Para los heridos y los extraviados,
«¿Qué permanece contigo más tiempo y más hondo?
De los pánicos curiosos, de los compromisos
difíciles o los tremendos asedios,
¿qué permanece más hondo?».
WALT WHITMAN, «El sanador de heridas»
Prefacio
Todo lo que él podía ver, en cualquier dirección, era agua. Corrían los últimos días de junio de 1943. En algún punto de la infinita expansión del océano Pacífico, el bombardero de la fuerza aérea y corredor olímpico, Louie Zamperini, se hallaba tendido sobre una pequeña balsa que flotaba hacia el oeste. Tirado junto a él estaba un sargento, uno de los artilleros de su avión. En otra balsa, atada a la primera, yacía otro miembro de la tripulación con una herida abierta que le atravesaba la frente. Sus cuerpos, quemados por el sol y manchados de amarillo por el tinte de la balsa, se habían consumido hasta parecer esqueletos. Los tiburones, a la espera, merodeaban restregando sus cuerpos contra las balsas.
Los hombres habían estado a la deriva durante veintisiete días. Transportados por una corriente ecuatorial, habían flotado por lo menos 1.000 millas adentrándose en aguas japonesas. Las balsas comenzaban a deteriorarse convirtiéndose en gelatina, y expedían un olor acre y penetrante. Los cuerpos de los hombres estaban llagados por la sal, y sus labios estaban tan hinchados que presionaban contra las narices y las barbillas. Pasaban los días con la mirada fija en el cielo cantando Blanca Navidad o hablando de comida en murmullos. Ni siquiera los buscaban ya. Estaban solos en sesenta y cuatro millones de millas cuadradas de océano.
Un mes antes Zamperini, a sus 26 años, había sido uno de los grandes corredores del mundo y muchos esperaban que fuera el primero en romper el récord de los cuatro minutos al recorrer la milla, una de las marcas más importantes en