Comandante Durán

Javier Juárez

Fragmento

1

Leyenda y tragedia

Yo supe de dolor desde mi infancia, mi juventud, ¿fue juventud la mía?, sus rosas aún me dejan su fragancia, una fragancia de melancolía.

Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza

Un pequeño museo y un modesto monumento en la isla de Creta recuerdan a un hombre. Los habitantes mayores de Alones, la remota aldea cretense donde ambos se ubican, no necesitan una explicación. Le conocieron y no se extrañan de su presencia. Como tampoco ignoran que, a pocos metros, sus restos reposan allí eternamente. Pero quizá desconocen que esa persona llegada a Alones en los últimos momentos de su vida les vincula, pese a su aislamiento, con hechos de gran significado que pertenecen por derecho propio a la historia universal del siglo xx. Tampoco es probable que lo sepan en el pueblo de Huesca donde comenzó hace muchos años una historia familiar cuya conclusión conduce a Alones. Entre ambos destinos transcurren una vida y este libro.

El Grado es un pequeño pueblo oscense situado cerca de Barbastro, muy próximo a Lleida y a un paso de los macizos imponentes del Pirineo. Hoy apenas supera los quinientos habitantes, aunque sus calles y algunas de sus casas atestiguan un pasado de mayor esplendor. El propio pueblo y su entorno conservan su atractivo como gustavo, músico centro turístico en verano, con suaves temperaturas y hermosos parajes; y también en invierno, cerca de las cumbres nevadas y de las estaciones de esquí. Dos añadidos artificiales se han incorporado en las últimas décadas: uno es un embalse del mismo nombre que la villa, nutrido con las aguas del río Cinca, y el otro es el santuario de Torreciudad, el complejo religioso edificado por el Opus Dei en las inmediaciones del municipio.

Hace un siglo, El Grado era uno de tantos núcleos rurales, aislado y ganadero, cuyo mayor patrimonio lo constituían sus tierras y sus pastos. Allí nació el 2 de octubre de 1875 José Leonardo Durán Labad, hijo de José Durán Baldellou y de Leandra Labad Frontons, una familia humilde dedicada a la labranza y al cuidado del ganado. José sería el segundo de cinco hermanos. Creció entre la casa familiar y el Mon, el terreno propiedad de la familia situado a las afueras, que por proximidad con Lleida había sido bautizado con el término catalán que significa «El mundo». Aquella loma representó ciertamente el mundo particular, limitado y agreste en el que José Durán Labad vivió su infancia en compañía de hermanos y primos. No era alto, apenas superaba el metro y sesenta centímetros de estatura. No era tampoco fornido ni, por el contrario, menudo. Su cuerpo, en consonancia con su estatura, muestra un hombre de físico medio en el que destacaban unos ojos claros de mirada penetrante y una nariz rectilínea cuyo nacimiento se perfilaba con claridad desde unas cejas ligeras y recortadas.

Desde niño dio muestras de una mente despierta y de una inteligencia vivaz con ambiciones de futuro. Los límites geográficos de El Grado y los propios de su origen humilde representaban un freno para sus aspiraciones, forzosamente proyectadas hacia escenarios lejanos por difícil que fuera entonces concretar un destino donde forjarse vida y fortuna. No dudó por ello, cuando fue llamado a filas, de la oportunidad que su ingreso en el ejército representaba para conseguir su propósito.

Se alistó como soldado el 8 de diciembre de 1894, según consta en su expediente en el Archivo Militar de Segovia, siendo destinado al Regimiento de Infantería de Cantabria n.º 39. Tras una breve estancia en Barcelona y Pamplona su unidad fue enviada a Cuba, hacia donde partió en diciembre de 1895 en el vapor Antonio López desde leyenda y tragedia el puerto de Santander. Con veinte años, José Durán, ascendido ya a cabo, se dispuso a afrontar su primera acción real de combate.

Los meses transcurridos desde su ingreso ejercieron sobre el joven recluta una curiosa transformación. Se dio cuenta de que la vida de la milicia le atraía. Le aportaba autoridad y disciplina, virtudes castrenses para las que se creía sobradamente dotado. Le permitía, además, descubrir mundos inimaginables desde el pequeño Mon de su infancia, ya fueran éstos una ciudad deslumbrante como Barcelona o la inhóspita Cuba en plena guerra de independencia; y, sobre todo, se descubrió a sí mismo, pese a su baja graduación en la escala militar, plenamente identificado con su condición de soldado. El uniforme desarrolló en él una personalidad crecida que, en definitiva, pugnaba por progresar y alejarse de su origen humilde. No le faltaban tampoco el valor, la astucia y la capacidad de mando, méritos todos ellos que le animaban a observar su futuro inmediato con una medida satisfacción.

Pasó el Año Nuevo de 1896 en alta mar y desembarcó en La Habana el 8 de enero. Su primera acción de guerra está fechada el día 25 de ese mismo mes en la provincia de Santa Clara. Durante los siguientes meses recorrió todos los escenarios bélicos que asolaban Cuba, desde Pinar del Río hasta Cienfuegos, y a medida que la guerra se perdía para España, él acrecentaba su prestigio y su hoja de servicios. Ésta revela su ascenso a sargento y después a segundo teniente, así como la concesión de cinco cruces de plata del Mérito Militar por acciones de guerra, todas ellas con distintivo rojo y pensionadas con una retribución vitalicia del Ministerio de la Guerra. Regresó a España desde el puerto de Regla el día de Nochebuena de 1898, en una travesía inversa a la que había protagonizado exactamente tres años antes. Volvía con el estigma de la derrota colectiva pero con la impronta del triunfo personal como oficial, como heroico defensor de la última colonia de un imperio; en definitiva, como militar que siguió siéndolo en su vida civil.

Una vez en la Península, fue destinado al Regimiento de Infantería de Reserva de Mataró n.° 60. Estableció su residencia en Barcelona y allí se casó con Petra Martínez Sirera, nacida en Huesca en el año 1877. Petra procedía de una familia ilustre en la que el padre, gustavo, músico

Florentino Martínez de Manrique, había sido gobernador de Burgos. Al poco de contraer matrimonio, José Durán solicitó en 1902 el retiro del servicio activo. Se le concedió ese mismo año con una asignación mensual hasta los sesenta años. Aún no había cumplido la treintena y, tras pasar siete años en el ejército, se licenció garantizándose una suma modesta pero digna.

Su vida en Barcelona a partir de ese momento se resume en un intento de aspirar a una mejor posición social y económica entre la burguesía local. Pronto comprendió que la iniciativa y el arrojo que le aseguraron el triunfo en la milicia también le permitirían prosperar en la vida civil. Se hizo llamar «coronel», atribuyéndose unos galones que nunca obtuvo, y encauzó su determinación hacia el mundo de los negocios. A la vez que se convertía en empresario, se reveló también como un hombre autoritario de genio temible. Quizá fuera su propio carácter, o su experiencia militar, o la suma de ambas, pero aplicaba la disciplina militar a su propio hogar sin mayor autoridad que la suya.

Existía otra faceta de su compleja personalidad que afloró al poco de contraer matrimonio, o que posiblemente siempre había estado latente, pero que Petra empezó a conocer demasiado tarde, cuando ya se había convertido en su esposa. La vida en familia representaba un extraño límite para los deseos carnales de su marido. Y, casi de modo consecutivo, añadió a su vida convencional otra mantenida como tabú en la clandestinidad de los burdeles de Barcelona. Hubo, en consecuencia, un doble José Durán desdibujado entre ambas realidades: el militar retirado, conocido en la vida civil de Barcelona como una persona res

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