Juan Carlos I (edición actualizada)

Paul Preston

Fragmento

1. EN BUSCA DE UNA CORONA perdida, 1931-1954

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EN BUSCA DE UNA CORONA PERDIDA, 1931-1954

Hay dos misterios centrales en la vida de Juan Carlos, uno personal, el otro político. La clave de ambos reside en la definición que hace él mismo de su papel: «Para un político, el oficio de Rey es una vocación, ya que le gusta el Poder. Para un hijo de Rey, como yo, es otro asunto distinto. No se trata de saber si me gusta o no me gusta. Nací para ello. Y desde mi infancia, mis maestros me han enseñado a hacer también cosas que no me gustan. En casa de los Borbones, ser Rey es un oficio».1 En estas palabras radica la explicación de lo que es esencialmente una vida de considerables sacrificios. ¿Cómo explicar de otro modo la aparente serenidad con que Juan Carlos aceptó que su padre le entregara, a todos los efectos, atado de pies y manos al régimen? En 1948, con objeto de conservar la posibilidad de una restauración borbónica en la agenda de Franco, su padre, don Juan, permitió que Juan Carlos fuera llevado a España para ser educado a voluntad del Caudillo. En una familia normal, este acto se habría considerado una especie de crueldad o, en el mejor de los casos, una desaprensiva irresponsabilidad. Es evidente que la familia Borbón no era «normal», y la decisión de enviar a Juan Carlos a España respondía a una «superior» lógica dinástica. Pese a ello, la tensión entre las necesidades del ser humano y las necesidades de la dinastía late en el fondo de la historia de la distancia que separa a Juanito de Borbón, el niño alegre, y al príncipe Juan Carlos, un tanto rígido, con esa mirada perpetuamente triste del comensal que no está seguro de haber sido invitado a la cena. El segundo misterio, algo más impenetrable, es cómo un príncipe salido de una familia con tradiciones considerablemente autoritarias, obligado a actuar dentro de unas «normas» inventadas por el general Franco, y educado para ser piedra angular de un complejo plan para la continuidad de la dictadura, se comprometió firmemente con la democracia.

La misión para la que había nacido, y que tendría prioridad sobre su vida personal, era rectificar el desastre acaecido a su familia en 1931. Cuando Alfonso XIII conoció los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, entregó una nota a su presidente del gobierno, el almirante Aznar:

Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo. Mi conciencia me dice que ese desvío no será definitivo, porque procuré siempre servir a España, puesto el único afán en el interés público hasta en las más críticas coyunturas. Un Rey puede equivocarse, y sin duda erré yo alguna vez; pero sé bien que nuestra Patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicia. Soy Rey de todos los españoles, y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes los combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil. No renuncio a ninguno de mis derechos, porque más que míos son depósito acumulado por la Historia, de cuya custodia ha de pedirme un día cuenta rigurosa. Espero a conocer la auténtica y adecuada expresión de la conciencia colectiva, y mientras habla la nación suspendo deliberadamente el ejercicio del Poder Real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos. También ahora creo cumplir el deber que me dicta mi amor a la Patria. Pido a Dios que tan hondo como yo, lo sientan y lo cumplan los demás españoles.2

En ese mensaje puede percibirse lejanamente el proceso mediante el cual España perdió una monarquía, padeció una dictadura y recuperó la monarquía. A este respecto, las palabras clave son «Rey de todos los españoles». Estas serían utilizadas con frecuencia por el hijo y heredero de Alfonso, don Juan, y darían pie a la jocosidad sarcástica del dictador. Volverían también a ser utilizadas el día de la coronación del rey Juan Carlos.

El 14 de abril de 1931, el rey salió en su doloroso viaje desde Madrid, vía Cartagena, al exilio en Francia, acompañado por su primo, Alfonso de Orleáns Borbón. Su mujer, Victoria Eugenia, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, fue escoltada al exilio por la mujer de Alfonso de Orleáns Borbón, su prima, la princesa Beatriz de Sajonia-Coburgo.3 El gobierno de la República se apresuró a publicar un decreto que despojaba al rey exiliado de la ciudadanía española y a la familia real de sus posesiones en España. Sin el decorado del palacio y el elenco de cortesanos para llenarlo, se hizo cada vez más manifiesta la vaciedad de la relación entre la real pareja. Tras una estancia breve en el hotel Meurice de la rue de Rivoli de París, la familia real se trasladó a una casa en Fontainebleau. Allí, Alfonso XIII recibía delegaciones de conspiradores contra la República a las que prestaba aprobación y aliento.4

Además del golpe del exilio, Alfonso XIII sufrió una gran tristeza personal. Una de las razones del largo deterioro de su relación con Victoria Eugenia era que ella había llevado la hemofilia a la familia, pero había otras. No mucho después de instalarse en Fontainebleau, el rey reprochó a la reina la intimidad de su relación con el duque y la duquesa de Lécera, que la habían acompañado al exilio. El matrimonio del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agrelo de Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la reina. No obstante los persistentes rumores, que mortificaban a Alfonso XIII, la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes. Sin embargo, cuando el aburrido Alfonso XIII inició una nueva relación amorosa en París y la reina se lo reprochó, intentó desviar el ataque echándole en cara su presunta relación con Lécera. Ella la negó pero, al ir caldeándose el ambiente, Alfonso le exigió que eligiera entre él y el duque. Temiendo perder el apoyo de los duques, del que había llegado a depender, la reina respondió, según propio testimonio, con las fatídicas palabras: «Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara en la vida».5 Nunca se retractó.

El primogénito del rey, Alfonso, era de salud peligrosamente delicada. Era hemofílico y, según su hermana, la infanta doña Cristina: «Con cualquier golpe tenía unos dolores terribles y se le paralizaba parte del cuerpo». A menudo no podía caminar sin ayuda y vivía en constante temor de algún golpe mortal. Cuando Emilio Mola, recientemente nombrado director general de Seguridad, hizo una visita de cortesía a palacio en febrero de 1930, se quedó impresionado: «También visité al príncipe de Asturias y entonces comprendí toda la tragedia íntima de la familia real y encontré justificado el rostro de dolor de la Reina. Me recibió de pie y quiso tener la deferencia de hacerme sentar; luego intentó levantarse para despedirme, y no le fue posible: una ráfaga, mezcla de angustia y resignación, pasó por su semblante».6 Alfonso hab

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