La muerte de Virginia

Leonard Woolf

Fragmento

1

La muerte de Virginia

La segunda de las guerras mundiales que he vivido estalló el 3 de septiembre de 1939. Veinticinco años antes, un día de verano del mes de agosto, la Gran Guerra de 1914 se había abatido, histórica y psicológicamente, sobre nosotros, sobre nuestra generación, y de hecho sobre todas las generaciones europeas, como un rayo caído del cielo. Fue como si nos golpearan con violencia en la cabeza y apenas nos diésemos cuenta de que estábamos involucrados en una catástrofe como las de las pesadillas. A lo largo de cuatrocientos años, parecía haberse extendido, dentro y fuera de Europa, una especie de civilización que había convertido semejante Armagedón en un imposible —o al menos improbable— anacronismo. Había habido guerras y todavía rezábamos maquinalmente los domingos a un Dios muy anticuado para que nos librara de la «batalla» igual que del asesinato y la muerte súbita, de las «artes y tentaciones del demonio» y de la «fornicación y los demás pecados capitales»; pero eran guerras locales o provincianas y millones de personas habían vivido y muerto sin oír los redobles y las pisadas de la conquista, o habían tenido muy pocas probabilidades de estar «en la peligrosa proximidad de la batalla».1

La psicología de septiembre de 1939 fue totalmente distinta de la de agosto de 1914. La gente de mi generación sabía entonces lo que es la guerra: los horrores de la muerte y la destrucción, las heridas, el dolor, el luto y la brutalidad, pero también su vacuidad negativa y la desolación de ese aburrimiento cósmico y personal, de la sensación de estar aguardando eternamente en la sucia y anodina sala de espera de una estación de ferrocarril, una sala de espera de estación cósmica, sin otra cosa que hacer que esperar eternamente que ocurra la siguiente catástrofe. Sabíamos que la guerra y la civilización en el mundo moderno son incompatibles, y que la guerra de 1914 había destruido la esperanza de que las personas se estuvieran civilizando, una esperanza que no parecía del todo irracional a principios del siglo XX. La Europa de 1933 era infinitamente más bárbara y estaba más degradada que la de 1914 o 1919. En Rusia, hacía más de un decenio que gobernaban con un poder absoluto un gobierno, un partido político y un dictador que, basados en una imbecilidad doctrinaria y sobrehumana, habían asesinado a millones de sus conciudadanos por no ser tan pobres como los campesinos más pobres; los comunistas, por ser comunistas, torturaban y asesinaban continuamente a otros comunistas con la excusa de que eran o bien desviacionistas de izquierdas o de derechas. En Italia se habían establecido un gobierno y un dictador que, con una doctrina política que pretendía ser lo contrario del comunismo ruso, producían, con mucha menos eficacia los mismos resultados de estupidez y salvajismo. En Alemania había aparecido el mismo fenómeno que en Rusia y en Italia, aunque la barbarie de Hitler y los nazis entre 1933 y 1939 demostró ser mucho más repugnante, peligrosa y demencial incluso que la barbarie de Stalin y los comunistas.

Por eso, en muchos sentidos, los últimos años de paz antes de que estallara la guerra en 1939 fueron el período más horrible de mi vida. Después de 1933, a medida que una crisis orquestada por Adolf Hitler sucedía a otra, uno iba dándose cuenta de manera paulatina de que el poder de determinar la historia y el destino de Europa había caído en manos de un sádico y un demente. Al escuchar en la radio la histeria de un discurso del Führer en algún mitin, y ver cómo excitaba la salvaje histeria de miles de sus seguidores nazis, uno tenía la sensación de que Alemania y los alemanes se habían contagiado de su locura. A medida que pasaban los años, quedó claro que quienes ejercían el poder en Francia y Gran Bretaña no ofrecerían verdadera resistencia a Hitler. La vida se convirtió en una de esas terribles pesadillas en las que uno trata de escapar de un horror maligno, informe y sin nombre y las piernas se niegan a andar, por lo que solo cabe esperar, paralizado por el horror, una aniquilación inevitable. Después de la invasión de Austria por los nazis, uno esperaba inerme esa guerra inevitable.

Fue esa sensación de desesperanza e indefensión, la intuición de la catástrofe y de que las fuerzas de la historia estaban totalmente fuera de control, lo que facilitó el avance hacia la guerra e hizo que el estallido de la misma fuese tan distinto en 1939 de lo que lo había sido veinticinco años antes. Vale la pena recordar algunos hechos relacionados con esa intuición y esa desesperanza. Un año antes de que estallara la guerra, Victor Gollancz, Harold Laski y John Strachey me pidieron que escribiera un libro para el Left Book Club. Escribí un volumen que titulé Barbarians at the Gate. Empecé citando «unas palabras escritas unos veinticinco siglos antes» por Jeremías, «el padre de las lamentaciones comunitarias», quejándose de la destrucción de la civilización por parte de los bárbaros, que han quemado incienso en honor de dioses extranjeros, inundado Jerusalén con la sangre de inocentes y quemado a sus hijos para hacer ofrendas a Baal: «Ved, por tanto, que ha llegado el día en que este lugar no se llamará Tophet, ni valle del hijo de Hinnom, sino “valle de la matanza”».2 Proseguí señalando (hace casi treinta años) las diferencias entre 1938 y 1914, pues «cuando abrías el periódico en aquellos días, no te encontrabas con la tortura, persecución, expropiación, encarcelamiento o eliminación al por mayor de decenas o de cientos de miles de personas clasificadas o etiquetadas para su destrucción como socialdemócratas, comunistas, judíos, pastores luteranos, católicos romanos, capitalistas o kulaks». Insistí en que la mayor amenaza para la civilización no era tanto la barbarie de aquellos bárbaros como la falta de unidad entre las personas civilizadas, e hice la triste y acertada profecía:

Es casi seguro que la economía, una guerra o ambas cosas acabarán destruyendo a los dictadores fascistas y sus regímenes. Pero eso no significa que la civilización vaya a triunfar automáticamente sobre la barbarie.

Conservo un recuerdo divertido en relación con aquel libro. Cuando envié el manuscrito, recibí una carta que demostraba cierta inquietud por parte de Victor. A los tres editores les había gustado mucho el libro, decía, pero les preocupaban mis críticas al gobierno soviético y al comunismo, ¿no podría moderarlas un poco? Contesté que estaba dispuesto a tener en cuenta cualquier crítica o sugerencia concreta y particular para modificar lo que fuese, pero que no pensaba modificar mis opiniones por motivos de conveniencia. Al final decidimos que nos reuniríamos los cuatro y discutiríamos en detalle el manuscrito. Me reuní con los editores en el despacho de Victor después de cenar el 24 de julio de 1939. Estaban muy molestos por mis críticas a los comunistas rusos y su gobierno y me presionaron para que las modificara. Los cambios que pedían habrían sido, desde mi punto de vista, poco honrados, pues habrían ocultado lo que, en mi opinión, era la verdad del autoritarismo en la Rusia de Stalin. Los bárbaros habían atravesado ya las puertas e

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