeo elaborado conjuntamente por los miembros de Catitude con motivo de mi trigésimo tercer cumpleaños, que tuvo lugar el 24 de agosto de 2010. Para cuando el vídeo se publicó, Esther volvía a estar ingresada en la UCI. Falleció la madrugada del 25 de agosto.
Cuando reflexionamos sobre la muerte, solemos imaginar que sucede gradualmente: pensamos en un enfermo al que se le va la vida poco a poco, hasta que finalmente muere. Pero Esther, incluso en sus últimos días, estuvo completamente viva, tan viva como cualquiera, y a pesar de que todos los que la queríamos sabíamos que estaba llegando su final, perderla fue un gran golpe para mí. No se marchó lentamente, sino de repente, porque, hasta cuando no podía levantarse de la cama, encontraba el modo de estar completamente viva; de jugar con sus amigos, de gastar bromas, de querer y ser querida. Y de pronto se fue.
He dicho en repetidas ocasiones que Bajo la misma estrella no es un libro sobre Esther, aunque se lo haya dedicado a ella. Cuando se publicó, muchos periodistas querían que hablara sobre Esther, deseaban saber si mi libro estaba «basado en una historia real». Nunca supe muy bien cómo reaccionar ante aquellas preguntas, y aún sigo sin saberlo, porque la verdad, como siempre, es complicada. Esther fue la fuente de inspiración en cierto sentido, ya que la ira que sentí tras su muerte me empujó a escribir constantemente. Ella me ayudó a ver que los adolescentes son más empáticos de lo que yo creía, y su encanto y sarcasmo también me sirvieron de inspiración. De todos modos, el personaje de Hazel no tiene nada que ver con Esther, y la historia de Hazel no es la de Esther. La historia de Esther le pertenecía a ella. Por suerte para nosotros, era una escritora extraordinaria, y en estas páginas nos cuenta su historia de forma maravillosa. Encuentro consuelo en eso, pero que no se me malinterprete: todavía estoy enfadado por su muerte. Aún la echo de menos. Su pérdida sigue pareciéndome una injusticia intolerable. Y me gustaría que hubiese leído Bajo la misma estrella. Me asombra que el libro haya tenido tantos lectores, pero nunca llegará a las manos de la persona que más deseo que lo lea.
Antes he mencionado que Esther me salvó de más catástrofes aparte de aquella noche de 2009 en que me sacó de la pista de baile. De hecho, todavía sigue salvándome, todo el tiempo. En estas páginas, al igual que en mis recuerdos, ella hace que tenga presente que una vida breve también puede ser buena y rica, que es posible vivir con depresión sin que ello te consuma, y que el sentido de la vida se encuentra juntos, en la familia y en la amistad, que transciende y sobrevive a toda clase de sufrimientos. Tal y como escribió el poeta en el Cantar de los Cantares de Salomón en la Biblia, «es fuerte el amor como la muerte». O quizá más fuerte.
Almohada con forma de estrella,
ARABIA SAUDÍ, 2000
Esther trabajando,
MASSACHUSETTS, 2003
ESTHER GRACE
Por los padres de Esther
Introducción de Lori y Wayne Earl
Desde pequeña, Esther no tuvo ninguna duda de que iba a ser escritora. Y nosotros estábamos seguros de que lo conseguiría. Ella amaba las palabras, sentía su poder y creía en la magia de la historia. Al hacerse mayor, comenzó a apuntar en una lista las ideas y los personajes que esperaba desarrollar más adelante. La animábamos a escribir, y con mucho entusiasmo le prometimos que la ayudaríamos a encontrar lectores para sus trabajos.
A partir de los ocho años, más o menos, empezó a llevar un diario personal, y escribía en él con más frecuencia a medida que crecía. Evidentemente no lo hacía con la idea de que se publicara algún día. Escribía porque tenía la necesidad de hacerlo. Le apasionaba el proceso, y resultó ser fundamental para su salud, tanto mental como emocional, plasmar en un papel las ideas que le rondaban por la cabeza. Como a muchos otros niños de su edad, llevar un diario le ayudó a recorrer la travesía entre la infancia y la juventud; escribir se convirtió en una actividad aún más fundamental después de que le diagnosticaran la enfermedad.
Sus textos ahora te pertenecen a ti, al lector. Estamos convencidos de que ella no se habría opuesto a ello. A menudo decía que deseaba alentar y motivar a otras personas, y lo habría hecho aunque su propósito pasara desapercibido, quizá especialmente si pasaba desapercibido. Defendía a los solitarios, acogía a los desconocidos, era hospitalaria.
Esther solía escribir al final de su jornada, ya en la cama, y solo después de haber leído algo maravilloso. Es evidente que se dirigía a su diario como si de una persona se tratara, y a menudo releía lo escrito con la intención de mejorar sus virtudes y de enfrentarse a lo que consideraba sus defectos. Con el paso de los años, el estilo y el contenido de sus textos comenzaron a reflejar que Esther tenía una meta en la vida, todo ello desde la perspectiva de una jovencita empática y alegre que se veía obligada a afrontar la monstruosa realidad de un cáncer con sentencia de muerte y que, al mismo tiempo, entraba en el seductor mundo de la adolescencia a principios del siglo XXI.
Ante aquella intromisión tan desagradable, con frecuencia nos embargaba una sensación de impotencia mientras luchábamos por no perder el optimismo. Para nosotros, el omnipresente respirador artificial de Esther era un recordatorio constante de que llegaría el día en que dejaríamos de oír su zumbido tranquilizador. Pero ella prefirió ver las cosas de otra manera. A lo largo de todo el tratamiento, Esther creyó que, en general, la vida se había portado bien con ella. Tenía el amor de su familia y amigos, y todos los días volvía a centrar toda la atención en su propósito de reconfortar a los demás y cuidar de ellos. Por muy duro que fuese el asalto, hasta que el trabajo estuviese terminado no se planteaba dejar de escribir su texto esperanzador. Dos semanas después de cumplir dieciséis años, tuiteó lo siguiente a sus amigos: «Si pudiese pedir tres dones, serían el de entrar en un cuerpo (sin hacerle daño) y quitarle todo el cáncer, el del baile y el de la PALABRA».
Crear palabras que pudiesen curar, y disfrutar de la vida en compañía y con intensidad aquí y ahora: ese es su legado. Estamos convencidos de que a ella le gustaría que la recordaran por eso, y también por el gran amor que profesaba a los demás.
Su vida era su libro. No pudo elegir el desenlace, pero el modo en que llenó las páginas hace que su historia sea irresistible. Compartir lo escrito por Star —nuestra estrella y nuestro maravilloso rayo de sol— es una manera de esparcir luz. Estamos muy agradecidos de que honrara nuestras vidas con su presencia, aunque fuera por poco tiempo. Al leer las palabras de esta joven escritora, esperamos que, al igual que nosotros, los demás encuentren la motivación para ser mejores personas.
Hospital Infantil de Boston,
2008
En el avión a casa desde Europa,
2004
Obra de arte sin título,
6 DE DICIEMBRE DE 2008
3 DE AGOSTO DE 1994
Esther Grace Earl, nacida en Beverly (Massachusetts) e hija de padre pastor y madre educadora, era muy q