Nosotras. Historias de mujeres y algo más

Rosa Montero

Fragmento

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uando saqué mi libro Historias de mujeres en el año 1995, las biografías femeninas no llamaban la atención del público. A casi nadie se le ocurría escribir por aquel entonces sobre las muchas mujeres que, pese a haber tenido unas vidas extraordinarias, habían sido borradas de los anales por el machismo de los cronistas. Y las pocas pioneras que, como la estupenda Antonina Rodrigo, se empeñaron en rescatar en este país la memoria de las olvidadas, lo tuvieron que hacer contra viento y marea y publicando por lo general en editoriales pequeñas. Ahora, en cambio, el tema se ha puesto de moda y hay decenas de volúmenes de todo tipo, ilustrados y sin ilustrar, con fotografías o en versión cómic, para adultos o para niños, en donde se intenta recuperar esa parte de nuestro pasado que fue secuestrada por el prejuicio. Es una abundancia editorial de la que debemos regocijarnos, porque no creo que haya un indicativo mejor del cambio que ha experimentado en estos últimos veinticuatro años la mal llamada «causa de la mujer». Y digo mal llamada porque ya va siendo hora de que dejemos de creer que la deconstrucción del sexismo es cosa de chicas, cuando en realidad se trata de una causa común que nos implica a todos. Como es obvio, el cambio del rol de la mujer supone un cambio equivalente del rol del hombre, de manera que estamos hablando de un nuevo tipo de sociedad, de una nueva forma de vivir que nos afecta y nos debería interesar tanto a unas como a otros.

Sin duda esta labor de recuperación casi arqueológica de las olvidadas es importantísima, porque necesitamos modelos reales, necesitamos saber que la vida no fue ni es como nos la han contado. «Hay una historia que no está en la historia y que sólo se puede rescatar aguzando el oído y escuchando el susurro de las mujeres», digo en el prólogo original de Historias de mujeres, incluido en este volumen. De manera que ya en 1995 yo era consciente de que nos habían escamoteado una buena parte de la realidad. Pero me quedé muy corta en mis apreciaciones; no fui capaz de calcular el volumen de la tergiversación y del ocultamiento que hemos sufrido. La porción invisible del iceberg de mujeres silenciadas empieza a emerger ahora, y tiene unas dimensiones colosales. Y entre ellas hay de todo, heroínas y tiranas, revolucionarias y retrógradas, salvadoras de mundos y asesinas crueles. Lo cual es formidable y liberador. El feminismo, o al menos la parte mayoritaria del feminismo, no reclama santas sino personas que puedan vivir todas las posibilidades del ser, más allá de la tiranía de los estereotipos. Ya saben, como en el viejo chiste: las chicas buenas van al cielo y las malas van a todas partes. Siempre he dicho que habremos alcanzado la verdadera igualdad social cuando podamos ser tan necias, ineficaces y malvadas como lo son algunos hombres sin que se nos señale especialmente por eso.

El hecho es que ha habido mujeres en todas las épocas haciendo cosas memorables: dirigiendo imperios, creando tablas de cálculo, descubriendo los secretos del universo, escribiendo la primera literatura de autor que jamás se ha escrito, capitaneando ejércitos. Contamos con científicas, filósofas, músicas, guerreras, pintoras, escultoras, políticas, escritoras, exploradoras… No hay un solo campo social, artístico o del conocimiento en el que no hayamos destacado. «Son tantas, tantísimas, que, al sacarlas a la luz, la historia tal como la conocemos se descompone», dice Ana López-Navajas. Y ella debe de saberlo mejor que nadie, porque Ana es una brillante investigadora de la Universidad de Valencia que publicó en 2014 un estudio en el que demostraba la ausencia de referentes femeninos en los contenidos de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria): los libros de texto españoles tan sólo citan a un 7,6 % de mujeres. Es decir, aprendemos una cultura y una ciencia sólo de hombres, una versión de la realidad sesgadamente viril. Por eso, Ana López-Navajas lleva ocho años preparando una base de datos para incluir mujeres en los contenidos de la ESO, una labor monumental y épica que puede cambiar, en efecto, nuestra noción del mundo.

Pero tenemos que hacer algo más que cambiar la visión del pasado: es esencial que también cambiemos la visión del presente. La manera en que nos miramos a nosotras mismas. El sexismo es una ideología en la que se nos educa a todos y lo tenemos hincado en lo más profundo de nuestro cerebelo. Numerosos experimentos demuestran que la sociedad sigue potenciando, priorizando y valorando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras compartimos el mismo desdén discriminatorio sin advertirlo. Es lo que tienen los prejuicios: al ser anteriores al juicio, resultan invisibles. Por ejemplo, se ha comprobado que en la atención médica primaria, ante los mismos síntomas, a las mujeres les prescriben más ansiolíticos y antidepresivos, mientras que a los hombres les hacen más pruebas diagnósticas. Y también sucede con el dolor: a los hombres les proporcionan más analgésicos (toman su sufrimiento por algo real), mientras que a las mujeres les dan sedantes (las consideran unas histéricas). Me espeluzna particularmente un estudio hecho con 1.300 enfermos de cáncer que evidenció que las mujeres tenían un 50 % más de posibilidades de que su dolor fuese inframedicado. Este angustioso maltrato, esta discriminación feroz que puede conducir a la enfermedad y la muerte cuando no se realiza a tiempo una prueba diagnóstica, es ejercida por doctores y doctoras, por enfermeros y enfermeras. Todos le damos más credibilidad a la palabra del hombre. La voz del varón sigue siendo la ley.

Hay un formidable experimento que se llevó a cabo en la Universidad de Yale (Estados Unidos) en 2012. Dos estudiantes de doctorado de Ciencias, Jennifer y John, solicitaron una plaza de encargado de laboratorio. Como se suele hacer en Estados Unidos en estos casos, Yale envió sus currículos para que fueran evaluados por 127 catedráticos de Biología, Física y Química pertenecientes a las seis universidades más importantes del país, tres públicas y tres privadas. En una escala del 1 al 10, John sacó un punto más que Jennifer. Además, se les pedía a los profesores que dijeran qué salario creían ellos que los solicitantes merecían, y ofrecieron 30.328 dólares anuales a John y 26.508 a Jennifer. Hasta aquí, todo más o menos normal. El estupor comienza cuando nos enteramos de que Jennifer y John no existen y que los currículos eran absolutamente idénticos, salvo que a la mitad de los catedráticos se les dijo que el solicitante se llamaba Jennifer y a la otra mitad que se llamaba John. Y, naturalmente, entre los evaluadores también había catedráticas.

Tenemos que esforzarnos en extirpar de nuestras cabezas ese parásito del pensamiento que es el prejuicio. Yo no pido que haya más mujeres en los diversos premios, en los centros de mando, en las cátedras o la dirección de las empresas porque seamos todavía pocas, vengamos de una discriminación de siglos y, pobrecitas de nosotras, necesitemos algo de ayuda. No, de ninguna manera. Lo que yo pido es que haya más mujeres en todos los ámbitos porque somos tan buenas como los hombres. Es decir, reclamo que se nos evalúe con objetividad y con justicia. Y lo terrible es que eso hasta ahora no ha ocurrido: ni la sociedad ni nosotras mismas nos valoramos igual.

Por eso suceden las cosas que suceden sin que haya respuesta. Cada año les rebanan el clítor

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