En la distancia

Josefina Aldecoa

Fragmento

Prologo

Prólogo

Durante los últimos años, me he visto con frecuencia sumergida en las aguas remansadas del pasado. Buceando hasta un fondo submarino, emergen, encadenados, rostros, paisajes, luces y sombras, olores y colores, sonidos, voces, músicas, sentimientos e ideas.

La memoria, como un buen arquitecto, ordena los hallazgos para reconstruir un todo armónico. En el fondo siempre quedan materiales preciosos. Misteriosas claves que nunca recuperaremos. Sin embargo, la memoria ha hecho el milagro. Ante nosotros, a saltos, a fragmentos, aparecen, fulgurantes o grises, los días del pasado. En un orden marcado por las huellas que han dejado personas y lugares, momentos históricos vividos, a veces sin saberlo, con pasión o tristeza, con rabia o entusiasmo.

Despojada de tentaciones exteriores encuentro en el ensimismamiento el placer más completo.

El curso del pensamiento, con sus numerosas ramificaciones, me conduce por los caminos de la investigación personal. Es decir, por qué hoy, a los setenta y siete años de edad, soy como soy, pienso como pienso y hago que mi vida transcurra como está transcurriendo, serena y equilibrada en lo personal e intensamente ocupada con actividades profesionales.

Me pregunto qué aciertos y desaciertos han condicionado mi vida, qué circunstancias favorables o adversas han influido en ella.

La memoria se reactiva ante cualquiera de estas preguntas, me guía a través de los años, las personas inolvidables, los lugares únicos, los acontecimientos históricos que pueden constituir los núcleos fundamentales de mi existencia.

Me concentro en un análisis de los motivos, las causas, las circunstancias que han determinado mi desarrollo personal y mi conducta a lo largo de los años. Reflexiones tardías, examen de conciencia, interpretación de hechos importantes que me han influido, o así lo imagino, al pasar el tiempo.

Entusiasmos, indignaciones, encantos y desencantos, deslumbramientos y decepciones que tienen su raíz en nuestra percepción variable de la realidad.

Como un torrente, la evocación arrastra todo lo que encuentra a su paso. Lo significativo, lo que todavía palpita en algún rincón de nuestro cerebro y el suceso aparentemente nimio que, sin embargo, fue decisivo en el momento en que se produjo.

Ponerse a escribir en la vejez acerca del pasado tiene una gran ventaja. El filtro de la memoria ha dejado seleccionados en el fondo de la vasija los recuerdos duraderos, los que aparentemente merecían la pena ser conservados. Recuerdos que reflejan los momentos personales más vigorosos, los que alcanzaron un día el primer plano de relevancia.

Hay fragmentos, años de los que apenas guardo recuerdos diáfanos. Y otros que brillan en la memoria cuando los evoco. Resplandecen con luz propia, iluminan el presente y me hacen sentir que merece la pena vivir y haber vivido.

Con toda seguridad lo recordado no es exacto. El tiempo ha ido enriqueciendo o empobreciendo la experiencia real. Hasta qué punto añadimos o restamos matices a lo que un día hemos sentido o pensado es imposible de determinar.

El deseo de comunicación, el primer impulso que nos lleva a escribir, es el mismo cuando se crea una novela y cuando se trata de recrear un episodio de la propia vida. En ambos intentos hay una buena dosis de sinceridad. Pero ¿cuándo nos acercamos más a la verdad? ¿Cuando consciente o inconscientemente trasladamos a un personaje inventado nuestras ideas o nuestras reacciones o cuando pretendemos explicar, directamente y sin intermediarios, nuestra actitud vital, nuestras sensaciones, sentimientos e ideas? No lo sé. Ése es uno de los misterios de la literatura.

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