Viaje al país de los blancos

Ousman Umar

Fragmento

cap-2

Sé que nací un martes, no sé de qué mes ni de qué año porque en mi tribu eso no importa. Lo que sé con seguridad es que nací en un país africano de clima tropical llamado Ghana. Mi pueblo, en la región de Brong-Ahafo, distrito de Techiman, está en medio de la selva, rodeado de frondosa vegetación. Es una zona muy fértil: se cae una semilla al suelo y brota una planta. Cuando nací mi madre murió en el parto. Según la tradición de mi tribu, los walas, que viven al noroeste del país, cuando esto sucede se abandona al niño porque lleva consigo una maldición. Se le deja morir. Por fortuna mi padre, llamado Seidú (aunque también era conocido como Mosi), formaba parte de la familia real de la tribu y era chamán, por lo que pudo salvarme. Nuestro antepasado lejano era el rey que había fundado el reino de Wa y de él habían salido las cuatro ramas familiares —conocidas como cuatro «puertas»— que gobiernan por turnos.

Nosotros pertenecíamos a una de esas puertas. Como chamán, mi padre no comulgaba con la fe musulmana, sino que, siguiendo la tradición de las tribus africanas, era animista. Creía que los dioses están por todas partes —en la naturaleza, los ríos o las montañas— y que tienen alma. Los walas tenemos nuestro propio documento de identidad: se trata de una hendidura en la mejilla derecha, un pequeño corte, que nos hacen al nacer. Así nos podemos reconocer entre nosotros. Es importante: en una batalla puede servir para que decidan abatirte por ser el enemigo o, por el contrario, protegerte por ser miembro de la tribu.

Pero aquel solo sería el primer milagro de mi vida, la primera vez de las muchas que he estado a punto de morir. Para salvarme mi padre decidió que nos trasladásemos a otra región, a vivir con mi tía, que adoptaría el papel de mi madre. Crecí pensando que mi madre era la mujer que ejerció de mi madre, pero en realidad ella era mi tía, la hermana de mi madre.

Pasé mi infancia en aquel pueblo al que nos mudamos, Fiaso. Allí, cultivamos los campos. Si queremos comer pollo cogemos alguno del corral. Si queremos otro animal vamos a la selva a cazarlo. Por la noche colocamos trampas y, en cuanto amanece, corremos a mirar qué ha caído. Si no tenemos otra cosa recolectamos mangos, naranjas... lo que ofrece la naturaleza. En el campo no se pasa hambre. En mi pueblo no tenía nada de qué preocuparme, tenía la vida solucionada: vivía en una casa grande y era el hijo del chamán. No pensaba mucho en mi futuro, no tenía expectativas. Pero, de algún modo, había aceptado que mi vida sería la habitual en aquel lugar. Viviría trabajando la tierra, cuidando a los animales, me casaría y tendría descendencia.

Las casas están hechas de barro y los tejados, de bambú, de ramas, de materia vegetal... El agua se toma de los ríos. Hay dos: uno lo consideramos femenino y otro, masculino. Uno lo usamos para beber y otro, para lavar. Nunca he probado agua tan dulce, tan cristalina, como la que corre por aquellas corrientes. En mi pueblo no hay luz eléctrica, así que para iluminar se utiliza queroseno. Hay tan poca luz por las noches que en el cielo se ven millones de estrellas que brillan, como brasas salpicando el firmamento. Las noches de luna llena disfrutábamos de su potente luz y podíamos salir afuera a jugar.

«Si miráis fijamente la luna —nos decían las mujeres mayores—, una bruja vendrá a mataros.» Asimismo, también nos advertían de que si señalabas el cementerio con el dedo, podrías morir... a no ser que te tragases una piedra, claro.

Los materiales de las casas son muy precarios, por lo que hay que estar continuamente reparándolas para que no se vengan abajo porque, además, en mi pueblo llueve mucho. Mi padre era muy bueno en estos menesteres, así que siempre lo llamaban para que ayudase aquí y allá en la reparación o construcción de las casas, para que dirigiera las obras... Era otra de las cosas por las que era respetado.

Mi padre era un hombre serio, de cuerpo menudo, pero muy ágil. Con sus hijos era muy seco y severo. No nos hablaba mucho. Solo se dirigía a nosotros para darnos órdenes: «Haz esto, haz lo otro». Más que enseñarnos cosas, aprendíamos imitando lo que él hacía. Era su manera de educar. Yo le tenía muchísimo respeto. Mi madre, que se llamaba Amina, era más habladora y alegre. Además de a las tareas domésticas, también se dedicaba al comercio de productos, como sal y cacahuetes, que traía de la ciudad de Techiman. Siempre nos protegía cuando mi padre nos pegaba. Y es que él se enfadaba mucho, por ejemplo, cuando íbamos a por agua al río y se nos caía al suelo una calabaza llena. «Aunque me mate no se va a arreglar la calabaza rota —pensaba yo—. ¿Por qué se enfadará tanto?» Allí es normal pegar a los niños como castigo.

A mí me volvía loco jugar al fútbol, pero a mi padre no le gustaba nada. En las llanuras que rodeaban el pueblo montábamos un campo con dos porterías. Había dos equipos, y el mío siempre ganaba. Yo jugaba de delantero y era bastante bueno. El balón lo traía Francis, uno de mis amigos además de Jafaro y Salu. Los padres de Francis le daban algo de dinero, y podía comprar pelotas en Techiman. Cuando se enfadaba con nosotros cogía el balón, decía que era suyo y nos dejaba sin jugar.

A veces, debido al fútbol, llegaba tarde a guardar las cabras y mi padre montaba en cólera. Por eso me hizo muchísima ilusión cuando un día vino a verme jugar. Vestía pantalones cortos, pero se había puesto encima un paño de franjas verdes y amarillas que solo usaba para ocasiones especiales.

Vivía con mi familia extensa —éramos unas veinte personas— en una casa grande con un patio central que servía como lugar de reunión y para realizar las tareas del hogar, como preparar la comida o tender la ropa. Aunque no teníamos mucho acceso a la ropa..., de hecho, íbamos vestidos con varios pantalones a la vez para que unos taparan los agujeros de los otros.

Se formaban lazos muy fuertes entre padres, abuelos, primos, tíos... Todos convivíamos y nos cuidábamos entre nosotros. La familia es sagrada, y los más importantes son los más viejos, a los que se les tiene el máximo respeto. Los niños, muchas veces, son solo herramientas de trabajo y no reciben tantas atenciones. Los ancianos son los que más han vivido y los más sabios. Como la información no es fácil de conseguir, lo mejor para informarse es consultarles.

Por la noche, alrededor del fuego, los mayores nos contaban sus experiencias y algunos cuentos, donde los animales eran los protagonistas. Así entendíamos la naturaleza y la supervivencia. Una de las historias que más recuerdo es la que llamábamos «la del señor araña». Era el hombre-araña más sabio del pueblo y para asegurar que nadie tuviera más conocimiento que él intentó recoger todo el conocimiento del mundo en una calabaza. Quería colgarla en un árbol para que nadie más lo tuviese. Cuando iba a colgarla llamó a su hijo Kuakuata para que lo acompañara. Al llegar, el hombre-araña colgó la calabaza en su barriga, pero era tal el peso que no conseguía subir al árbol. Su hijo le aconsejó que se la colgara en la espalda, y el padre enfureció porque se dio cuenta de que no había recogido todo el conocimiento del mundo. Con aquella historia los mayores querían enseñarnos que no se puede recoger todo el conocimiento del mundo.

Dentro de nuestra casa había una habitación especialmente dedicada a los rituales c

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