Una furtiva lágrima

Nélida Piñon

Fragmento

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Estatuto del amor

 

 

 

 

Conserva a tu hijo entre las paredes de la casa, donde está su hogar. Dale pan, jabón, agua, la cama de cada día. Hazle soñar si le falta capacidad para sorprenderse. Cuéntale historias que él pueda perpetuar en la memoria. Para que tu recuerdo se transforme un día en flecha de plata atravesando la noche de los tiempos.

Frota la espalda de tu mujer con la espuma del amor. Procura que la fuerza de tu impaciencia y tu descuido no hieran jamás la piel de tu compañera. Vigila con atención tu violencia. Es la parte oscura y sórdida de tu alma. La crueldad que ejerces contra tu mujer y tu hijo es un desafío a Dios, pues la rudeza mancilla tu condición de mortal y afecta al lento y difícil proceso civilizador.

No permitas que la familia crea que es una desgracia en tu vida, el peso de la desesperanza, unas cadenas de las que conviene deshacerse en nombre de un corazón indiferente, despiadado, baldío.

No expulses de tu vida a tus seres queridos. No te abandones a ese ensañamiento que, en realidad, refleja la existencia de un corazón que desconoce la utopía, el sueño, los derechos sagrados del hombre.

Que no te arrastre el yugo de tu ira, o dejarás a tu mujer y a tus hijos a merced de la suerte ingrata e indolente.

Defiende al hogar de ti mismo. De tu ferocidad, de tu pasión desenfrenada, del ansia de golpear, mutilar, maltratar, como si tan salvaje y falso ejercicio de justicia te atañera.

Evita que tu familia, despojada del hogar, lleve en su alma el estigma del infortunio, arriesgándose a perder la majestad, la autonomía, los derechos humanos que le son inalienables. Y que después de echarla a la calle, desprovista de valor, ostente en su cabeza una corona de hojalata y espinas, manchada de una sangre que no es la de Cristo, sino la derramada por tu arbitrio, tu despotismo, tu prejuicio, tu crueldad, tu cobardía inmisericorde. Gracias a los cuales la tragedia se abate sobre tu casa antes incluso del amanecer.

Acuérdate: privada del pálpito del amor, de los gestos de cariño, tu brutalidad quedará grabada a hierro y fuego en la memoria de tus seres queridos.

Tampoco dejes de invitarlos a visitar las dependencias de la casa, del jardín, de la calle, como si fueran todos ellos héroes intrépidos. Ayúdalos a celebrar la presencia humana en el mundo, a recibir de la vida las travesuras de los insurrectos, el espectáculo de los fanfarrones, las revelaciones amorosas que inauguran y renuevan nuestros sentimientos. Solo así, tan pronto se encienda la luz tenue de las farolas, regresarán al hogar sin miedo en el corazón, sin temor a sufrir innombrables humillaciones. A ese hogar que nos reconforta con el simple hecho de girar el pomo; donde las madres, los hijos y los animales domésticos desentrañan los misterios ancestrales, los enigmas del futuro.

Al fin y al cabo, una vida justa y generosa es aquella que jamás apaga las sombras de una casa. No ahuyentes así la convivencia. Procura que el rostro de tu mujer y el de tu hijo se iluminen en un instante, con solo ver la olla de alubias hirviendo al fuego, anunciando el feijão, ese plato brasileño que exalta la paz y la abundancia.

Sobre todo, no usurpes a tu familia sus privilegios naturales. No la envenenes con la amargura de tu pecho. No la amordaces con tu ira. Al contrario, asegúrale la herencia de tus gestos, de las palabras. Recuerda que, por mucho que el corazón humano se obceque en la codicia desmesurada y la ausencia de escrúpulos morales, en ti perdura el ansia del paraíso. Así se logra mantener en la familia la ilusión de ser todos hijos de Dios.

¿Qué seríamos sin aquellos que nos ofrecen la armazón del hogar?, ¿aquellos que batallan para que en nosotros subsista la soberana emoción de saber que formamos parte de una familia que se sucede a sí misma a lo largo de la peregrinación humana?

Y si en el futuro el amor a tu mujer se le agota, no hay motivo para dejar en su lugar los restos del desamor, el estigma de la maldad. Ni una pizca de carne humana merece ser golpeada por la indiferencia, la violencia o la injusticia. Por lo tanto, no abatas a tiros, a golpes, a arañazos, el cuerpo de tu mujer. Forjaste una familia en comunión con ella. Respeta, pues, el derecho que te otorgaron de reproducirte en otro ser, tu hijo. La familia es el fruto de tu humanidad esencial.

Así que no le niegues tu mirada compasiva, las lágrimas ultrajadas por una realidad que traicionó tus sueños. Quienquiera que habite el recinto sagrado de tu hogar heredará tanto tu horror como tu capacidad para maravillarte.

Aprende que el otro es tu hogar. Es tu cuerpo, tu nombre, tu otra cara. Es el envés y el revés de tus entrañas. Es el espejo de tu irrenunciable humanidad.

No esperes a descubrir la indecible gravedad de tu infamia el día en que por obra de tu violencia tu familia sea diezmada. Comprende a tiempo el gozo que sentirías si, en vez de matarla, la llevaras en el pecho mientras aún está viva.

Sumérgete en la liturgia del amor y renuncia a tu ira insensata. El amor es y siempre será tu mejor gesto en la tierra. El único capaz de proyectar luz sobre esta precaria existencia humana.

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La belleza

 

 

 

 

La belleza es vertiginosa. Sacude convicciones, nos lanza a la aventura que proviene de la estética en acción. Cada cual inventa la idea de belleza que más lo favorece, que perpetúa la creencia en el talento humano.

Personalmente, la belleza, incluso la grotesca, me emociona. A veces huyo de su impacto para que no marque a hierro y fuego mi piel de ganado indefenso.

La belleza predica el misterio y es una bendición.

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