Paul Newman

Shawn Levy

Fragmento

E stados Unidos no tiene un drama nacional, pero Our Town podría servir perfectamente. Los rústicos sermones, las amables ironías, las imágenes de unos comportamientos de otra época, las agudas observaciones educadamente expresadas, los atisbos de tristeza, las vacilaciones ante la dicha, los furtivos brotes de emoción, el clímax que nos llena de lágrimas los ojos a nuestro pesar… Es la vieja historia de Thornton Wilder, donde nos miramos todos.

Ese es el motivo de que a veces tengamos la sensación de haber visto todas las representaciones de la obra después de verla por primera vez.

O quizá no.

Tomemos esta, y en particular los principales papeles masculinos.

El director de escena es un tipo belicoso: delgado, decidido, experto y vigilante. Se viste para estar cómodo y le da lo mismo si lleva el cuello abierto o la corbata torcida. Despeinado, con las gafas suspendidas en la punta de la nariz y un aire vagamente distraído, sigue siendo descuidadamente apuesto y no cabe duda de que en su juventud fue un trueno. Parece haber pasado por todas las vicisitudes de la vida y, aunque la experiencia no lo ha ablandado por completo, sí le ha proporcionado una reserva de indulgencia suficiente para reaccionar, juiciosa pero amablemente, como cree oportuno. No cabe duda de que es capaz de tomar la medida de cualquiera con unos pocos y agudos cálculos, y tampoco hay duda de que estos son exactos. Sin embargo, tal es la impresión de decencia y autoridad que sabe comunicar que no tardamos en desear que nos considere valiosos.

George Gibbs, el joven héroe, es harina de otro costal: un joven típicamente norteamericano, con músculos en los hombros y, como no se puede dejar de sospechar, también en el cerebro. Dios sabe que su corazón se halla en el sitio correcto, aunque a veces resulte necesario recordarle dónde se encuentra ese lugar. Es un tío guapo, y su entusiasmo resulta contagioso. Su mirada resulta franca y su porte vivaracho denota un auténtico entusiasmo por la vida. Sin embargo, cuando se toma el tiempo necesario para fijarse en los pequeños detalles o cuando se sorprende a sí mismo al tropezar con una emoción sincera, casi parece un cachorrillo. Incluso canturrea cuando se deja arrastrar por el amor. No le pondríamos acompañamiento de piano, pero el sentimiento es sincero.

Las interacciones de ambos personajes son breves pero memorables. En un momento dado, el director de escena asume el aspecto de una gallina y critica al pobre y obtuso George por haber lanzado una pelota en medio de la calle. «No tienes por qué jugar a béisbol en Main Street», cacarea con voz de vieja, asustando al chico. Y nosotros intuimos que se lo está pasando estupendamente con esa comedia y viendo cómo el muchacho se larga a toda prisa.

Más tarde, cuando George acompaña a su amada Emily a tomar un helado con soda, el director de escena adopta la personalidad del señor Morgan, el propietario del establecimiento. Amable y cuidadoso, prepara la deliciosa golosina a los jóvenes; pero, cuando George se da cuenta de que se ha olvidado la cartera en casa, el director de escena se niega a aceptar su reloj de oro como prenda: «Confiaré en ti diez años, George, pero ni un día más».

Percibimos cariño en el viejo, y respeto por parte del joven; una correspondencia que resulta enternecedora. Y como a menudo sucede, esa ternura no surge solo de la obra, sino de los propios actores y demuestra que su elección constituye todo un acierto al escoger el reparto.

El viejo ha actuado a las órdenes de Leo McCarey, que dirigió asimismo a los hermanos Marx, y de Michael Curtiz, el director de Casablanca, y también en muchos programas en directo de televisión, durante la época dorada de dicho medio. El chico no solo ha actuado para los hermanos Coen, y trabajado con Martin Scorsese y Sam Mendes, sino que también ha prestado su voz a uno de los éxitos de Pixar y a la versión del videojuego de la película.

El viejo es mundialmente famoso. No podemos entrar en un supermercado, en un videoclub o en el circuito de Indianápolis sin tropezarnos con su imagen o su legado. Pensamos en Henry Fonda, Humphrey Bogart o en James Stewart como en sus iguales. El chico se está labrando un nombre importante por sí mismo, pero no deja de sufrir la comparación con otros actores —con Marlon Brando y sobre todo con James Dean—, a menudo para restarle importancia o hacerle de menos.

El joven acaba de cumplir los treinta, lleva seis años casado y tiene tres hijos, el mayor de los cuales cuenta cinco años. El viejo tiene setenta y ocho, va a celebrar cuarenta y cinco de matrimonio y tiene cinco hijas mayores y dos nietos con quienes celebrarlo.

Físicamente, comparten algunos rasgos: cabello ondulado, ojos muy azules, una belleza clásica que parece patricia en el viejo y fresca en el muchacho, y un garbo que da un aire juguetón al viejo, y al chico, un aspecto vigoroso.

Sin embargo, sus personalidades son claramente diferentes. El viejo es serio, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que fue alumno del Kenyon College y de la Escuela de Arte Dramático de Yale aprovechando una beca para los veteranos de guerra, que soñaba con convertirse en profesor y toma parte activamente en el mundo de la política; además, ha recaudado millones para obras de caridad y ocupado el cargo de presidente del Actors Studio. El joven es famoso por su tolerancia a la cerveza, sus bromas pesadas y su alocado sentido del humor, por su afición a los coches deportivos y a las motos, así como por sus papeles de rebelde antiautoritario; también ha interpretado unos cuantos papeles en Broadway que le han dado un lugar en el repertorio nacional y ha hecho algunos trabajos dramáticos inolvidables para televisión.

Al viejo ya lo conocen: es Paul Newman, interpretando el papel del director de escena en Our Town en la producción del Westport County Playhouse, estrenada en el teatro Booth de Broadway, a principios de 2003.

Y al joven… Bueno, pues también lo conocen: es Paul Newman haciendo el papel de George Gibbs en la misma obra, adaptada en forma de musical para el programa de la NBC Producer’s Showcase en septiembre de 1955.

Entre ambas interpretaciones se extiende toda una trayectoria profesional y, de hecho, toda una vida; pero no solo del hombre, sino también de la cultura en la que este vivió y prosperó.

El ciego e impetuoso vigor de la juventud; la tranquila y algo irónica aceptación de la madurez; el progreso de un artista y su oficio; la maduración de un alma, de una mente y de un físico; la vida de un hombre y del medio siglo de historia que vivió, que simbolizó y a la que incluso dio forma: la historia de Paul Newman tiene un poco de todo eso.

Desde un floreciente barrio residencial en plena era del jazz, hasta un avión torpedero en el Pacífico; desde el seno materno de la Academia, hasta el barullo de Broadway y de los programas en directo para televisión; desde la jaula dorada de los contratos con los grandes estudios de Hollywood, hasta la libertad de rodar películas para su propia productora; desde e

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