Jóvenes pistoleros

Juan Cristóbal Peña

Fragmento

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—Vamos con Guzmán, completo —dice el policía y la voz se escucha resuelta, perentoria, como si el muchacho que tiene enfrente no tuviera otra opción que ir con Guzmán, completo.

Como viejo policía que es, el subcomisario Barraza sabe que en esta parte debe ser severo pero a la vez acogedor, como el padre que reprende con cariño a un hijo pillado en falta. El policía bueno. A fin de cuentas es la parte más esperada de todas, el momento que da sentido a lo ocurrido antes y precede a las fotos, las medallas, los ascensos.

Ricardo Alfonso Palma Salamanca, el Negro, fotógrafo, veintidós años, pistolero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo, se acomoda frente a una grabadora para entregar un relato pormenorizado del modo en que asesinó a tiros a un senador de la República. La confesión de quien ha sido poseído por el furor homicida, como dirá el subcomisario, en uno de esos asaltos literarios que le son propios.

Policía a la antigua, acostumbrado a la noche y las viejas mañas del oficio, con un recorrido por los servicios represivos de la dictadura, Jorge Barraza supo o intuyó que el asunto no se resolvería a golpes. Claro, hubo golpes, golpes duros de entrada, como una lectura de derechos de los detenidos según los códigos no escritos entre viejos policías como Barraza, que hablaba de encanar, ir de pesca o porotear. Los golpes no podían faltar, pero en este caso fueron intercalados por ese método también antiguo y poco más sofisticado en que el detenido es dejado en un rincón —esposado, en ropa interior, con una capucha en la cabeza— sin que nadie le dirija la palabra.

Cuando se tiene orgullo, como ocurre en este caso, eso puede ser peor que una paliza.

Es difícil hacer una relación precisa de los hechos. El parte policial con la confesión a la policía del Negro Palma está fechado el martes 24 de marzo de 1992. Pero otro parte policial consigna que su detención ocurrió a las cuatro de la tarde de ese mismo día, en la esquina de Walker Martínez con avenida La Florida. Es improbable que haya confesado en tan poco tiempo. Más tarde, en prisión, el Negro le dirá a sus amigos que pasó muchas horas —no recuerda cuántas— encapuchado, sin comer, sin tomar agua, sin dormir. Su detención fue informada a un juez tres días después de su llegada al cuartel y la familia se enteró al cuarto.

Como sea, el asunto es que en un momento el Negro se allanó a hablar y habló. Y ese momento estuvo precedido por uno de esos números con los que el subcomisario había hecho fama en la Brigada Investigadora de Organizaciones CriminalesBulnes, de la que estaba a cargo, y más allá, en toda la Policía de Investigaciones de Chile, donde era conocido como el Zambra.

Como una escena que ha sido ensayada varias veces ante un público imaginario, un subalterno de policía preguntó en voz alta si iban a interrogar al detenido, y el subcomisario respondió con voz todavía más alta, para que lo escuchara quien debía escuchar, que el muchacho no tenía importancia, que era poca cosa. Eso dicen que dijo: poca cosa. Los verdaderamente importantes estaban detenidos y habían hablado lo suficiente, hizo saber.

—Cagaste, cabrito —dijo—. Te entregaron.

En rigor, Barraza no mentía del todo. En el cuartel de la Brigada de Homicidios había otros dos detenidos a los que también se acusaba de participar en el secuestro de Cristián Edwards, uno de los hijos del dueño de El Mercurio, liberado un mes antes a cambio de un millón de dólares.

Podría parecer un gran golpe policial, de esos para celebrar con mujeres y alcohol, pero había un matiz.

A última hora, después de cinco meses de diligencias, la mayoría de los integrantes del comando involucrado en la acción había escapado. Esos únicos tres detenidos —a los que se uniría unos días después la pareja que prestó la casa para el secuestro— eran un premio de consuelo para una operación de inteligencia que demandó recursos millonarios y pudo terminar con honores.

Más tarde, para atenuar su responsabilidad, el subcomisario acusó que un complot político de alcance internacional facilitó el escape de la mayoría de los subversivos más buscados del momento, incluido el jefe de todos, el famoso Ramiro. En cambio, sus detractores en la policía lo acusaron de negligencia por no haber actuado a tiempo, cuando tuvo al comando cercado por varios días en un camping de las cercanías de la costa central, a la espera de que aparecieran los máximos responsables de la organización subversiva que había protagonizado los hechos de sangre de mayor connotación pública desde el retorno a la democracia, al punto de ponerla en riesgo.

En ese estado de cosas, según recuerda uno de los policías presentes, el subcomisario estaba ansioso, pero bajo dominio de la situación, incluso después de que uno de sus subalternos se acercara al Negro y le pidiera de buenas maneras que contara todo de una vez. Que contara qué, retrucó el Negro. De vuelta recibió un golpe.

Entonces el subcomisario volvió a escena.

—Ya, mijo, no me haga perder más el tiempo, ¿quiere? ¿No ve que tengo que tomar un avión al norte?

Y aunque el otro no podía mirarlo por la capucha, el subcomisario fingió que se calzaba una chaqueta y luego hizo como que tomaba un maletín y unos papeles y partió, o hizo como que partía, al tiempo que repartía instrucciones. Pero poco antes de cruzar la puerta de salida volvió sobre sus pasos para dirigirse al muchacho y decirle que le iba a dar una última oportunidad para que hablara por las buenas. Asuma, hombre —aconsejó—, como buen revolucionario que dice ser, asuma. No tiene para qué perjudicarse más de lo que está, si usted es muy joven para pasarse el resto de la vida en la cárcel.

El subcomisario se acercó todavía más al Negro y le recitó los nombres de Ramiro, Emilio, Ximena, Palito, Gabriela, Rodolfo, Natalia, el Viejo y la Mami. Le habló de la casa de Poeta Vicente Huidobro en Macul, donde habían tenido secuestrado a Cristián Edwards; de la casa del Negro en calle Los Nogales y de la de Emilio en calle Huara, las dos en La Florida.

Definitivamente los policías parecían saber todo, y para mayor abundancia, el subcomisario ordenó que le sacaran la capucha al Negro y le mostraran el video, el famoso video del camping de Colliguay donde él y sus compañeros se habían escondido, sabiéndose seguidos por la policía, tras cobrar el dinero del rescate de Edwards. Ese video no dejaba lugar a dudas: había sido grabado una semana atrás y en él aparecían el Negro junto a los compañeros con los que había participado del secuestro. Después de cinco meses de tensión, se veían relajados mientras se daban baños de piscina, jugaban vóleibol y hacían caminatas recreativas.

—¿Qué te parece? —se ufanó el subcomisario.

—¿Pero ustedes saben todo? —insinuó el Negro.

—¿Que si sabemos todo? ¿Qué te parece a ti?

Entonces el Negro, hambriento, desmoralizado, seguro de que había s

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