El amor y la furia

Sam Kashner
Nancy Schoenberger

Fragmento

1BR>«Le scandale»

Yo no quería ser otro de sus trofeos.1

ELIZABETH TAYLOR

¿Cómo coño iba a saber yo que era tan famosa?2

RICHARD BURTON

La primera vez que Richard Burton vio a Elizabeth Taylor, casi se le escapó la risa.

Era 1953. Lo habían sacado del teatro de Londres donde se le ja lea ba como el gran sucesor de sir John Gielgud y sir Laurence Olivier para que hiciera tres películas con la 20th Century-Fox: Mi prima Rachel, La túnica sagrada y Las ratas del desierto. En cuanto llegó a Hollywood con su mujer galesa, Sybil, causó sensación entre las esposas del lugar, donde adquirió fama de amante irresistible, buen conversador, galés rudo y ardiente, y bebedor de primera. El actor, de veintiocho años, acudió con otro galés, su ídolo Dylan Thomas, el poeta, a una fiesta que Stewart Granger y Jean Simmons dieron en su casa de Bel Air, donde compitieron en beber y contar anécdotas. Era su primer viaje a California, y su primera visita a «una casa elegante», donde no quitaba ojo a las bellezas bronceadas que pasaban el rato en torno a la piscina. El tintineo de los cubitos de hielo en los vasos paliaba el calor del desierto, al tiempo que los bloody Marys y la cerveza helada, sola o con whisky, animaban la fiesta. «Había sido un año de órdago —escribió más tarde Burton en sus cuadernos, francos y jugosos, donde hacía anotaciones para una posible autobiografía—. Tres películas importantes, beber con Bogie, tontear con Garbo…» Según recordaba:

Estaba yo disfrutando de ese pequeño triunfo social cuando una chica sentada al otro lado de la piscina bajó su libro, se quitó las gafas de sol y me miró. Era tan increíblemente guapa que casi se me escapó la risa… Era sin duda una belleza… Era fastuosa. Era una esplendidez morena e implacable. En suma, que era demasiado la tía, y encima pasaba por completo de mí.3

Bueno, no «por completo». La fría mirada de Elizabeth se fijó en un hombre que entonces le pareció fanfarrón y vulgar; un hombre de quien no quería saber nada. Además, hacía un año que se había casado por segunda vez, con el actor inglés Michael Wilding, íntimo de los Granger. (Rememorando aquel primer encuentro, Elizabeth lo situó en su casa de Hollywood Hills, donde vivía con Michael; según su versión, en aquella época tenía diecinueve años.) En cambio Burton ya estaba intrigado, por decirlo de algún modo. Más adelante, al evocar la primera vez que vio a la joven actriz de veintiún años, la describió como «la mujer más increíblemente independiente, bella, distante, remota e inaccesible que había visto… ¿Y si solo estaba enfurruñada? No me lo pareció. No había rastro de mal humor en aquel rostro divino». Y más adelante añadía: «Sus pechos eran apocalípticos, capaces de abatir imperios…».4 También a él lo abati rían.
No volvería a verla en nueve años.

En 1962, cuando coincidieron en el plató de Cleopatra (tras los largos y onerosos retrasos del rodaje, un caro traslado de los estudios londinenses de Pinewood a los romanos de Cinecittà, y un ir y venir de jefes de estudio, productores, directores, guionistas y actores), Elizabeth Taylor y Richard Burton ya habían vivido varias vidas. Ella había sobrevivido al estrellato infantil, con todos sus excesos y exigencias. Arrancada de una infancia bucólica en Hampstead, Inglaterra (con poni y todo), e instalada en Los

Ángeles por unos padres entregados que deseaban escapar de la Segunda Guerra Mundial que se fraguaba, Elizabeth entró en el mundo del cine de la mano de su madre, la ex actriz de teatro Sara Sothern Taylor, una mujer obsesivamente ambiciosa, y a la tierna edad de diez años ya era famosa como la pequeña coprotagonista de La cadena invisible y Fuego de juventud, estrenada al año siguiente, ambas de Metro-Goldwyn-Mayer. (Durante toda su vida, le gustarían los animales, sobre todo los caballos: a los cinco años ya sabía saltar obstáculos montando sin silla.) Aprendió muy pronto el valor que tenía su rostro, de una belleza inusitada e inquietantemente adulto. Aun así, se mostraba displicente ante su propia belleza y apenas tenía vanidad personal. Aprendió cómo funcionaba el negocio: las continuas atenciones tanto de los estilistas de vestuario, maquillaje y peluquería como de los agentes de publicidad del estudio, la adulación constante, las luchas de poder, los altibajos de popularidad recogidos en gráficos. Se acostumbró (hasta el punto de necesitarlo) a contar con un grupo de ayudantes tan numeroso que habría hundido más de un barco. (Su hermano Howard, aún más guapo que ella, no quiso saber nada de aquel mundo, de modo que a los quince años, en vísperas de una prueba para un western de chico con caballo en los estudios de la Universal, se rapó el pelo y logró así llevar una vida normal.) Las recompensas de Elizabeth (fama, dinero, atención y animales de estudio con los que jugar) compensaban el castigo: soportar el implacable control de su madre, los directores y el tiránico jefe del estudio, Louis B. Mayer, por no hablar de la absoluta falta de intimidad e independencia. «Me vigilaban tanto —recordaba— que no iba sola ni al baño.»5 Le enseñaron cómo tenía que mirar, hablar, caminar, estar de pie y respirar. Y mientras tanto aprendió mucho sobre el poder: quién lo tenía, cómo conseguirlo y cómo conservarlo. Un día Louis B. Mayer, en un ataque de ira, insultó a la madre de Elizabeth y la pequeña, de once años, le gritó: «¡Váyanse al cuerno usted y su estudio!».6 No quiso pedir perdón. Lo increíble es que Mayer no la despidiera en el acto. Fue, qué duda cabe, el nacimiento de una diva.

En su segundo encuentro con Richard Burton, Elizabeth estaba en el apogeo de su belleza morena, pero aparentaba más de los veintinueve años que tenía. Se había casado tres veces y enviudado una. Su primer y breve matrimonio, a los dieciocho años, con Conrad Nicholson Hilton hijo (Nicky), jugador compulsivo y heredero de un imperio hotelero, fue idea del estudio y un verdadero desastre desde el primer día. Cuando Conrad no la dejaba plantada para correr a las mesas de juego, la pegaba; más tarde Elizabeth declaró que, cuando estaba embarazada de pocos meses, su esposo le propinó una patada en el estómago que la hizo abortar. Fue el estudio el que la animó a casarse con aquel playboy atractivo pero turbio como parte de la campaña publicitaria de El padre de la novia (1950), película de la MGM en la que ella interpretaba el papel de joven novia y Spencer Tracy el de su explotado padre. Sara Taylor aprobó el plan de la MGM, pues sabía que ayudaría a su hija a ser una estrella y, por otra parte, siempre había querido que Elizabeth contrajera matrimonio con un hombre rico.

«Cuando conocí a Nicky Hilton —explicó años después Elizabeth—, ya estaba preparada para casarme. Deslumbrada por su encanto y aparente sofisticación, impulsada por sentimientos que no podían satisfacerse fuera del matrimonio y desesperada por llevar una vida independiente de mis padres y el estudio, cerré los ojos para no ver los problemas y caminé radiante hacia el altar.»7 La boda, pregonada a los cuatro vientos, concebida y publicitada por la MGM, contó con la presencia de una multitud de admiradores y cumplió con su cometido: El padre de la novia fue un éxito descomunal para el estudio. En cuanto al matrimonio, duró seis meses.

Llegó a su fin el 1 de febrero de 1952, por crueldad mental. Nicky achacó su mal comportamiento a la exposición pública a que se había visto sometido de golpe y porrazo.

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