A la caza de la mujer

James Ellroy

Fragmento

Para que las mujeres me amen.

Invoqué la Maldición hace medio siglo. Esta define mi vida desde que cumplí diez años. Los resultados casi inmediatos me han mantenido en un diálogo y una reparación casi continuos. Escribo historias para consolarla a Ella como fantasma. Ella es ubicua y nunca es familiar. Otras mujeres se presentan en carne y hueso. Tienen sus historias propias. El contacto con Ellas me ha salvado en grados variables y me ha permitido sobrevivir a mi apetito y mi ambición desordenados. Han soportado mi imprudencia temeraria y mi depredación. Yo he resistido sus reproches. Mis dotes de narrador son profundas e impermeables a críticas y tienen su origen en el momento en que deseé verla muerta y decreté su asesinato. Las mujeres me dan el mundo y lo mantienen tenuemente seguro para mí. Ya no puedo recurrir mucho tiempo más a Ellas para encontrarla a Ella. He llevado demasiado al límite mi voluntad obsesiva. La historia de Ellas debe eclipsar la de Ella en volumen y contenido. Debo honrarlas y distinguirlas de Ella. Mi obsesión ha sido cruda y selectiva a la vez. Esto último ahora me consuela. Siempre ha habido notas de gracia acompañando el hambre.

Ha sido un sueño febril. Debo descodificarlo decorosamente. Ahora han desaparecido todas. Sin Ellas, me siento vacío. Si les hablo con sinceridad, me librarán de la furia. Al volver la vista atrás, mi agarre puede haberse convertido en una caricia. Hallaré la respuesta en sueños y en fogonazos cuando esté despierto. Me encontrarán a solas y me hablarán en la oscuridad.

PRIMERA PARTE

ELLA

1

La cifra no importa. No es un recuento de cadáveres, ni una lista en un bloc, ni una baladronada. Las estadísticas enturbian la intención y el sentido. La cantidad es, por lo tanto, ambigua. Novias, esposas, ligues de una noche, acompañantes de pago. Cifras modestas al principio. Un frenesí incontable después. En mi caso, la cantidad no significa un carajo. El contacto culminado significa todavía menos. Al principio, yo era un mirón. El acceso visual significaba captura. La Maldición había incubado mis dotes narrativas. Previamente, mi ojo de voyeur las había aguzado. Vivía una versión juvenil de mis retorcidos héroes de treinta años después.

Estamos mirando. Los ojos se nos salen de las órbitas. Estamos observando a mujeres. Queremos algo enorme. Mis héroes todavía no lo saben. Su virginal creador no tiene la más remota idea. No sabemos que estamos leyendo personajes. Estamos mirando para poder dejar de mirar. Anhelamos el valor moral de una mujer. La reconoceremos cuando la veamos. Mientras tanto, miraremos.

Un documento revela mi temprana fijación. Lleva la fecha 17/2/55. Precede en tres años a la Maldición. Es una instantánea en un parque infantil, en Kodak blanco y negro.

Unas barras para trepar y jugar, dos toboganes y un foso de arena se amontonan en primer término. Yo estoy de pie, solo, a la izquierda de la escena. Soy grande y torpón y voy desaseado. Mi agitación es evidente. Un desconocido me tomaría por un chico jodido por las dificultades de la vida cotidiana. Tengo los ojos vidriosos, fijos en cuatro niñas apiñadas a la derecha de la imagen. La foto está llena de objetos y de críos que se mueven despreocupadamente. Yo estoy tenso, en pose de puro estudio. Mi mirada escrutadora resulta asombrosamente intensa.

Ahora, releeré mi mente de hace cincuenta y cinco años.

Esas cuatro niñas son presagio de La Otra. Yo soy un niño luterano piadoso. Solo puede haber una. ¿Es ella, ella, ella o Ella?

Creo que la foto la tomó mi madre. Un progenitor cualquiera habría dejado fuera del plano al chiquillo raro. Jean Hilliker a los treinta y nueve años: la piel pálida y pelirroja, con raya en medio y el cabello recogido detrás; tiene mis facciones y mis ojos ardientes y un garbo enérgico que yo nunca he poseído.

La foto es un elemento decorativo en un alféizar. Yo todavía era demasiado joven para vagar a mi aire y pegar la cara al cristal. Mis padres partieron peras poco después, aquel mismo año. A Jean Hilliker le otorgaron la custodia principal. Le dio una patada en el culo a mi padre y lo mandó a un piso barato situado a unas manzanas de distancia. Yo me escabullía para hacerle visitas fugaces. De camino, los setos altos y las cortinas corridas me tapaban la vista. Mi madre me dijo que mi padre la espiaba. Lo notaba. Dijo que veía marcas de suciedad en la ventana de su dormitorio. Años después leí el expediente del divorcio. Mi padre se declaró culpable de acoso. Dijo que la espiaba para demostrar el relajo moral innato de mi madre.

Él la había visto en la cama con un hombre. Eso no justificaba legalmente su presencia en la ventana. Las ventanas eran faros. Lo supe en mi alocada carrera infantil hacia la Maldición. Una década después, yo entraba en casas por las ventanas. Nunca dejé marcas. Mis padres me lo habían enseñado.

Los huevos los tenía ella. Él tenía el palique y la sonrisa de un artista del timo. Ella había trabajado siempre. Él se escaqueaba del trabajo y urdía planes como el sargento Bilko, o como el personaje Kingfish de la serie Amos & Andy. El pastor de la iglesia lo llamaba «el blanco más holgazán del mundo». Tenía una polla de cuarenta centímetros. Le asomaba por la pernera de los pantalones cortos. Todos sus amigos lo comentaban. Esto no es la reconstrucción de un niño chiflado.

Jean Hilliker le daba al bourbon y ponía los conciertos de Brahms a todo volumen. Armand Ellroy estaba suscrito a revistas de escándalos y de chicas. Yo pasaba dos días a la semana con él. Me dejaba mirar por su ventana delantera y trastear con los prismáticos. Llegó mi noveno cumpleaños. Mi madre me regaló un traje nuevo para ir a la iglesia. Mi padre me preguntó qué quería. Le dije que unas gafas de rayos X. Las había visto anunciadas en un tebeo.

Se ri

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