Entre amigas

Hannah Arendt
Mary McCarthy

Fragmento

cap-1

Introducción

Una novela epistolar

Para decir cómo es la vida, y cómo nos trata la suerte o el destino, sólo podemos narrarla, como un cuento.

HANNAH ARENDT, 31 de mayo de 1971

Se conocieron en el Murray Hill Bar, en Manhattan, en 1944. Mary McCarthy, que por aquel entonces estaba casada con Edmund Wilson, había ido allí en compañía del crítico Clement Greenberg, hermano de Martin Greenberg, que trabajaba con Hannah Arendt en Ediciones Schocken. Arendt ya había publicado artículos y ensayos en el Menorah Journal y en el Contemporary Jewish Record, que ahora empezaban a aparecer en Commentary, Partisan Review y The Nation. Dejaba así el círculo restringido de los inmigrantes judíos alemanes para penetrar en el otro más amplio de los intelectuales neoyorquinos. No era aún la figura que sería más tarde, pero, a los tres años de haber desembarcado en Estados Unidos, emanaba de ella una autoridad que, como escribió uno de sus contemporáneos, William Barrett, al recordarla, «daba la impresión de estar hablando de algo más antiguo y más profundo, eso que ella entendía por la cultura europea» y que fascinaba a sus nuevos amigos norteamericanos.

Fue el humor escéptico de Hannah Arendt lo que más asombró a Mary McCarthy en aquel año de 1944, y una despreocupación, una desenvoltura, análoga a la de Heinrich Blücher, su esposo berlinés, que se ponía de manifiesto en los chistes de refugiados, como aquel del dachshund emigrado que lamentaba su vida anterior de San Bernardo. «Tenía tal vitalidad —evocaba McCarthy en el curso de una entrevista que le hice en 1985— una vitalidad extraordinaria, eléctrica ... Me deleitaba, me maravillaba.» América, dijo muy jocosa Arendt aquel día en el Murray Hill Bar, no se había «cristalizado» aún. Seguía siendo una nación de tenderos y campesinos, que más pertenecían al viejo mundo que al nuevo y cuya visión social era tan estrecha como amplia había sido la visión política de los Padres fundadores del país.

Dándole un giro distinto, McCarthy se hizo eco de esta observación en un ensayo escrito en 1947. En un afán por dar cuenta del nomadismo que caracterizaba la vida en Estados Unidos, y de lo que ella consideró como «la fealdad de la decoración norteamericana, las diversiones norteamericanas, la literatura norteamericana», en «Norteamérica la hermosa» se preguntaba si esta «vulgaridad» no era la «expresión visible del empobrecimiento de las masas europeas, una manifestación del retraso, las privaciones y la miseria que desembarcaron aquí por toneladas, procedentes de Europa». Haciendo hincapié en la inmensa popularidad que tenían las películas estadounidenses en el exterior, afirmó que «Europa es el negativo incompleto del cual Norteamérica es la prueba».

Europa era, además, el hogar de una «clase alta estable», cuya inexistencia en Estados Unidos, razonaba McCarthy, «era causa, en gran medida, de la vulgaridad de la vida norteamericana».[1] No era la Europa de Hannah Arendt. Ni la «república», como a menudo llamaba Arendt a su país de adopción, se parecía a los Estados Unidos de la posguerra que describía McCarthy. Arendt veía otra cosa. En una carta que dirigió a Karl Jaspers en 1946, le decía con satisfacción que en Estados Unidos no había un «Estado nacional» ni una «tradición verdaderamente nacional».[2]

Las fantasías fueron el motor principal del potencial creativo de estas dos mujeres, que era considerable, y fecundaron no sólo su amistad, que no hizo más que crecer con el tiempo tras un fugaz malentendido que hubo entre ellas al comienzo, sino también su trabajo, en su mayor parte inspirado en ideales inherentes a sus respectivas tradiciones. Pienso en el compromiso crítico de Arendt (en Sobre la revolución y Crisis de la República) con los principios políticos contenidos en la Constitución y en la Declaración de Derechos, y en el de Mary McCarthy en Venice Observed, Piedras de Florencia y Pájaros de América, este último preñado de la filosofía moral de Kant. En El grupo, incluso, con su elenco de personajes muy norteamericanos salidos de la promoción de 1933 del Vassar College, la última palabra la tiene la muchacha que se va: «lacayo», es quien parte a Europa y regresa en la víspera de la guerra en compañía de una alemana, la muy poco femenina baronesa d’Estienne.

En los últimos años de su vida, McCarthy consideraba que su amistad con Hannah Arendt y el crítico italiano Nicola Chiaromonte, a quien también había conocido en 1944, había propiciado en ella una suerte de conversión. «¡Fue probablemente Europa! Me doy cuenta en este preciso instante, no se me había ocurrido antes», me dijo en el otoño de 1980 recordando aquel verano inolvidable en que sucumbió fascinada por Chiaromonte. Fue en el verano de 1945, en la playa de Truro, ya separada de Edmund Wilson, ella y Chiaromonte habían hablado de Tolstói y Dostoievski, «y el cambio, viniendo de alguien como Edmund y su mundo … y la mayor parte de los muchachos de Partisan Review —exclamó— me dejó absolutamente deslumbrada».

McCarthy ya había escrito recensiones de piezas teatrales para Partisan Review y una ficción autobiográfica que luego incluyó en The Company She Keeps. En 1945 estaba traduciendo «L’Iliad, ou le poème de force», un ensayo de Simone Weil, para la revista politics de Dwight Macdonald, y leía novelas rusas para su primer empleo docente en el Bard College. El cambio al que se refería estaba en la atmósfera, especialmente después de que Hiroshima pusiera fin a su actividad política de entonces y tras su breve coqueteo con el trostskismo. «Teníamos sentimientos apremiantes, en el sentido bíblico», recordó al evocar al pequeño grupo de Truro, entre los que se contaban James Agee, Niccolo Tucci y Miriam, la esposa de Chiaromonte. Pero ese «despertar absoluto» al que ella se refería implicaba esencialmente «pensar en lo que estos escritores [Weil y los rusos] estaban diciendo».

Edmund Wilson, cuyo monumental estudio de la tradición revolucionaria europea, To the Finland Station, se había publicado diez años antes, representaba para McCarthy, «en comparación, un punto de vista literario vacío». A él no se le ocurría nada más que considerar a Tolstói y a Dostoievski como dos simples «escritores», o decir que «el estilo de Tolstói era por supuesto superior al de Dostoievski, pero que escribía en un mal ruso, y cosas así … Jamás se les ocurrió a ninguno de ellos que pudiera existir una relación entre sus propias vidas, su manera de vivir y aquello en lo que creían».[3] Para McCarthy esta relación era algo esencial. Como si las pérdidas que había experimentado en los primeros años de su vida la hubieran hecho especialmente vulnerable al poder de la literatura para dotar de propósito y sentido a esas «melladas tenazas» del yo, «que rasaron los suelos de mares silenciosos», de las que habla Eliot en «El canto de amor de J. Alfred Prufrock».

Chiaromonte y Arendt eran distintos, distintos entre sí como lo eran de los intelectuales neoyorquinos que McCarthy conocía. Pero ambos eran europeos —«Platónicos también», notó McCarthy en 1980, «o socráticos, mejor dicho»—, preocupados fundamentalmente por la moral, tanto en el terreno

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