Puedo prometer y prometo

Fernando Ónega

Fragmento

El nacimiento de un líder

Fue líder desde niño. Empezó reformando la Acción Católica. Empapeló Ávila de carteles por el día, los retiró por la noche y denunció el «boicot» a la policía y a la prensa local. Así agitó por primera vez la opinión pública.

«Toda la vida soñé con ser presidente del Gobierno», le declaró Adolfo Suárez a Juan Luis Cebrián en una larga entrevista que publicó El País el 15 de octubre de 1979. O sea, que era verdad. Era la primera confirmación pública de una leyenda que se había ido tejiendo en torno a su persona, a base de múltiples testimonios familiares y de amigos que desde niño le oían ese pronóstico. Primero, como un deseo: ¿Qué quieres ser de mayor? «Presidente del Gobierno». Después como un anuncio: «Seré presidente del Gobierno.» Algunos años más tarde, ese pronóstico o deseo adquirieron tintes mágicos cuando la famosa vidente argentina que acudía al colegio mayor Francisco Franco le dijo al rector que «ese chico tan guapo va a mandar en España tanto como Franco». Eduardo Navarro, el rector, se explayó contándoselo a Juan Francisco Fuentes con la credibilidad de una profecía.

Y algo de profecía, algo de visionario había en todo aquello, porque es difícil imaginar a un niño de los años sesenta soñando con una presidencia del Gobierno que todavía no figuraba

PROMETO en las previsiones legales. Es decir, que no existía una figura española a quien aspirar a imitar. Fue, por tanto, una intuición que marcaría su vida y condicionaría su vocación. Desde la infancia aparecía destinado a la política. Se lo planteé un día, en aquellos paseos por los jardines de La Moncloa, y no quiso darle importancia. «Vamos a ver —me dijo—, ¿tú a qué edad has querido ser periodista?» Creo que a los doce años, le contesté. «Pues entonces no necesitas que te lo explique: desde niño quise dedicarme a la política.» Sí, pero tú hablabas de ser presidente del Gobierno. Y él: «Hombre, no pensarás que en la etapa de los sueños mi aspiración se contentaría con quedarme de concejal de Cebreros».

En la formación de esa vocación, de esa ambición, han sido fundamentales sus condiciones humanas. «Era un líder desde niño», recuerda Aurelio Delgado, su cuñado, ayudante, compañero, amigo, confidente y el hombre que pasó más horas a su lado desde el instituto de Ávila al despacho de la calle Antonio Maura de Madrid. Era ese chico de provincias dotado de una extraña atracción. Hay que situarse en la ciudad de Ávila de los años cuarenta y cincuenta: una ciudad de obispo nacionalcatólico y devoción a santa Teresa y a la Virgen de Sonsoles; un recinto entre murallas tradicional, recatado y religioso, de domingos con señoras de velo negro y caballeros de trajes raídos, pero trajes, y corbata; con una división visible entre adictos al régimen de Franco, dominantes, y desafectos que nunca hablaban en público de política, por miedo a ser escuchados.

En ese ambiente social vivían los estudiantes; los jóvenes que no habían hecho la guerra, pero veían por la calle a los lisiados de la guerra. Y en ese ambiente creció Adolfo Suárez. El recuerdo de Aurelio Delgado se vuelve nostálgico. Atesora en su memoria aquellos paseos, el Grande, adonde no accedían los chicos de los que hoy podrían llamarse «los barrios bajos», y el paseo de La Peña, retrato vivo de aquella sociedad: a un lado paseaban los chicos, y al otro, las chicas.

EL

Adolfo comenzó a sentir su liderazgo a los doce años. «El poder del grupo estaba donde estaba él —recuerda Aurelio, que ya entonces pertenecía a su pandilla—, y él era el jefe.» Lo demostraba en reuniones, en juergas, en cualquier movimiento que se organizaba. Por lo que el cronista ha podido recomponer de aquellos años, esa sensación de jefe de la pequeña tribu de provincias fue lo que definió su vocación política. Fue jefe sin pretenderlo, jefe natural. Así se forjó el Adolfo Suárez político. Las calles de Ávila hicieron de él un líder.

Los calificativos que merece su adolescencia podrían ser éstos: popular, populista, algo golfete, sencillo y atrevido. El resto es herencia: de su madre, el carácter castellano y la inquietud religiosa; de su padre, el carácter de gentleman, la simpatía y el talante republicano. No hay nada en su infancia y juventud que lo aproxime a la Falange, la doctrina oficial dominante. De haber algo, tuvo que haber sido la asignatura de Formación del Espíritu Nacional. Le pregunto a Aurelio Delgado cuándo empezaron a hablar de política, y Aurelio marca una edad: «A los veinte años ya teníamos conversaciones políticas serias».

Los primeros movimientos de Suárez, como los de tantos políticos de la Transición, especialmente socialistas, tuvieron como escenario el ámbito religioso. E, igual que Felipe González, el ámbito de Acción Católica. Si algo ha influido en su temprano pensamiento ha sido la doctrina social de la Iglesia. Y en esa primera juventud se producen dos acontecimientos que definirían algunas de sus cualidades: la osadía para la renovación y la audacia en la estrategia.

La osadía, porque aquel Adolfo Suárez casi imberbe se presentó un día a ver al obispo de Ávila, Santos Moro Briz, uno de los prelados más reaccionarios en un episcopado muy reaccionario, con la intención de trasladarle un mensaje que Adolfo expresó como un mandato:

—Hay que renovar la Acción Católica.

El obispo lo miró; no le preguntó cuáles eran sus plantea

PROMETO mientos, pero le dijo que se quedaba con la idea. Y Adolfo debió de ser tan convincente, que el señor obispo le encomendó la dirección del Consejo Diocesano de Jóvenes de Acción Católica. A su vez, creó lo que se podría llamar su primer partido, aunque no político: la asociación De Jóvenes a Jóvenes, de amplia resonancia cultural en los años cincuenta de Ávila.

De Jóvenes a Jóvenes dio la medida de la capacidad de agitación de Suárez. Se convirtió en un foco de atracción más cultural que religiosa. Rompió los tabúes de una ciudad tradicional. Se puso a organizar conferencias sobre sexo y religión, o sobre relaciones prematrimoniales. Había que echar mucho valor a la vida para hacer eso en aquella época, la más oscurantista de la historia contemporánea y en plena censura política y religiosa. Y él tuvo ese valor por una simple razón. Se trataba de los temas que hablaban los jóvenes a hurtadillas en sus paseos, cuando no tenían internet, ni teléfonos para mensajes, ni whatsapp ni se imaginaban algo como Twitter. ¿Por qué no tratarlos a pecho descubierto en una sala de conferencias? Veinte años después, cuando hacía memoria de esas «batallitas» con sonrisas de nostalgia, no pude evitar un pensamiento: ésa había sido la primera oportunidad en que Suárez, sin ningún guión previo, hizo normal en la vida cultural de Ávila «lo que en la calle era sencillamente normal». En esa primera asociación ya había algo del espíritu de la Transición.

Con ese ánimo, De Jóvenes a Jóvenes celebró un acto sobresaliente, algo parecido a un congreso, en el Teatro Principal en el verano de 1957. Cómo suscitó la atención popular y de la prensa local es toda una lección de estrategia de comunicación sin gabinete de prensa, ni laboratorios de imagen, ni empresas de publicidad. Primero, llenaron de carteles la ciudad para anunciar el congreso. Los colocaron en los lugares más visibles. Por la noche, él mismo junto a Aurelio Delgado se dedicaron a arrancarlos. ¿Para qué? Para denunciarlo al día siguiente; para llegar al Diario de Ávila y declarar que el congreso estaba su

EL

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