Tan fiera, tan frágil

Alfonso Signorini

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Milán, lunes 5 de septiembre de 1977

Senza mamma, o bimbo, tu sei morto…

GIACOMO PUCCINI, Suor Angelica

Luigi estaba nervioso. Eran las once y cinco y la Signora no había llegado aún. Aquella escena se repetía todos los primeros lunes de mes. Desde hacía diecisiete años. Era su pequeño, gran secreto. Había llevado una vida honrada: durante cuarenta años, para todo el mundo había sido simplemente il Ginetto, el viejo guardián del cementerio de Bruzzano, en la periferia norte de Milán. A Ginetto no le daban miedo los muertos. Le gustaba caminar por los senderos de guijarros entre las tumbas, hablando con ellos en voz alta. Por la noche se quedaba hasta tarde para colocar flores y encender luces, farfullando con convicción que en el mundo «solo había que tener miedo de los vivos». Todos lo tomaban por loco, pero a él no le importaba: en el fondo su vida, excepto dos o tres aventurillas con alguna viuda sin prejuicios, había transcurrido sin grandes sobresaltos. Pasar por extravagante le resultaba incluso cómodo. Sobre todo desde aquel día en que un gran secreto pasó a formar parte de su vida. «Son las once y diez y todavía ni rastro. Nunca ha llegado tarde. Es muy extraño», mascullaba para sus adentros.

Recordaba como si fuese ayer aquella mañana, diecisiete años antes. Era un lunes. El primer lunes de mayo. Hacía frío todavía, el cielo no auguraba nada bueno y Ginetto estaba pegado a la estufilla de su garita leyendo el periódico. Como todos los lunes por la mañana, no tenía nada que hacer: el cementerio estaba cerrado al público. Se estaba casi adormilando, mientras rogaba al buen Dios que no lloviera. Le tocaría cambiar todos los jarrones de flores de las tumbas, puesto que la gripe había causado estragos entre los guardianes. La perspectiva no le entusiasmaba. De repente, el ruido de un coche, un coche potente. Ginetto no daba crédito a sus ojos. Delante de la verja se hallaba una berlina, de esas que se veían el día de Difuntos en el Monumentale, el cementerio de los ricos: azul, con las cortinillas grises, para proteger la intimidad de los «señores», reluciente como si fuera nueva. No había visto nada igual en su vida.

—¿Es usted el guarda?

Un hombre alto, delgado, vestido con un elegante traje gris, interrumpió bruscamente sus pensamientos.

—Está todo cerrado. Es mejor que vuelvan luego, por la tarde —respondió Ginetto, molesto por aquella intrusión que rompía la monotonía del inicio de la semana.

—Ya lo sabemos. Pero es absolutamente necesario que la Signora visite el cementerio. Esto es por las molestias —dijo el chófer sin alterarse, depositando apresuradamente un sobre en su mano y mirando a su alrededor con aire circunspecto, por miedo a que un ojo indiscreto pudiera contemplar aquella escena.

Ginetto abrió rápidamente el sobre: dentro había quinientas mil liras en efectivo. Una barbaridad. Nunca había visto tanto dinero junto. Contando las propinas, lo que podía sisar de las luces y el sueldo del ayuntamiento, a duras penas conseguía reunir ciento ochenta mil liras a final de mes. Aquel hombre le ofrecía el sueldo de tres meses. Y ni siquiera tendría que pagar impuestos. Seguía contando, incrédulo aún ante tanta generosidad, cuando el anónimo chófer le interrumpió de nuevo.

—¿Y bien? ¿Podemos entrar? Si es capaz de guardar este secreto, nos verá llegar todos los primeros lunes de mes a las once de la mañana. Le garantizamos esta cantidad a cambio de la más absoluta discreción. Ni una sola palabra a nadie. ¿Acepta?

Ginetto echó cuentas: su vida cambiaría radicalmente. El pleno de las quinielas con el que siempre había soñado. ¿No era honrado? Bah, en el fondo no robaba nada a nadie. Solo se limitaba a complacer a una desconocida Signora. Sin pensarlo dos veces, abrió la pesada verja del cementerio.

—Les acompaño. ¿Adónde quieren ir? Esto es como mi casa —propuso.

—No se preocupe. La Signora sabe adónde ir.

Le hubiera gustado darle las gracias a la Signora, pero una cortinilla gris la ocultaba del resto del mundo. Y así durante diecisiete años. Todos los meses. Puntual como un reloj suizo, la berlina azul llegaba a las once. La ventanilla bajaba automáticamente, la mano del chófer alargaba el sobre, Ginetto lo deslizaba furtivamente en el bolsillo sintiéndose un ladrón, aunque por pocos segundos, y luego cerraba de nuevo aquella dichosa verja una media hora más tarde, cuando el coche salía zumbando dejando tras de sí una gran polvareda.

Aquellas cortinillas grises nunca se habían descorrido. Hubiera dado cualquier cosa por saber quién se ocultaba en aquel coche. Pero los pactos habían sido claros. Ninguna pregunta. Ni la más mínima muestra de curiosidad. Y hasta entonces había valido la pena. En pocos años había ahorrado un buen pico. Nadie compartía su secreto, ni su mujer Stefania ni sus tres hijos. El dinero estaba oculto en una pequeña sucursal del Banco di Lugano, adonde se dirigía todos los meses diciéndole a Stefania que iba a Suiza a comprar cubitos de caldo y chocolate. Y cuando el dolor de huesos fuera insoportable, diría adiós a todos y volaría al Caribe, como hacían Mike Bongiorno y las gemelas Kessler. Lo había leído en Gente.

«Son casi las once y media. ¿Qué habrá ocurrido?» Ginetto empezaba a preocuparse de verdad. En todos aquellos años, la Signora nunca había faltado a su cita.

Era un hermoso día de septiembre, cálido, luminoso. El cielo límpido y una ligera brisa hacían incluso agradable la hilera de cipreses.

«Este cementerio es un verdadero paraíso…», pensaba él.

De repente, el ruido de la berlina. Ginetto suspiró aliviado. Aquel mes también tenía asegurados los ingresos.

—Disculpe el retraso, Luigi. La Signora lo siente muchísimo. No volverá a suceder —dijo el chófer, mientras sacaba el sobre por la ventanilla.

«No volverá a suceder… No volverá a suceder… No volverá a suceder»: aquellas palabras se insinuaban machaconas entre los pensamientos de Maria. Sonaban como un terrible presagio en su cerebro, exhausto a causa de interminables noches de insomnio. «No volverá a suceder…»

—Señora, hemos llegado —dijo Ferruccio abriendo la puerta del coche.

Aquella mañana Maria acudía a la cita elegantísima, como siempre. Una camisa de seda de Hermès con dibujo de cachemir color crema, pantalones marrones anchos y un ligerísimo echarpe de cachemir para proteger la garganta. Aunque ya no había nada que proteger, porque hacía tiempo que la voz había desaparecido.

—Espérame aquí, Ferruccio.

Mientras descendía lentamente las escaleras del oscuro columbario, agarrada con fuerza al pasamanos por temor a caerse debido a sus repentinos mareos, Maria se preguntaba qué diría el mundo si lo supiera. Si supiera que ella, la divina, la celebrada Maria Callas, se encontraba en un cementerio en las afueras de Milán una mañana cualquiera de septie

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