Mi resiliencia

Siegfried Meir

Fragmento

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Prólogo

por BORIS CYRULNIK

Un día Moustaki me dijo: «Debería conocer a Siegfried Meir; su vida es asombrosa, lo encontrará interesante.»

Así que me cité con Siegfried en la terraza del Rostand, cerca de los jardines de Luxemburgo. Y en verdad esa mezcla de dulzura y firmeza resultó asombrosa e hizo que no tardara en decir: «He sido un niño en Auschwitz.»

Las teorías psicológicas actuales demuestran que la falta de afecto, un fallo relacional, a menudo debido a una desgracia sufrida por los padres, afecta el desarrollo de un niño de un modo duradero. De modo que, tal como el lector imagina, Auschwitz solo puede destruir a un niño de manera irremediable.

Sin embargo, en las primeras líneas de este libro se emplea el verbo «amar»: «Amo el sol, la vida, las mujeres, a mis hijas, a Hannah, a mi perra e Ibiza, esa isla donde reinan la belleza y la amistad.»

Inmediatamente después de pronunciar la palabra «Auschwitz», añadió: «Me pregunto por qué todo me ha salido bien. He sido cantante, lo cual supuso la amistad de Moustaki, mi mellizo, mi hermano del alma... He lanzado una línea de ropa de moda, he montado restaurantes, me he dedicado a la pintura, a la escultura...»

Nada de eso encajaba con Auschwitz, y, no obstante, este libro explica el encadenamiento de los hechos.

No se trata de una biografía al uso, sino que comienza como una intriga. El autor nos proporciona ciertos indicios enigmáticos: «No quería llamarme Siegfried..., he olvidado el alemán, mi lengua materna..., el número 117943...»

Todo esto resulta curioso.

De hecho, no es una autobiografía, es una investigación sobre uno mismo, un diálogo con Sherlock Holmes, como un doble, una sombra, un Doppelgänger que camina al lado de Siegfried, lo cuestiona y lo ilumina mientras recupera archivos que rellenan algunos huecos de la memoria.

Porque la memoria traumática está formada por un conjunto de recuerdos precisos, grabados en la memoria, rodeados de incertezas, de brumas e incluso de incoherencias. El tiempo se ve destrozado por el fragor del medio, porque un niño necesita estabilidad afectiva para construir una imagen coherente de sí mismo. Siegfried Meir no tuvo esa oportunidad: «He vivido sesenta y cinco años sin saber cómo transcurrieron las cosas con exactitud.»

Los problemas empezaron antes de Auschwitz, cuando sus padres, huyendo de Rumania, no tuvieron la fuerza necesaria para proporcionarle seguridad al niño, que se sintió traicionado por aquellos de los que esperaba recibir protección, al tiempo que estos se defendían lo mejor que podían.

El fin de la guerra no supuso el fin de los problemas. En el hotel Lutetia, que acogía a los «resucitados», en el sentido fantasmagórico del término, Siegfried es incapaz de reencontrar una familia. Entonces sueña: «Toda mi vida he querido tener una familia.»

No puede charlar como todo el mundo, ¿cómo narrar Auschwitz con palabras corrientes?

«Cuando narraba mi historia nadie me creía.» Todos los supervivientes pronunciaron esa frase, como si uno solo pudiese hablar de aquello que los demás son capaces de comprender. De modo que Siegfried calla, porque Auschwitz es impensable. ¿Cómo decir que la diarrea del que agoniza se derrama sobre el que duerme debajo? ¿Cómo decir que si un vecino no se levanta por la mañana es porque ha muerto durante la noche? ¿Cómo decir que no temía al amable doctor Mengele? ¿Cómo decir que no tenía miedo porque se sentía protegido por las mujeres de los barracones? Impensable, ilógico, inhumano, así que es mejor callar.

Después de la guerra Siegfried ya no es un niño. «Tu mirada es la de un anciano», le dicen. Yo mismo he oído esa misma frase en 1946. ¿Cómo se hace para ser un niño cuando todo muere en torno a ti?

Sin embargo, Siegfried se empeña en vivir, de un modo extraño, puesto que ya no es un niño. Es él quien solicita un cásting para convertirse en cantante. Sueña y después despierta con el fin de realizar sus ansias de afecto, de familia y de belleza, ¡Y eso funciona!

Desde entonces, nuestros caminos se cruzan. Es enviado a Moissac para recuperarse, en un bonito molino reformado por la OSE (Œuvre de Secours des Enfants), una institución donde quinientos niños judíos fueron ocultados y salvados. ¡No hubo ni una sola delación en esa maravillosa ciudad de diez mil habitantes, que ofrece un albergue a los peregrinos de Santiago de Compostela! Hace unas semanas descubrí que mi prima Riquette había estado oculta durante la guerra, mientras que su padre, ingeniero químico y doctor en letras, moría en Auschwitz. ¿Acaso Siegfried se cruzó con mi tío en los campos de exterminio, fue amigo de Riquette en esa casa donde la vida recomenzaba? Después de la guerra mi prima decidió trasladarse a Israel.

«No era mi camino», dice Siegfried.

Y tampoco fue el mío.

Más adelante, cuando se convierte en cantante, comparte un cuarto trastero denominado «camerino» con Barbara. Cuando oí cantar a esa mujer en L’Écluse, cerca de Notre-Dame, supe de inmediato que se convertiría en una gran estrella.

Después Siegfried frecuenta Montmartre, Patachou, la rue du Mont-Cenis. Mi adolescencia transcurrió en la place du Tertre, en La Cremaillère, donde bailábamos, en la Taverne d’Attilio, donde Johnny Hallyday entonaba sus primeras canciones, y en Patachou, de donde partió todo un equipo de poetas que nos sedujeron en nuestra juventud.

Cuando volví a encontrarme con Siegfried Meir en la terraza del Rostand, cerca de los jardines de Luxemburgo, me dijo: «En su libro Un merveilleux malheur habla usted de mí.» Estaba equivocado, es él quien habla de mí en ese libro escalofriante y apasionado, porque la vida se presenta como un largo poema.

Es tan fascinante como una película de Hitchcock.

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En recuerdo de mis padres

Saturnino Navazo, Max Meir y Jenni Bacharach

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No sabría renunciar al sol. Me gusta el sol, me gusta sentirlo, saber que está ahí, que saldrá otra vez mañana, y al día siguiente. Me gusta saber que no voy a sentir nunca más un frío inten

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