Invencible (Unbroken)

Laura Hillenbrand

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Mapa
Prefacio
Primera parte
Capítulo 1. La insurgencia de un solo niño
Capítulo 2. Corre como loco
Capítulo 3. El tornado de Torrance
Capítulo 4. Alemania, saqueada
Capítulo 5. En guerra
Segunda parte
Capítulo 6. El ataúd volador
Capítulo 7. «Llegó la hora, muchachos»
Capítulo 8. «Sólo en la lavandería saben cómo estaba de asustado»
Capítulo 9. Quinientos noventa y cuatro agujeros
Capítulo 10. Los seis apestosos
Capítulo 11. «Nadie sobrevivirá a esto»
Tercera parte
Capítulo 12. Abatido
Capítulo 13. Perdido en el mar
Capítulo 14. Sed
Capítulo 15. Tiburones y balas
Capítulo 16. Cantando en las nubes
Capítulo 17. Tifón
Cuarta parte
Capítulo 18. Un cuerpo muerto que respira
Capítulo 19. Doscientos hombres silenciosos
Capítulo 20. Un pedo para Hirohito
Capítulo 21. La fe
Capítulo 22. Conspiración en curso
Capítulo 23. Monstruo
Capítulo 24. Cazados
Capítulo 25. B-29
Capítulo 26. Locura
Capítulo 27. La caída
Capítulo 28. Esclavizados
Capítulo 29. Doscientos veinte golpes
Capítulo 30. La ciudad en llamas
Capítulo 31. La estampida desnuda
Capítulo 32. Cascadas de melocotones rosas
Capítulo 33. El día de la madre
Quinta parte
Capítulo 34. La chica resplandeciente
Capítulo 35. El derrumbe
Capítulo 36. El cuerpo en la montaña
Capítulos 37. Cuerdas torcidas
Capítulo 38. Un silbato para llamar la atención
Capítulo 39. Amanecer
Epílogo
Agradecimientos
Notas
Biografía
Creditos
Grupo Santillana
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Para los heridos y los extraviados,

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«¿Qué permanece contigo más tiempo y más hondo?

De los pánicos curiosos, de los compromisos

difíciles o los tremendos asedios,

¿qué permanece más hondo?».

WALT WHITMAN, «El sanador de heridas»

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Prefacio

Todo lo que él podía ver, en cualquier dirección, era agua. Corrían los últimos días de junio de 1943. En algún punto de la infinita expansión del océano Pacífico, el bombardero de la fuerza aérea y corredor olímpico, Louie Zamperini, se hallaba tendido sobre una pequeña balsa que flotaba hacia el oeste. Tirado junto a él estaba un sargento, uno de los artilleros de su avión. En otra balsa, atada a la primera, yacía otro miembro de la tripulación con una herida abierta que le atravesaba la frente. Sus cuerpos, quemados por el sol y manchados de amarillo por el tinte de la balsa, se habían consumido hasta parecer esqueletos. Los tiburones, a la espera, merodeaban restregando sus cuerpos contra las balsas.

Los hombres habían estado a la deriva durante veintisiete días. Transportados por una corriente ecuatorial, habían flotado por lo menos 1.000 millas adentrándose en aguas japonesas. Las balsas comenzaban a deteriorarse convirtiéndose en gelatina, y expedían un olor acre y penetrante. Los cuerpos de los hombres estaban llagados por la sal, y sus labios estaban tan hinchados que presionaban contra las narices y las barbillas. Pasaban los días con la mirada fija en el cielo cantando Blanca Navidad o hablando de comida en murmullos. Ni siquiera los buscaban ya. Estaban solos en sesenta y cuatro millones de millas cuadradas de océano.

Un mes antes Zamperini, a sus 26 años, había sido uno de los grandes corredores del mundo y muchos esperaban que fuera el primero en romper el récord de los cuatro minutos al recorrer la milla, una de las marcas más importantes en

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