Los hijos

Gay Talese

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Nota del autor

Bibliografía

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Para mis hijas,

Pamela Frances

y

Catherine Gay

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Resulta difícil escribir acerca de las ambiciones de la gente que nunca se hizo muy rica, que no fundó ninguna dinastía ni ninguna empresa duradera, y que vivió en las categorías media e inferiores del mundo de los negocios, pues casi nunca constan en ninguna parte.

Pero el carácter de una sociedad se ve enormemente influenciado por la forma que tomaron esas ambiciones, y por hasta qué punto quedaron colmadas o frustradas.

 

THEODORE ZELDIN

France, 1848-1945: Ambition and Love

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1.

 

En invierno la playa estaba fría y solitaria, y la isla quedaba humedecida por las gélidas rociadas de las olas del océano que azotaban implacables los malecones, y las vigas cubiertas de algas que sustentaban las casas blancas situadas sobre las dunas crujían tan silenciosas como los cangrejos que reptaban a su lado.

El paseo marítimo, que en verano era un lugar festivo de parejas bronceadas y globos infantiles, de melodías de tiovivo y luces de colores que giraban por la noche en la noria, en invierno quedaba ocupado por centenares de gaviotas que se posaban sobre la barandilla de hierro encarada al viento. Cuando no descansaban, se pavoneaban delante de las puertas cerradas de las tiendas ahora vacías, o describían círculos por el cielo, con una almeja en el pico que pronto dejarían caer sobre el paseo marítimo con un ruido de salpicadura. A continuación bajaban en picado y se lanzaban sobre la carne expuesta, picoteando y tirando hasta que no quedaban más que las esquirlas irregulares, saladas y blancas de las conchas vacías.

A mitad de invierno, el paseo esparcido de conchas era un inmenso cementerio de almejas, y, desde lejos, el suelo plano, alargado y elevado del paseo marítimo parecía un portaaviones varado que sufriera el ataque de unos bombarderos suicidas; y en extraña yuxtaposición, en medio de la niebla, detrás de las dunas, asomaban los restos oxidados de lo que antaño fuera una esbelta embarcación de cuatro mástiles que durante una galerna, en el invierno de 1901, había encallado en aquella pequeña isla del sur de Nueva Jersey llamada Ocean City.

La embarcación de casco de acero, que exhibía una bandera británica y alardeaba de unos mástiles de cuarenta y cinco metros, navegaba con rumbo norte siguiendo la costa de Nueva Jersey en dirección a la ciudad de Nueva York, donde debía entregar un cargamento navideño valorado en un millón de dólares que había recogido cinco meses antes en Kobe, Japón. Pero en mitad de la noche, mientras gran parte de la tripulación se emborrachaba de ron y cerveza en un brindis prematuro por el final del largo viaje, se desató una terrible tormenta y destruyó las velas del barco, partió los mástiles y lo empujó a un banco de arena a menos de cien metros del paseo marítimo de Ocean City.

Despertados por las bengalas de au

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