Notas para unas memorias que nunca escribiré

Juan Marsé

Fragmento

Prólogo. Escribir y nadar, por Ignacio Echevarría

Prólogo

Escribir y nadar

¿Qué interés puede tener anotar estas cosas? Pero me obligo a ello, esperando encontrar en el mismo aburrimiento que siento en repasar estos días tan monótonos algún arma contra mí mismo.

ANDRÉ GIDE,

Diario, 20 de noviembre de 1912

Las cartas boca arriba. Es la única forma de proceder con un libro como este, de naturaleza tan vitriólica.

En primer lugar: aunque con toda suerte de dudas y reservas, Juan Marsé optó por sacar a la luz los textos que se presentan a continuación, que tuvo oportunidad de revisar y corregir con vistas a su publicación. De modo que no se trata aquí, en absoluto, de uno de esos documentos póstumos que los albaceas de un escritor célebre, aprovechándose de las expectativas que genera su muerte reciente, rescatan apresuradamente de sus cajones, desentendiéndose de las razones por las que no quiso publicarlos. Marsé contempló y autorizó la publicación de los materiales que aquí se editan, cuya transcripción él mismo revisó en dos ocasiones. Y más que eso: si bien su salud estaba muy mermada cuando este libro se proyectó, en ningún momento se dio por sentado que su edición fuera a ser póstuma.

Importa tener esto último muy presente a la hora de considerar el alcance de los desahogos, de las pullas, de tantas y tantas declaraciones políticamente incorrectas como prodiga Marsé a lo largo de estas páginas. Pero sobre esto se volverá más adelante. Ahora se impone, antes que nada, informar sobre el origen de estos textos, y sobre las razones tanto de su escritura como de su publicación.

DIARIO DEL AÑO 2004

A finales de 2003, una imprecisa cifra de aburrimiento, fastidio y fatiga precipitó en Marsé la decisión de imponerse —a despecho de su escasa predisposición a hacerlo— la escritura de un diario. Para acotar su compromiso, y sortear el vértigo de la hoja en blanco, recurrió a una agenda de la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión de España del año 2004 que había llegado a sus manos. Era una agenda de trabajo de veinte por veintiocho centímetros, en la que se reservaba una doble página para cada una de las semanas del año. Como es corriente en estos casos, la doble página aparece dividida en seis columnas, tres por cada página; las cinco primeras, de izquierda a derecha, para los días lunes a viernes, y la última, en la derecha de la página impar, partida en dos, para el sábado y el domingo, días en que se presume que la actividad es menor. Todas las columnas están alineadas, y en su parte inferior, demarcada por una raya de color, llevan impresos los nombres de los miembros de la Academia que ese día cumplen años. Como sea, para cada día laboral se dispone de apenas cuarenta líneas cortas, de un ancho de cinco centímetros y medio, lo que da para escribir, como mucho —al menos con la caligrafía de Marsé—, entre cien y ciento cincuenta palabras, que los días del fin de semana se reducen a la mitad (véase, en uno de los cuadernillos gráficos que incluye este volumen, la reproducción de varias páginas de la agenda). Una extensión, como se ve, poco comprometedora, que limitaba de antemano el alcance de la obligación que se autoimponía Marsé, quien a pesar de todo incumple algunos días su disciplina, y muchos otros apenas llena el escaso espacio disponible.

Todo el diario del año 2004 está atravesado por el escepticismo que no deja de producir en su autor su propio propósito de escribirlo. Son frecuentes las anotaciones en que Marsé se pregunta por el interés que pueda tener cuanto apunta. Pese a lo cual, persevera en su empeño: «Persiste la convicción de que escribo por escribir, y que esto no tiene el menor interés. Pero me prometí a mí mismo seguir» (2 de febrero).

Muchos años después, hablando con su biógrafo, Josep Maria Cuenca, Marsé le confesaría que empezó el diario «porque quería ver si, escribiéndolo, me pasaba algo interesante; pero no me pasó nada de ese tipo. Fue inútil». La ironía de esta declaración no aspira a disimular la desazón con que Marsé cumplió su tarea. El 12 de febrero se lee: «Esta especie de diario sigue adelante porque me he propuesto una especie de penitencia, pero la verdad es que no le veo ningún valor... Realmente me he emperrado en garabatear algunas cosas, pero ¿para mí? No vivo una vida intensa, y no pocas cosas que me pasan me aburren a mí el primero, así que ¿para qué trasladarlas al papel, cuando por otra parte me paso el día escribiendo otras cosas, más alimenticias cuando menos?». Apenas una semana después, el 18 de febrero, Marsé insiste: «Vuelvo a preguntarme por qué escribo este diario. Respuesta: me he impuesto una disciplina. Tenía que haberlo hecho hace años».

Esta última frase alienta la sospecha de que la idea de llevar un diario no era nueva para Marsé, quien debió de acariciarla en otras ocasiones. Al fin y al cabo —y como demuestra el contenido de las libretas que acompañan a esta edición del diario, de las que nos ocuparemos más adelante—, Marsé tenía el hábito adquirido de tomar notas, no solo relativas a ideas para posibles relatos o ligadas a proyectos narrativos en marcha, sino también sobre toda clase de asuntos. Lector asiduo y voraz de varios periódicos, no resistía el impulso de anotar las reacciones a según qué noticias, declaraciones, opiniones, como no se privaba, tampoco, de apuntar recuerdos, vivencias, impresiones de todo orden, en particular acerca de las personas que conocía o con las que trataba. No es tan raro, así, que pensara en más de una ocasión en servirse de un diario como cauce para todo este material.

Tenía cercano, además, el ejemplo de Jaime Gil de Biedma, su amigo del alma, cuyo recuerdo planea insistentemente a lo largo de este diario del año 2004. Una de las anotaciones en que lo evoca, la del 5 de mayo, resulta altamente expresiva del crepuscular estado de ánimo que embargaba a Marsé a sus setenta y un años, edad que cumplió a los pocos días de comenzarlo: «Apenas nada que consignar hoy. [...] Las cosas que más me importan, el amor, la amistad, el sexo, la escritura, el paso del tiempo, siento a menudo que tienen los días contados. Pienso ahora que eran también las cosas más importantes para Jaime Gil, incluido el paso del tiempo y sus agravios. ¿Cómo preservar estos tesoros del moho del tiempo y de la vejez? Jaime estuvo interrogándose acerca de eso hasta el final».

En estas líneas cabe entrever una de las motivaciones que deciden a Marsé a imponerse a sí mismo la escritura de un diario: retener siquiera los flecos de una experiencia que se escurre de forma acelerada, robar al tiempo algunas pepitas del oro de los días pasados, de los días que pasan.

Si bien la motivación más profunda podría ser, en cierto modo, la contraria: servirse de la escritura para engendrar esa experiencia, para revelarla, para sacarla a la luz. «Estos últimos días tengo demasiadas cosas en

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