Peregrina

Alma Reed

Fragmento

Título

PRÓLOGO

En los cincuenta y sesenta, en el elevador del periódico Novedades, subía a la redacción de The News —diario estadounidense adherido a Novedades— una mujer que solía canturrear del primer al tercer piso, cerraba los ojos y apenas si los abría cuando teníamos que bajar las dos. Usaba vestidos anticuados, con encajes y olanes, y cuando vestía de negro, se veía muy guapa, porque tenía una cara blanca, pálida, y el negro la hacía todavía más distinguida. Algunas mañanas subí entre ella y Rosario Sansores que rivalizaban en un duelo de sombreros cubiertos de velos, flores y pájaros disecados. Siento no haberle dirigido la palabra, porque sobre sus labios flotaba una sonrisa, pero como siempre estaba cantando, no me atreví a interrumpirla. Ahora que sé cuán importante es Alma Reed, me asombra que Novedades no le prestara mayor atención. Nunca oí que se comentaran sus artículos, ni que se dijera que fuera buena periodista. Nunca Fernando Benítez, director del suplemento México en la Cultura, encargó un reportaje sobre ella. Le daban un poco el mismo trato despreciativo que a Rosario Sansores, a quien tachaban de cursi. Rosario había venido de Cuba a instaurar, en México, la crónica de Sociales. Nadie mencionaba su poema “Sombra”, que se convirtió en una gran canción de la trova yucateca. Rosario Castellanos alguna vez escribió que se sentía muy agradecida con su hijo Gabriel porque era el único que no la confundía con Rosario Sansores. Como Sansores, Alma Reed no formaba parte del establishment intelectual mexicano; las únicas mujeres que tenían acceso eran Frida Kahlo, Elena Garro y, desde luego, Sor Juana Inés de la Cruz.

Si alguna vez supe que Alma Reed había hecho la primera biografía e impulsado a José Clemente Orozco, lo olvidé. Si alguna vez alguien me mencionó que Alma había escrito libros tan importantes en su época, como The Ancient Past of Mexico (El remoto pasado de México) —publicado por Diana en 1973— o The Mexican Muralists, no lo recuerdo. Ahora con la recuperación de su autobiografía y el estudio preliminar de Michael K. Schuessler, me entero que subí y bajé en el ascensor varias veces durante años con un personaje fabuloso.

En la escuela Windsor nos hacían cantar dos canciones: “Caminante del Mayab”, de Guty Cárdenas, y “La Peregrina” de Luis Rosado Vega con música de Ricardo Palmerín, y a lo largo de los años escuché el verso “Peregrina de ojos claros y divinos” que no pude asociar con Alma Reed. Ella era la extranjera y yo le atribuía la canción a todas las viajeras que venían a México. Pero ahora veo que la única que lo merecía verdaderamente era Alma Reed, enamorada del gobernador de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, “El dragón rojo” del sureste mexicano.

Columnista bajo el seudónimo de “Mrs. Goodfellow”, Reed defendió a los marginados de la ciudad de San Francisco durante las primeras dos décadas del siglo XX por medio de su columna semanal en el periódico de izquierda The San Francisco Call. Protectora de braceros, promotora de la obra de Orozco, de Edward Weston y de Ansel Adams, Alma Reed va mucho más allá de la gringuita de quien se enamora un revolucionario del Mayab.

Contratada en 1921 por The New York Times, defendió y divulgó el patrimonio arqueológico de México a través de una serie de artículos en The New York Times Magazine. Describía las excavaciones de Sylvanus G. Morley en Yucatán y cuando Edward H. Thompson le confió que él había enviado clandestinamente los tesoros arqueológicos del Cenote Sagrado de Chichén Itzá al Museo Peabody vía valija diplomática, Alma no dudó un segundo en revelarlo. Gracias a ella y sus campañas periodísticas y políticas, México recuperó al menos la mitad de su tesoro. También gracias a ella y a sus contactos con el nuevo gobierno revolucionario de México Alma pudo conseguir los datos necesarios para que el dueño del poderoso Times, Adolph Ochs Sulzberger, escribiera un editorial a favor del presidente Álvaro Obregón, que precedió al reconocimiento oficial del gobierno de Estados Unidos.

A Alma Reed, Orozco le debe no sólo su primera biografía, sino la venta de sus dibujos México en Revolución en Estados Unidos y, más tarde, las comisiones para pintar sus murales en The New School for Social Research, Claremont College, y Dartmouth College. A través de su amistad con Eva Palmer, esposa del poeta griego Ángelos Sikelianos, y la Sociedad Délfica que ellas fundaron en Nueva York, en 1928, Alma pudo darle una difusión que Orozco jamás habría tenido y donde conocería a personajes como Kahlil Gibran y Thomas Hart Benton. Más tarde, Alma Reed fundó los Delphic Studios, en la calle 57, que era —y sigue siendo— la galería de arte, con el único propósito de dar a conocer la obra de Orozco, y luego la de otros artistas como Emilio Amero, Miguel Covarrubias, Roberto Montenegro y Adolfo Best Maugard.

Alma Reed formó parte de un grupo de intrépidas norteamericanas que llegaron a México en pos de la revolución y aquí se dedicaron a estudiar y difundir la cultura mexicana. Entre ellas figuran Frances Toor, Alice-Leone Moats, Anita Brenner, que nació en Aguascalientes, vivió en Estados Unidos y le mostró a Edward Weston su espléndido trasero; también Emily Edwards, la que contrató a Álvarez Bravo para tomar fotos de los murales mexicanos, Tina Modotti, Grace y Marion Greenwood, que pintaron murales en el mercado Abelardo Rodríguez al lado de Fermín Revueltas y Pablo O’Higgins. Más tarde llegarían la fotógrafa Mariana Yampolsky; Margaret Shedd, impulsora del Centro Mexicano de Escritores; la traductora de Juan Rulfo, Irene Nicholson; Ione Robinson, quien sustituyó a Modotti en los amores de Edward Weston; y Katherine Anne Porter a quien Alma Reed jamás se acercó porque habló mal de ella.

Michael K. Schuessler ya es autor de La undécima musa: Guadalupe Amor (1995) y Elenísima: ingenio y figura de Elena Poniatowska (2003). Era natural que Michael se inclinara sobre Alma Reed, sobre todo después de descubrir su autobiografía y las cartas de Felipe en un departamento semiabandonado sobre la avenida Melchor Ocampo. Recuerdo que cuando Michael me informó que había encontrado la autobiografía de la Peregrina, pensé que a lo mejor se trataba de un documento apócrifo, ya que Alma Reed llevaba cuarenta años de muerta y nadie parecía recordarla. Sin embargo, un día vino a mi casa después del gimnasio con los primeros capítulos metidos en su mochila. Resultaron una lectura fascinante porque retrataba a la Revolución mexicana en Yucatán (cosa muy poco frecuente) y describía las impresiones de una joven periodista estadounidense que pronto habría de enamorarse de un personaje fascinante de la historia de México, Felipe Carrillo Puerto. Desde la marquesa Calderón de la Barca, los libros de viajeras se han entronizado en México, pero ninguno ha resultado tan aleccionador como el de Alma Reed, quien narra sus aventuras en Yucatán, su asombro ante las utopías socialistas de Felipe, s

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