Mujeres espías

Laura Manzanera

Fragmento

Primera parte

De la Antigüedad a la Edad Media

1

La prehistoria del espionaje

El espionaje, tan antiguo como el ser humano, es innato tanto a hombres como a mujeres. Conscientes de la importancia de saber qué tenía y qué hacía el vecino, todas las comunidades de todos los tiempos lo han utilizado, por lo que puede afirmarse que ha habido informadores desde los primeros pasos de la humanidad.

La segunda profesión más vieja del mundo

Quienes avalan la teoría de que el espionaje es, después de la prostitución, «la segunda profesión más antigua del mundo», aseguran que descubrimientos tan ancestrales como el fuego o la rueda fueron posibles gracias a un rudimentario sistema de espionaje, es decir, al «robo» de ideas. A pesar de la casi inexistente documentación sobre la prehistoria del espionaje, resulta lógico pensar que ya las primeras agrupaciones humanas tenían una obsesión: descubrir cómo eran las armas de sus potenciales enemigos y el material con el que las elaboraban, pues de ello dependía su supervivencia. La recogida de información sobre las numerosas tribus circundantes —en especial si eran amistosas u hostiles— precisaba una considerable inversión de tiempo y de personal.

Desde el mero traidor que informaba al enemigo a cambio de alguna recompensa económica o los que simplemente estaban dispuestos a arriesgarse para ayudar a su comunidad, hasta los sofisticados sistemas de detección empleados en la actualidad ha pasado de la antigüedad a la edad media mucho tiempo. Pero merece la pena hacer un repaso a los albores del «arte de espiar».

El arte del engaño

En el siglo vi a. C., el filósofo chino Sunzi (Sun-Tzu) escribió el Tratado del arte de la guerra, en una época de transición en la que la extinción de los feudos de las antiguas dinastías dejaba paso a la progresiva consolidación de estados regidos por un solo señor. Sunzi, además de definir la guerra como «el arte del engaño», aseguraba que «no existe un arte más elevado que el de aniquilar la resistencia del adversario sin recurrir a la violencia». En su obra daba instrucciones detalladas para organizar un sistema de espionaje con agentes dobles y desertores. Según él, el conocimiento previo de un escenario concreto suponía la victoria de cualquier gobernante, y este conocimiento había de provenir «no de la consulta a espíritus y dioses, ni de la analogía con otras instituciones, ni de la interpretación de mediciones astrológicas, sino de personas que estuviesen al corriente de la situación del enemigo». Además, distinguía entre cinco tipos de espías: los que traen información (activos), los que están con el enemigo (pasivos), los que se usan por ser naturales de la comunidad vecina (locales), los oficiales del enemigo (internos) y los que se emplean por ser espías del enemigo (dobles).

Los fenicios, un pueblo de comerciantes que fundó numerosas colonias desde Asia Menor hasta la península Ibérica, llegaron a dominar el Mediterráneo gracias en gran medida a la estratégica ubicación de templos-burdeles en los puertos bajo su control. En ellos, las cortesanas (hetairas) ejercían la doble función de «entretener» a los hombres y obtener información de los mismos. Gracias a sus informes, los gobernantes sabían exactamente en qué situación se encontraba la navegación marítima, esencial para combatir a sus rivales.

la prehistoria del espionaje

Veneno en la piel

La India contaba con uno de los sistemas de inteligencia más sofisticados de la Antigüedad. Entre los más destacados maestros del arte del espionaje se encuentra Chanakya (c. 350-283 a. C.), quien ayudó a obtener el poder al emperador Chandragupta, fundador de la dinastía Maurya y forjador del primer imperio unificado indio. Como consejero y primer ministro, Chanakya ideó los planes de inteligencia más ingeniosos, entre los que se contaba implantar el uso de mujeres como eficaces agentes secretas. Estas, al igual que el resto de informantes, eran preparadas para dar parte al rey sobre el comportamiento del personal de la corte.

Una de sus tácticas más habituales era emplear a las llamadas visakanyas (doncellas envenenadoras), cuya misión consistía en «eliminar» a algún dirigente molesto, entre los que algunas veces se incluía el propio rey. En ocasiones, los cuerpos de estas peculiares espías —seleccionadas entre las más hermosas del reino— eran saturados con ciertas dosis de veneno, que era transmitido al cuerpo de su víctima con el solo contacto de su piel. En otras, sin embargo, se limitaban a añadir la ponzoña a la comida o la bebida que su «objetivo» se disponía a ingerir. Incluso se buscaba a mujeres que sufrían alguna enfermedad venérea con el fin de que contagiasen a su víctima.

También en el otro lado del mundo se contempla la relevancia del espionaje durante la Edad Antigua. Así, hacia el año 390 a. C., Flavius Vegecius Renatus reconocía la importancia de los espías en De Re Militari (De lo militar), considerado el más famoso tratado de táctica y estrategia de Occidente hasta el siglo xviii.

Curiosear tras la cortina

En la época clásica, espiar equivalía a traicionar. Las misiones de aquellos pioneros de la inteligencia, cuyos métodos resultan a día de hoy rudimentarios, solían limitarse a la infiltración de agentes en los campamentos militares o en las alcobas para escuchar conversaciones privadas que pudiesen resultar relevantes. Ya en este campo, de la antigüedad a la edad media las mujeres tuvieron un destacado protagonismo. Les bastaba con poseer algo de intuición, mucha discreción y buena memoria para que su trabajo diese el fruto esperado.

Si hay que creer en la mitología, resulta lógico suponer la importancia que, como solapados centros de espionaje, ocupaban los oráculos griegos y los santuarios egipcios y asiáticos, desde el momento en que los gobernantes acudían a ellos en busca de consejo antes de tomar alguna decisión trascendental. Las profecías que daban, en estados de trance, las sibilas en lugares de adivinación tan relevantes como Delfos, se tenían más en cuenta que la mejor estrategia militar. Por tanto, estas pitonisas por fuerza debían conocer las intimidades de los poderosos y resulta factible que también pudiesen «negociar» con tales secretos.

Dos milenios antes de que la tecnología se pusiese al servicio del espionaje, y de que se diseñasen los primeros dispositivos de grabación, los soldados y líderes políticos se vieron obligados a recoger la información vital que les permitiría sobrevivir a los constantes complots de que eran objeto. El arcaico antecedente del micrófono oculto era, simplemente, curiosear tras una cortina. Entre un método y otro parece haber un abismo, pero la finalidad es, en esencia, la misma.

Se ha hablado largo y tendido de la temida reputación de los legionarios del todopoderoso Imperio romano, pero apenas se menciona el papel que jugó el espionaje en su formación, extensión y mantenimiento durante tanto tiempo. Los historiadores romanos se encargaron de dejar constancia de que su ejército no había derrotado a sus enemigos gracias a la astucia, sino a la fuerza superior de sus armas, y probablemente tenían razón. Las legiones romanas superaban a casi todos sus opositores en maniobrabilidad y disciplina, pero resulta difícil creer que fuesen solo sus enemigos quienes acudiesen a operaciones clandestinas. Como ellos, también los romanos emplearon una completa gama de técnicas de inteligencia encubiertas, indispensables en cualquier civilización que aspiraba a dominar el mundo. Utilizaron a sus «esclavos» p

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