Una mujer con atributos

Lillian Hellman

Fragmento

Prólogo

Dicen que su voz era a la vez furibunda, divertida, triste, afectuosa, áspera y sutilmente femenina. Dicen que se reía a menudo como para suavizar la seguridad con la que soltaba algunas de sus aseveraciones. Cuando habla de sí misma de joven, me gusta imaginarla como una Rosalind Russell en la película Luna nueva: ácida, brillante y provocadora, poniendo en tela de juicio cada palabra que suelta un Cary Grant perplejo que no logra seguir su ritmo. El relato de su vida tiene el poderoso imán de esa voz, la de una mujer sin domesticar que jamás vivió en cautiverio, aunque tuviera que pagar un precio por ello, sin ir más lejos, ese largo pleito en su vejez contra la también escritora Mary McCarthy, a la que denunció por difamación.

Lillian Hellman fue una mujer con carácter, como se decía antes, de convicciones firmes defendidas hasta la terquedad. Nada de relativismos morales. En 1952, ante el Comité de Actividades Anti-Americanas, declaró sin dudarlo: «No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año». Me gusta el símil, tan femenino, de modista. Si Hellman podía trivializar lo serio es porque se tomaba muy en serio lo cotidiano. ¿Quizá fuera eso más fácil cuando ella se formó, en los años veinte y treinta del siglo pasado, que en 2014? Esta es una de las preguntas que sugiere la lectura de sus memorias. Parece que entonces fuera más sencillo ignorar las convenciones puesto que eran tan claras, saltarse los límites puesto que eran tantos, sorprender puesto que tantas cosas eran nuevas. Sin embargo no es el sabor de lo añejo lo que nos deparan sus memorias, sino una sorprendente vigencia. Hellman vivió tiempos convulsos, de cambios sociales, económicos y políticos, cambios en los valores y las costumbres no muy distintos de los de ahora. Tuvo una profesión, la de guionista y dramaturga, marcada por la incertidumbre, donde la continuidad dependía estrictamente de su propia fuerza e inventiva, como les ocurre hoy a tantos profesionales, pertenezcan o no a sectores creativos.

En lo personal, he de confesar que enfrentarme a las memorias de esta gran mujer me ha llevado a enfrentarme casi sin querer a mi propia biografía. Viéndome con el ejemplar de Pentimento en la mano, mi madre me recordó que mi padre había conocido personalmente a Lillian Hellman. Yo no lo recordaba, pero claro, apenas debía de ser una adolescente entonces. Sí recordaba el entusiasmo que mi padre, el productor, guionista y director de cine José María González Sinde, tenía por la obra y la vida de Hellmann. Hasta 1979 no se publicaron sus memorias en España, aunque Mujer inacabada es de 1969, y Pentimento, de 1973, pues se dice que ella tenía prohibido publicar o representar sus obras mientras viviese Franco y en España hubiese una dictadura. Mi padre corrió a comprarlas y se las regaló a mi madre exactamente en el día de San Valentín, con el jocoso ruego en la dedicatoria de que no se tomase lo de «mujer inacabada» personalmente. Que no iba con segundas, vamos.

Debió de ser entonces, en los primeros ochenta (Hellman murió en junio de 1984), cuando mi padre atravesó los previsibles obstáculos hasta llegar a una artista célebre y logró entrevistarla. Él era español, lo cual supongo que para la señora Hellman era ya una buena carta de presentación, pero nada vinculaba a mi padre con el mundo personal o profesional de la gran autora, salvo que él también era un hombre de izquierdas y también trabajaba en el cine. Pertenecían a generaciones muy distintas (mi padre nació en el año 1941, ella en 1905), pero ambos compartían una sensibilidad social o, digamos, una afinidad electiva que en el caso de mi padre le llevó a la militancia comunista en la clandestinidad, y a ella a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que la incluyó en la lista negra de guionistas no contratables, provocó su ruina económica, le hizo perder su casa de campo y mandó a la cárcel a su pareja, Dashiell Hammett, escritor de novela negra.

En 1969, cuando Mujer inacabada se publicó, Hellman contaba sesenta y cuatro años y hacía ocho que su pareja, Hammett, quince años mayor que ella, había muerto. Para entonces ella había ido dejando poco a poco el cine y el teatro, y pasó a dar clases en la universidad. Con Mujer inacabada ganó el National Book Award. Pentimento, que es un complemento perfecto del primer libro, llegó en 1973. En 1976 Hellman publicó su tercer volumen de memorias, Scoundrel Time, en castellano Tiempo de canallas, no incluido en este volumen, pues versa exclusivamente sobre la persecución política a la que ella y Hammett, junto a muchos otros, fueron sometidos en los años cincuenta. Mi padre compró la edición mexicana. Quizá era ese el período con el que, junto con las andanzas de Hellman en la Guerra Civil española, más se identificaba. Había una mezcla de admiración y agradecimiento hacia los intelectuales extranjeros que defendieron la República, pero especialmente hacia los norteamericanos que décadas después sufrirían una nueva persecución por esas ideas izquierdistas. En los sesenta, mi padre también estuvo en prisión por sus convicciones políticas, como Dashiell Hammett, y también creía, como en cierto modo lo hacía la señora Hellman, que el cine, el teatro y la literatura podían y debían contener visiones de la realidad que contribuyeran a transformar la sociedad o al menos a advertir de cuanto en ella no funciona.

Al recordarme mi madre algo que yo había olvidado por completo, que mi padre había pasado quizá una tarde, o incluso más tiempo con Hellman en su casa de Martha’s Vineyard, sentí una enorme alegría. Poca introducción iba a tener que redactar. Con transcribir el texto de mi padre, trabajo hecho. ¿Quién mejor que la propia autora respondiendo de viva voz a las preguntas de un español para presentarla a los lectores y lectoras contemporáneos? ¡Una entrevista exclusiva e inédita! Frotándome las manos, empecé a abrir cajas y archivadores. Removí cielo y tierra, maleteros y trasteros, pero mi padre murió en 1992 y desde entonces el tiempo ha hecho su propio trabajo: hoy, varias mudanzas después, la carpeta con la etiqueta «LILLIAN HELLMAN» ha desaparecido. De aquella tarde, quizá de ese lunch regado con algún martini, no ha quedado rastro.

A cambio de esas palabras de primera mano perdidas que posiblemente afloren algún día (yo nunca tiro la toalla), puedo contar que la vida me ha concedido otras pistas y otras herramientas para comprender a Hellman. También yo he terminado siendo guionista de cine, cosa que no imaginaba cuando con dieciocho o diecinueve años leí sus libros y sus obras de teatro (mi padre quería montar La loba y un verano estuvimos haciendo una versión en castellano mano a mano). También yo he vivido en el sur de los Estados Unidos, conocí Nueva Orleans en 1982, cuando estudiaba en Jackson, capital del estado de Mississippi, y puedo asegurar que ese paisaje geográfico y humano era tan mágico, extraño y misterioso como se desprende del recuento de Hellman, y tan lleno de conflictos, tensiones y contradicciones en las relaciones personales, sea por las diferencias de clase o de raza, como ella dibuja en su intenso y peculiar afecto por su cocinera

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