Santos

María Jimena Duzán

Fragmento

Capítulo 1
LA ANTESALA DE LA VICTORIA

Una semana antes del plebiscito del 2 de octubre del 2016, me encontré con el presidente Juan Manuel Santos en un almuerzo en la revista Semana. En plena sobremesa le pregunté si abrigaba alguna duda de ganar el plebiscito.

Tomó un sorbo de whisky, su trago preferido; levantó las cejas y antes de responder se llevó el cigarrillo a la boca; lo aspiró con el deleite propio de los fumadores y tras expirar una bocanada de humo de manera tan pausada que dejó una estela de círculos que se fueron desvaneciendo, dijo con esa arrogancia que tienen los tímidos:

—Vamos a ganarlo… No por mucho, pero vamos a ganarlo, no le quepa la menor duda.

Eran las tres y media de la tarde del domingo 2 de octubre cuando el presidente Santos salió de su dormitorio y bajó las escaleras rumbo a su biblioteca, con paso confiado, como si los hechos a punto de ocurrir estuviesen ya escritos en piedra. A las cuatro empezaría a llegar un grupo de personas, entre amigos cercanos y funcionarios, invitados por él y su esposa María Clemencia a la casa privada para que los acompañaran a ver los resultados del plebiscito y quería aprovechar unos minutos para estar solo.

Vestía el mismo atuendo con el que lo habíamos visto por la mañana en la Plaza de Bolívar, depositando su voto por el acuerdo de paz que había firmado con las Farc tras cinco años de arduas negociaciones en La Habana y que creía imbatible en las urnas porque ponía fin a un conflicto de más de cincuenta años. Los vestidos de paño inglés que tanto lo caracterizaban, cortados y hechos a su medida en la Savile Row de Londres, los había reemplazado por un blazer azul oscuro y unos pantalones casuales de color gris de Arturo Calle, un exitoso almacén de ropa de precios asequibles. Sus intentos por parecer un colombiano promedio no le habían traído muchos réditos y ni siquiera vestido como se viste la clase media lograba neutralizar el halo distante e impenetrable que siempre rodeaba a su figura pública. Su verdadera condición quedaba expuesta en otros detalles de su indumentaria: la fina camisa inglesa Harvey & Hudson de color perla que usaba —sin corbata— debajo del blazer, y los mocasines italianos que su esposa María Clemencia había escogido como parte de su atuendo para este gran día.

Antes de entrar en su estudio le dio instrucciones al personal que ultimaba los preparativos de la pequeña recepción de no ser interrumpido por nadie. María Clemencia, de manera deliberada, había dispuesto que los invitados fueran directo al gran salón acondicionado con dos pantallas de televisión, lo suficientemente retirado de la biblioteca para que él pudiera mantenerse aislado en la intimidad de su estudio.

El gran festejo estaba reservado para más tarde, en el emblemático salón del Hotel Tequendama donde tenía previsto trasladarse a eso de las siete de la noche con el propósito de dar el parte de victoria ante cerca de quinientos seguidores y más tarde hacer su esperada alocución presidencial, que sería transmitida por la televisión nacional para cerca de treinta millones de colombianos.

Se sentó en la silla de su escritorio y prendió un cigarrillo, como suele hacerlo siempre que se siente tranquilo y a gusto, lejos de las miradas escrutadoras y de las cámaras que tras seis años en el poder lo seguían intimidando. Ante la inminencia del triunfo quería estar solo para procesar lo que estaba a punto de suceder. En momentos como estos siempre ha preferido recogerse como lo hacen los boxeadores cuando se quedan en su camerino, antes de salir al cuadrilátero. Y esa tarde, en la intimidad de su estudio, Juan Manuel Santos era consciente de que tenía que mitigar su ansiedad y calmar sus nervios. No estaba de ánimo para recibir saludos ni abrazos efusivos, que tanto lo perturban, porque necesitaba concentrarse en buscar las ideas para su discurso del triunfo. Necesitaba el silencio de su biblioteca.

Se sentía a gusto rodeado de los recuerdos placenteros que le habían dejado sus movidos años de gobierno, de sus viajes oficiales, de fotos familiares que le traían a la mente momentos entrañables y de las innumerables biografías de Winston Churchill que se había devorado. Allí, en ese ambiente solaz, se sentía a salvo del bullicio que ya empezaba a colársele por el pasillo y que lo alertaba del poco tiempo que le quedaba a su soliloquio.

Para explicar la figura política de Juan Manuel Santos no se puede utilizar la lógica convencional. Santos es un hombre hermético, difícil de descifrar, que no se esfuerza por agradar. No es cálido en el trato ni expresivo cuando se deja abordar. El nobel de la paz tampoco es un político arrollador, capaz de impactar a primera vista, y su temperamento es demasiado sincrético y lineal para un país acostumbrado a presidentes autoritarios y monolíticos, como si creyera que para preservar su autoridad fuera mejor no ejercerla.

El presidente Santos era también un gobernante asediado por sus propios fantasmas y con el tiempo se vio obligado a reconocer a regañadientes sus falencias. Su altivez tuvo que convivir con muy bajos niveles de aprobación en las encuestas, injustos para un presidente que estaba demostrando tener la llave de la paz, y su incapacidad de suscitar emociones entre sus gobernados contrastaba con la convicción racional de poner punto final a una guerra de más de cincuenta años.

Sin embargo, ese domingo 2 de octubre por fin sentía que la hazaña de haber firmado la paz con una guerrilla como las Farc era suficiente para demostrarles a sus enemigos que, pese a sus debilidades, él iba a ganar el plebiscito: “Yo no gobierno para las encuestas, sino para la historia”, era la respuesta que el presidente Santos les daba a quienes preveían los peligros que implicaba adelantar una campaña por el “Sí” con unos índices tan bajos de popularidad.

Quienes dicen conocerlo bien —que son muy pocos— coinciden en afirmar que detrás de esa aparente arrogancia y de la impenetrabilidad que lo caracterizan se esconde la timidez heredada de su madre, una mujer callada pero de armas tomar, de la que también aprendió el valor de la disciplina. Aunque Santos intenta camuflarla con toda suerte de hipérboles, su timidez siempre sale a flote en la excesiva parquedad de sus formas, en cierta torpeza social que disimula con una actitud distante y en un leve tartamudeo heredado de su padre —quizá origen también en parte de su timidez— que ha ido menguando gracias a su implacable disciplina de Demóstenes; su tenacidad por sobreponerse al gagueo es tan fuerte que este solo resurge en los momentos de máxima tensión. Su combate contra la tartamudez comenzó muy pronto, a mediados de la década del setenta, cuando ocupaba en Londres el lustroso cargo de representante de Colombia ante la Organización Mundial de Café y ya sospechaba que su vida iba a estar atada más a la política que al periodismo. A sabiendas de que su tartamudez podía ser un serio obstáculo para sus ambiciones políticas, decidió buscar ayuda en un centro especializado en problema

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