Diario 1887-1910

André Gide

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Una épica de la sinceridad

La «obra cumbre» de André Gide

Desde que comenzó a ver la luz, en la década de los treinta, el Diario de André Gide, escrito ininterrumpidamente en el transcurso de más de sesenta años (1887-1950), no ha dejado de ser una referencia poco menos que ineludible no solo para los aficionados a este género, sino también para todos los interesados en la vida cultural europea de la primera mitad del siglo XX, en la que Gide ocupó una posición destacadísima. Es difícil, en la actualidad, imaginar el relieve y los alcances que esa posición llegó a tener, pues se diría que la reputación del Diario ha ido incrementándose en medida inversamente proporcional a la de su autor, cuya estrella parece haber declinado de un tiempo a esta parte. De hecho, se ha vuelto poco menos que un lugar común decir que este Diario viene a constituir la obra cumbre de Gide, la que mejor resiste el paso del tiempo, que en cambio parece haberse ensañado con otros libros suyos. Y seguramente sea así, con las matizaciones que se harán más adelante. Pero si es cierto que la personalidad y la figura de André Gide han perdido la eminencia y el poderoso ascendente que tenían a mediados del siglo pasado, ¿qué razones pueden mover al lector de hoy a embarcarse en la travesía de las más de mil páginas que este Diario ocupa? Tal vez no esté de más hacerse esta pregunta a las puertas de la primera edición íntegra en castellano de un documento de vida que admite ser leído bajo múltiples parámetros, no pocos de los cuales han ido desplazándose notablemente en el transcurso de las últimas décadas.

Al poco de haberse publicado el Diario de Gide, un jovencísimo Roland Barthes anotaba: «Dudo que el Diario motive un gran interés si, de antemano, la lectura de la obra no ha despertado curiosidad sobre la persona». Pero la persona de Gide no parece ser objeto en la actualidad, al menos fuera de Francia (donde se puede hablar de toda una industria académica y editorial que gira en torno a su figura y su legado), de un interés demasiado vivo, ni sus obras circulan como lo hacían años atrás. Apenas una docena entre el más de medio centenar de libros publicados por Gide en vida se hallan disponibles en el mercado de lengua española. Otros permanecen agotados o descatalogados, y quedan bastantes aún por traducir.

Las obras de Gide –incluido su Diario– se publicaron masivamente en Argentina en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo, en ediciones que en España circularon durante bastante tiempo de forma clandestina y que conocieron una escasa divulgación en el resto de Latinoamérica. Por lo que toca a España en particular, conviene recordar que Gide fue un autor prohibido durante el franquismo, en cuya prensa la noticia de su muerte, en 1951, dio lugar a frases como la siguiente: «Cada uno de sus libros está impregnado de una sustancia tóxica, constituye una invitación reiterada al mal» (El Correo Catalán, 22 de febrero de 1951). A los pocos meses, por si fuera poco, la Iglesia católica incluía toda su obra en su Índice de libros prohibidos. Ya en los años setenta, cuando se lo pudo editar con libertad, su figura había perdido la centralidad que ocupara décadas atrás, y el impacto de su obra quedó bastante diluido entre la avalancha de autores y de libros que competían por acaparar la atención de un público ávido de ponerse al día.

Algunos libros de Gide, muy en particular Los alimentos terrenales y El inmoralista, fueron leídos hasta no hace mucho, en Francia y fuera de ella, como verdaderas guías espirituales, sobre todo por los más jóvenes. Abundan en este sentido los testimonios que expresan «una admiración apasionada, que llega más lejos de lo que alcanza una admiración meramente literaria» (André Maurois). Pero es frecuente que a los lectores adultos les sonrojen sus pasados fervores juveniles, tanto más en la medida en que se fundaban en razones no meramente literarias. La resaca de las antiguas devociones suele manifestarse en forma de condescendencia, cuando no de desdén. Baste pensar en la consideración que a tantos merecen en la actualidad novelas como Siddharta o El lobo estepario, de Hermann Hesse, un autor que, como Gide, también gozó de un extraordinario predicamento en su época (obtuvo el Premio Nobel un año antes que Gide). Como Hesse, con quien tuvo amistad (como la tuvo con muchas de las personalidades más eminentes de Inglaterra y de Italia, de Alemania y de España, de la Unión Soviética y de Argentina, del mundo entero), Gide padece las consecuencias de haber desempeñado, para varias generaciones de jóvenes de todo el mundo, el papel de «gurú» de la rebelión contra la moral burguesa.

Una fortuna semejante parecen haber corrido autores como D. H. Lawrence, Henry Miller o Nikos Kazantzakis, representativos del vitalismo y de cierta ética y estética de la autenticidad que, como un hilo rojo, recorren buena parte del siglo XX, y que en su momento tanto contribuyeron a socavar la moral puritana, allanando el camino a la revolución sexual de los años sesenta y a no pocas de las tendencias liberadoras y emancipadoras que por entonces se desataron. En la medida en que esa moral ha ido quedando superada, y diluido en consecuencia el impacto subversivo de las obras que se opusieron a ella, parece haberse apagado el poderoso encanto y el morbo que en su momento suscitaron estos y otros escritores, no pocos de ellos pendientes de reevaluación en estos tiempos en que la moral que combatieron emerge de nuevo bajo el disfraz de una no menos constreñidora y a menudo pacata corrección política.

Muy influido por Schopenhauer y Nietzsche, impactado de muy joven por la avasalladora personalidad de Oscar Wilde, próximo en sus comienzos a Maurice Barrès y su «culto al yo», Gide fue –sobre todo en sus primeras obras– un abanderado de ese vitalismo en el que, por lo demás, se lo tiende a encasillar injustamente. Él mismo se lamentaba de esto en el prólogo a la reedición, en 1927 (treinta años después de haberse publicado), de Los alimentos terrenales. Allí dice haber escrito este libro «en un momento en que la literatura olía excesivamente a cerrado y a falso y me pareció apremiante hacerle tocar tierra de nuevo y pisar sencillamente el suelo con los pies descalzos», y se queja con cierta amargura de «la visión algo mezquina» de quienes se empeñan en no ver en Los alimentos… más que «una glorificación del deseo y de los instintos». Pero Gide, en su posteridad, no sólo padece la condescendencia que se reserva a los fervores apagados; padece también las consecuencias de haber sido un autor de su tiempo, profundamente imbricado en su tiempo. Ya fuera por impulso propio o movido por las circunstancias, a Gide se lo ve combatir en primera línea de las causas más emblemáticas de aquellas décadas: contra el poder de la Iglesia católica, contra la moral protestante, a favor de los derechos de los homosexuales, en contra del colonialismo, a favor – luego en contra del comunismo soviético; a favor de la Segunda

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