Una España mejor

Mariano Rajoy

Fragmento

cap-1

Con la venia

El 20 de noviembre de 2011 la victoria electoral del Partido Popular era algo incuestionable; acaso se podía haber dudado de su magnitud, pero no de su signo. Nadie en su sano juicio podía albergar la remota esperanza de que el PSOE pudiera ganar las elecciones. La crisis económica había liquidado cualquier expectativa electoral del partido en el Gobierno. Las elecciones municipales y autonómicas del mes de mayo ya habían confirmado el vuelco. El Partido Popular había ganado en casi todas las Comunidades Autónomas y en la mayoría de las capitales de provincia. Por primera vez gobernábamos prácticamente todas las instituciones autonómicas y locales. Extremadura y Castilla-La Mancha estrenaban gobiernos del Partido Popular, lo mismo ocurría en importantes ciudades de Andalucía. Por si esto fuera poco, todas las encuestas anunciaban el triunfo del PP en las elecciones generales. Estaba muy claro que íbamos a gobernar España y que lo haríamos en unas condiciones muy difíciles. Una vez más se nos iba a otorgar la confianza para rescatar a España del paro y la desesperanza.

Aquella victoria electoral suponía el reconocimiento a toda una vida dedicada a la política. Una gran satisfacción para mí y una pequeña compensación para las personas que durante todos esos años sufrieron las consecuencias de mi pertinaz vocación política: mi mujer, que siempre me apoyó incondicionalmente y que suplió con generosidad y sentido común mis innumerables ausencias familiares; mi padre, que al principio receló de mi vocación y cuya rectitud, sensatez y discreción siempre me acompañaron; mis hijos, mis hermanos, mis amigos... Todos sentíamos que por fin, después de no pocos reveses y contratiempos, culminaba con éxito una tarea que había comenzado muchos años antes. Aquellos esfuerzos, los sinsabores, las incomprensiones y alguna que otra deslealtad... todo venía a cobrar sentido aquella noche de noviembre de 2011. Tantas horas de trabajo, muchas ocasiones hurtadas a la familia, los disgustos que tantas veces se llevaron sin estar acostumbrados como yo a las servidumbres de la vida pública. En definitiva, una vida dedicada a la política y al Partido Popular culminaba con una inapelable y contundente victoria electoral. Se terminaba con éxito una etapa, la de líder de la oposición, y comenzaba otra muy distinta, la de Presidente del Gobierno de España.

En mi intervención de aquella noche procuré ser prudente y conciliador. Sabía que nos enfrentábamos a la mayor crisis económica de la historia reciente y quería trasladar a todas las personas, también a las que no me habían votado, la necesidad de encontrar complicidad y comprensión ante la ingente tarea que teníamos por delante.

Las campañas electorales constituyen el momento de mayor agresividad y polarización del debate político, el de la movilización máxima, en el que se pronuncian las frases más altisonantes, las acusaciones más hirientes, las descalificaciones más burdas. Pero todo ese lenguaje debería quedar enterrado la misma noche electoral. Una vez que los ciudadanos deciden y se pronuncian sobre sus preferencias no me parece saludable mantener esa atmósfera de enfrentamiento que a nada conduce. A partir del momento en que se abren las urnas y se conoce la voluntad de los ciudadanos se debe rebajar el grado de tensión del momento electoral y buscar acuerdos. Y quien mayor responsabilidad tiene en ello es el ganador. Sin embargo, cada vez más, asistimos a discursos políticos basados únicamente en la confrontación y no en la cooperación; ese constante maniqueísmo, ese exceso en la impostura para diferenciarnos del otro acaba derivando hacia una política estéril de campaña electoral permanente y extenuante.

Además, cuando uno consigue una victoria tan abrumadora como aquella, con el 44 % de los votos y 16 puntos de ventaja sobre el rival inmediato, cualquier aspaviento o exageración no solo estaba de más, sino que constituía un gesto de escasa elegancia política.

Habíamos ganado las elecciones después de mucho esfuerzo y mucho tesón, pero el futuro que se abría ante nosotros era cualquier cosa menos halagüeño. España estaba en una situación crítica. Hubo entonces quien se consolaba vaticinando que la gravedad de la crisis era tal que se iba a llevar por delante dos gobiernos: el del PSOE, que había sido castigado severamente por su gestión económica, y el del PP, que acababa de ganar las elecciones con una rotunda mayoría absoluta. Hubo también quien presumía de haber recomendado al Presidente Rodríguez Zapatero el adelanto electoral para evitarse el trago de asumir la petición del rescate soberano del país. En cualquier caso, fuera esta la razón principal o una más entre un nutrido grupo de consideraciones, lo cierto es que la situación del último Ejecutivo socialista era insostenible: a la crisis galopante se unía el descrédito general por haberse empeñado en el ciego voluntarismo de ignorar la gravedad de los hechos. Su propio partido recelaba de la gestión del Gobierno después del profundo viraje que había tenido que imprimir a su política en 2010 obligado por los socios europeos, y además se había demostrado incapaz de impulsar las reformas que pedía urgentemente la economía española.

Probablemente la reforma más efectiva que acometió el Presidente Rodríguez Zapatero en su última etapa de gobierno fue la que pactó conmigo para incluir en la Constitución española el principio de estabilidad presupuestaria, que obligaba a todas las administraciones a comprometerse en la lucha por el equilibrio en sus cuentas. Aquella reforma del artículo 135 de la Carta Magna, que acordamos en tiempo récord y de la que ahora reniegan algunos de quienes la respaldaron, fue vital para poder embridar el galopante déficit público que nos encontramos al llegar al Gobierno. Hoy por hoy, ese artículo y la ley que hicimos posteriormente para desarrollarlo siguen siendo una garantía de que no se repitan desmanes similares en el futuro.

La situación de España aquel noviembre de 2011 era extremadamente complicada, pero yo mantenía una razonable confianza; creía ser consciente de la magnitud del reto —luego se reveló mucho peor de lo que podía suponer— pero también de nuestras fortalezas para hacerle frente. Contaba con una sólida mayoría absoluta en ambas Cámaras que nos permitía sacar adelante las reformas con rapidez y eficacia; también tenía de mi parte el respaldo y el esfuerzo coordinado de la mayoría de las administraciones territoriales, que estaban gobernadas por el Partido Popular y que fueron fundamentales para lograr reconducir la situación de las cuentas públicas; gozaba de un conocimiento profundo de la realidad del país, que había recorrido de punta a punta en mis años de líder de la oposición, y acumulaba además una larga experiencia de gestión. Había sido Ministro de Administraciones Públicas, de Educación, Cultura y Deportes, de Interior y de Presidencia, así como Vicepresidente del Gobierno y su portavoz. Cuando llegué a la Presidencia del Gobierno había tenido la oportunidad de conocer en detalle la Administración Pública y algunos departamentos especialmente sensibles como el de Interior. Sabía cómo era el país que me había encomendado su gobierno, sabía cuál era la gravedad de las circunstancias, pero también su extraordinaria capacidad de recuperación y sabía cómo debía hacer frente a la responsabilidad que tenía ante mí. Tendría que actuar con determinación para adoptar

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