La carta

Antoni Batista

Fragmento

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La campaña electoral que llevó a Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos contribuyó, con su altavoz universal, a denunciar la tortura. La difusión de los salvajes métodos de interrogatorio practicados en Irak y en Guantánamo hirió muchas sensibilidades y produjo estupor e indignación. La simple sospecha podía convertir a una persona en un ser infrahumano, sin siquiera el derecho a la integridad del propio cuerpo. Las vergüenzas de la CIA y del muy peliculero Cuerpo de Marines fueron publicadas y el mundo se estremeció al comprobar que, una vez más, en defensa de la libertad se transgredían sus máximos principios.

La CIA tenía catalogadas doce formas de tortura. Preparatorias: desnudez, drogas en los alimentos, alteración del sueño. Correctivas: golpes de todo tipo y con diversos instrumentos, desde los «simples» puñetazos hasta las toallas mojadas enrolladas y las porras flexibles de goma o de acero rígido. Coercitivas: encierro en pequeños espacios agobiantes, a veces con un insecto dentro, prolongadas duchas de agua fría, la asfixia con una bolsa de plástico, por inmersión de la cabeza en agua o con manguerazos persistentes sobre el rostro protegido por una malla, para evitar el ahogo pero no su sensación, el llamado waterboarding. A añadir a un largo etcétera no escrito, dependiente de la morbosa imaginación de los torturadores, a menudo en busca únicamente de violar la intimidad y la dignidad de los prisioneros, como orinarse sobre ellos u obligarlos a defecar en público.

En octubre de 2008, cuando la prensa internacional informaba sobre estos casos, Miguel Núñez González, un hombre que había padecido en sus carnes torturas semejantes, dejaba lista su última contribución a la causa de la dignidad que había defendido durante toda su vida, preparándose para una muerte digna mediante un testamento vital. Dos meses antes, el día anterior a su ochenta y ocho cumpleaños, el 11 de agosto, en una residencia geriátrica de Barcelona, le dijo a la doctora que le trataba un enfisema pulmonar irreversible que leyera detenidamente aquel pliego. El día siguiente, el redondísimo aniversario, se bebió su última botella de champán, un Bollinger Spécial Cuvée. Murió el miércoles 12 de noviembre a las 18.10, y donó su cuerpo a la ciencia.

Miguel Núñez cambió la voz y se afeitó por primera vez mientras luchaba en la Guerra Civil española. El ideal de la emancipación de la clase obrera y la igualdad de derechos le llevó al marxismo, y llegó a ser un alto dirigente del Partido Comunista de España (PCE) y del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC).

Pero lo que le quedó impreso en el corazón, un órgano que no recuerda pero creemos que siente, fue su trato con Miguel Hernández en el penal de Ocaña. Núñez llegó allí al finalizar la guerra, después de que le condenaran a muerte y se la conmutaran por una pena de treinta años. Ocaña era entonces una ciudad suburbio en la que malvivían 7.000 hombres y 2.000 mujeres. Núñez destacaba la sensibilidad extrema del poeta, y rememoraba sus clases de literatura e historia a los presos y los versos que les recitaba. No olvidó tampoco, porque cuando lo rememoraba era como si en aquel instante estuviera en el patio de la cárcel, cuando Ernesto Giménez Caballero, uno de los intelectuales más brillantes del fascismo, se desplazó allí para ofrecer a Miguel Hernández ser el poeta de Falange y, evidentemente, salir en libertad, pero Hernández no quiso traicionar ni al «niño yuntero» ni ir contra los «vientos del pueblo» de su poética, y se negó en redondo. Núñez reproducía letra por letra el final de aquella conversación, que fue más entre colegas que entre enemigos: «Mira, Ernesto, éstos son mis hermanos, vencidos de hoy, vencedores de mañana, y me quedo con ellos».

Tras ese primer paso por la cárcel de posguerra, Santiago Carrillo encargó a Núñez la reorganización del partido en Cataluña. A mediados de la década de 1950 cuajaron las primeras huelgas significativas de los mineros de Asturias, que convirtieron la reivindicación laboral en política, y la policía supo que Miguel Núñez era piedra angular de aquel movimiento que comenzaba a inquietar a la dictadura de Franco. Le pusieron en orden de busca y captura, un wanted de forajido del Oeste. Pero Núñez les burlaba una y otra vez, y la lucha crecía mientras los activistas se multiplicaban. El 18 de junio de 1957, el diario La Vanguardia publicaba un anuncio en el cual la justicia reclamaba que Miguel Núñez González, alias Pepe, Grau y Carrete, natural de Madrid, de treinta y seis años de edad, estado civil casado, se presentara para deponer como encartado en el sumario 159-IV-57, y de no ser así sería declarado en rebeldía.

La policía tardó diez meses en localizarle. El comisario encargado de la represión del comunismo, Antonio Juan Creix, que entonces tenía cuarenta y dos años, se alegró de verlo. Lo recibió con un bofetón de calibre, que hizo perder el equilibrio al detenido. La policía sabía que estaba a su merced la persona que tenía en su cabeza y en sus papeles todo el organigrama comunista en Cataluña, el enemigo del franquismo más organizado y con mayor capacidad operativa, el mayor peligro para el régimen político y las ideas que lo inspiraban. Estaban dispuestos a no escatimar esfuerzos para hacer hablar a aquel hombre, y los emplearon.

Miguel Núñez pasó treinta días en la Jefatura de Policía de Barcelona, en la Vía Layetana, a pocos metros de donde durante la Edad Media se atormentaba a los presos en público, junto a la gótica plaza del Rey. Fue un mes que para Núñez fue un año, pues el sufrimiento hace días de las horas. Le sometieron a las torturas más terribles, las de la CIA y otras más propias de aquellos tiempos pretéritos del escarnio como espectáculo urbano, de picotas o rollos de jurisdicción. Después de aquel mes de dolor instalado en su cuerpo, Núñez partió hacia la cárcel como si de una liberación se tratara, irreconocible por los hematomas, heridas, contusiones y magulladuras. Medio siglo después, parte de aquel cuadro clínico, se lo llevó a la mesa de autopsias para que algún profesor de anatomía patológica explicara a los futuros médicos que las deformaciones crónicas en la mano izquierda y la articulación del hombro mermada se debían a que, cuando era joven, ese cuerpo donado a la ciencia había sido colgado por las esposas a un tubo alto de calefacción durante setenta y dos horas.

El castigo de Núñez lo convirtió en «un héroe de nuestro tiempo», en palabras de un detenido posterior que con los años se convertiría en escritor, Manuel Vázquez Montalbán. Montalbán escuchó por primera vez aquel nombre nada particular cuando los policías que le maceraban para hacerle hablar le aconsejaron, con el fin de evitarle males mayores, que no intentara emular a Miguel Núñez. «¿Qué te crees, que eres Miguel Núñez?», la pregunta se convirtió en un latiguillo del argot policial cada vez que un detenido pretendía resistirse al castigo.

La penúltima vez que estuve con Miguel Núñez fue el 1 de noviembre de 2008, premonitoria jornada de

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