La vida sin dueño

Fernando De Szyszlo
Fietta Jarque

Fragmento

En los orígenes

Soy pintor. Esas dos simples palabras han dado sentido a mi existencia. ¿Es eso lo que quiero contar? Tal vez sí, pero no se trata solamente de mi vida. Sobre todo quiero dejar constancia de una época de gran transformación del arte y la cultura en el Perú que me tocó vivir y en la que he tenido la fortuna de participar. ¿Se explica la vida de una persona de forma aislada? Pienso que no. Yo soy más yo gracias a mis amigos y las personas que he amado, también con las que he discrepado, las que he perdido y hasta algunas que no llegué a conocer, como los artistas y escritores que he admirado y han dejado huella en mí. Esa es la historia que quiero contar, ese es el sentido de estas palabras.

La memoria selecciona nuestros recuerdos, los conserva y elige. Algunos, casi siempre los mismos, se adelantan a un primer plano mientras la gran masa de hechos y experiencias aparece desenfocada o simplemente tragada por la oscuridad del olvido. “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, escribió Borges. Pasados los noventa años de existencia veo el fragmentado espejo de mi vida con zonas brillantes donde, como en una película, suceden una y otra vez algunas escenas del pasado. En otros trozos más y más pequeños cuesta descifrar los detalles, identificar a los personajes, borrosos ya.

Sin embargo, no pierdo la esperanza de que esas experiencias dormidas reaparezcan, vuelvan a cobrar sentido. Tengo buena memoria, por eso voy a intentar unir o reconocer las piezas de ese espejo roto, en la medida de lo posible. Tal vez, como nos enseñó Proust, baste un acto o circunstancia fortuita, como el que evoca el aroma de la madeleine sumergida en la taza de té o el desnivel de una loseta en el suelo de la casa de Guermantes, para que muchas de esas vivencias agazapadas tengan la ocasión de surgir con toda la fuerza de un hecho que emerge de las profundidades más insondables.

Mis recuerdos de Barranco, en donde nací el 5 de julio de 1925, en el número 325 de la calle Junín, y en donde viví hasta los cuatro años, son muy difusos. Y creo que muchos de ellos son sobreimpresos; quiero decir que los he hecho míos por lo que oí en mi infancia. Recuerdo vagamente el enorme comedor de esa casa con una teatina en el techo que arrojaba luces del color de los cristales —naranjas, amarillos, azules, verdes— iluminando la mesa familiar, pero no he olvidado la terraza frente al mar que he amado toda mi vida: el océano Pacífico. Siento un lazo indestructible con el mar y toda esa bahía, desde La Punta hasta Chorrillos. El escritor colombiano Álvaro Mutis me dijo una vez que lo maravilloso de Lima es que queda al borde del mar y no es puerto. La casa tenía una bajada privada a la playa, un caminito peligroso de angostos peldaños sobre el borde de un acantilado de al menos ochenta metros de altura. Al pie del acantilado había unas formaciones de piedra porosa, como breves cuevas pobladas de helechos y culantrillo que filtraban un agua limpia y pura. Fue en ese mismo acantilado en donde, un aciago día a comienzos de marzo de 1996, Vicente, Marisol Palacios y yo esparcimos las cenizas de mi hijo Lorenzo.

La casa de mi niñez en Barranco era alquilada a una familia barranquina, la misma a quienes se la compré cincuenta años después. Vivimos ahí mientras mi padre construía la residencia familiar a la que nos mudamos en 1929, situada en la calle Soldado Desconocido (hoy Nicolás Arriola) 784, en la que por entonces era una nueva urbanización llamada Santa Beatriz. La construcción tenía un estilo vagamente neocolonial y en el segundo piso llegó a tener un remedo de balcón de la época. En ese balcón lucía como un blasón el escudo de Polonia, porque mi padre era el cónsul honorario de ese país en el Perú. Lo fue entre 1925 y 1935.

Según mi madre, la primera palabra que dije fue algo así como “Godi”. Y ese es el apodo con el que me llaman casi todos mis allegados desde entonces. No es que me guste, pero no fui capaz entonces de manifestarlo y a lo largo de mi vida me he dejado llevar. Incluso he llegado a inventar falsas explicaciones de ese sobrenombre, como que godi es en italiano antiguo el imperativo del verbo gozar (godere). Mis amigos más cercanos y familiares me llaman Gody. Los demás me llaman Fernando; me siento más cómodo con ese nombre.

Un apartado pedacito de espejo relumbra en este instante. Es el recuerdo más antiguo que veo con claridad. Mi madre me lleva a la avenida Leguía para ver la entrada del general Sánchez Cerro a la ciudad, después de triunfar su revolución contra el presidente de la República, Augusto B. Leguía. Poco después se le cambió el nombre por avenida Arequipa, que conserva hasta hoy. Yo tendría unos cinco años. Mi madre era totalmente antisanchezcerrista, mi abuela tenía muchas simpatías por Leguía. La revolución de Sánchez Cerro originó una huida de leguiistas acusados de corrupción y, por unos días, tuvimos asilado en el Consulado a un general, creo que se apellidaba Zapata, y que vivía en la vecindad.

Mi infancia estuvo marcada por una salud endeble, sufrí de paludismo y luego de asma hasta pasados los catorce años. Esas enfermedades me obligaron a estar muchos días en cama y, junto a los padecimientos y ausencias obligadas al colegio, disfruté del placer enorme de descubrir la literatura, un escape que desdoblaba mis días. En mi casa teníamos la biblioteca del escritor Abraham Valdelomar, pues su madre, mi abuela, vivió hasta el día de su muerte con nosotros. A esa biblioteca se sumaba la de mi padre, que era más bien de carácter científico. Y la de mi primo Eduardo Nugent Valdelomar.

Empecé a escribir un poco, escribía versos. Y también una novelita llena de personajes miserables y ricos porque fui muy lector de Émile Zola. Me aficioné a la novela realista del siglo XIX por una revista mensual argentina llamada Leoplán, que traía una novela completa en cada número. Ahí leí a Dostoievski por primera vez.

Vivíamos bajo el mismo techo, ya desde Barranco, mis padres, mi hermana Juana, mi abuela Carolina — madre de Abraham Valdelomar—, la hermana soltera de mi mamá, una hermana viuda de mi mamá y su hijo, Eduardo Nugent. Su padre murió al poco de nacer él y es una persona a la que le debo mucho de mi interés en la literatura. Era un muchacho muy inteligente y muy culto. Hizo muchos discípulos porque tenía una auténtica vocación de maestro. Por sus clases en el colegio San Pablo, de Chaclacayo, pasaron los que fueron después destacados intelectuales como Mirko Lauer o Alfredo Bryce Echenique. Aunque solo me llevaba dos años, no jugábamos mucho de chicos. A él le gustaba leer desde niño y yo era más travieso, me gustaba jugar al fútbol. A los doce o trece años él me empezó a prestar libros y yo empecé a leer también, por el puro gusto de hacerlo.

La presencia de ese ausente que era Abraham Valdelomar tuvo una enorme gravitación sobre la familia y su trágica muerte a los treinta y un años —en 1919— sumió a mi abuela en un dolor del que nunca se recuperó. Cada día, al caer la tarde, la escuchábamos llorar por su hijo. Cuando yo perdí al mío en un desgraciado accidente de aviación comprendí a mi abuela y el género de su

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